Encuentro hoy, con una mezcla de placer y sorpresa, una noticia cultural aparecida en nuestra prensa, que de algún modo bordea la temática de un último libro que acabé de corregir hace unos días, en una tarea tan agotadora que, después de terminarla, me acosté y me dormí durante casi trece horas. Es cierto que en esa tarea recibí la colaboración de un excelente corrector, que lo es precisamente porque sabe asumir el papel de respetuoso intérprete de las intenciones del escritor. Y estuvo también la labor ininterrumpida de mi editorial –me gusta llamarla así, como algo mío, porque lo ha sido siempre–. Me refiero a Banda Oriental, con la que sostuve una relación casi religiosa desde aquellos lejanos días en que yo era una pobre estudiante de historia, con un único par de zapatos agujereados (no exagero), y no podía comprarme así como así un libro; entonces juntaba peso sobre peso en mi magro bolsillo, y cuando podía tener entre las manos un ejemplar recién salido del horno de Banda Oriental, o por lo menos cocinado por esta editorial en algún cruce del tiempo y del espacio, me sentía feliz y exultante.
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He terminado, como decía, mi último libro. Y sucede que el género de esta obra es para mí una incógnita. El asunto es casi digno de análisis filosófico, y les diré por qué. No es una novela, eso está claro. No es tampoco un libro de cuentos. Habla de seres de carne y hueso, históricos, anclados en la memoria colectiva por una u otra razón; podría decirse entonces que se trata de biografías, o de ensayos literarios cuya fuente es histórica, o de crónica, o de una de las muchas variantes de las escrituras del yo. Figuro en cada uno de esos capítulos, no de manera velada o indirecta, sino de un modo explícito y consciente, por lo menos en la introducción a cada una de estas narraciones. ¿Serán biografías? Lo dudo. Tal y como han sido entendidas siempre, les falta una serie de requisitos “clásicos”. Para ser ensayos, les falta –deliberadamente– el discurso académico, aunque contenga algunas referencias y citas al pie que me resultó imposible soslayar. Para ser crónicas, les falta ese color puntual y conciso que suele acompañarlas.
¿Qué es entonces este nuevo libro? No es que la pregunta me haya quitado el sueño, ni mucho menos. Hace tiempo sé que una cosa es la realidad viva y múltiple, móvil e incesante, y otra cosa muy distinta es el sistema normativo que pretende dar cuenta de ella. La clasificación de la literatura, y de la producción intelectual toda, en géneros es uno de los grandes inventos de la humanidad; pero sigue siendo un invento limitado, recortado, y en buena medida mutilador de la expresión humana. Esa clasificación, esos géneros tan utilizados por los profesores y los críticos, por las librerías y por los jurados de premiación literaria, es un sistema normativo. Y como tal pretende dar cuenta de la capacidad creativa como si se tratara de un fichero compuesto de varios cajones. No lo logra, claro está, porque la realidad de la creación siempre será más vasta y desbordante.
Y vean ahora lo que son las casualidades. Hace pocas horas me encontré con esa grata sorpresa de la que hablaba al comienzo de este artículo. En una nota cultural, Carlos María Domínguez se refiere a un escritor inglés llamado Richard Holmes, especialista en biografías, quien ha revuelto un poco los cajones de los géneros y echado algo de luz sobre mi espíritu. Dice Holmes que para hacer una biografía se necesita “un diálogo constante y vivo” entre el biógrafo y el biografiado. Se necesita además “evidencia biográfica”, como por ejemplo el testimonio de terceros. Se necesita lo que Holmes llama una “relación ficticia” y además una prueba que respalde las intenciones y los pensamientos que se adjudican al biografiado. Me pregunto, llegada a este punto, a qué tipo de prueba se referirá el autor. Doy por descontado que no se puede hacer biografía alguna sin trazarse un método, una razón y un límite interpretativo. Todo lo que exceda tal límite será o bien un franco disparate, o bien una burda manipulación, o tal vez una ficción demasiado arriesgada.
Aclarado este punto, entiendo que Holmes está hablando de esa “vivencia” filosófica sobre la que tanto teorizó Wilhelm Dilthey. La vivencia se compone de lo que uno ha leído y escuchado sobre un personaje, pero también de la persecución de su trazo vital: la vivencia consiste en visitar, por ejemplo, los lugares que él o ella pisaron, ver los paisajes que él o ella vieron; adentrarse en el rincón o en la ruina de lo que fue su hogar; relatar en nombre propio las sensaciones que en uno, en tanto escritor, ha despertado ese hombre o esa mujer, ese viaje, ese hallazgo, ese descubrimiento. Hablar por la boca de nuestro personaje, a partir de todo eso, con una voz nueva, que no es enteramente mía ni enteramente suya, pero que no podría haber nacido sin ese seguimiento, sin esa investigación casi maniática, sin esa exploración visceral de la que surge, al fin, la “vivencia”.
Me maravillé con Holmes, no solamente por lo que acabo de expresar, sino además porque él, como yo, se interesa en bucear en las relaciones afectivas o vínculos amorosos de sus personajes, no de una manera chocarrera, impertinente o destinada a aumentar ventas –como hace más de un pretendido escritor–, sino a partir de esa misma vivencia que acabo de narrar, cuidadosa en sus límites materiales, prudente en su interpretación del alma ajena, pero lanzada con valentía hacia la reflexión sobre el amor y la muerte, la esperanza y el miedo, el genio y la peripecia vital.
Holmes habla, por ejemplo, de la historia de amor entre Robert Louis Stevenson y Fanny Osbourne, nacida en un hotel de Grez-sur-Loing, y se sumerge en su correspondencia amorosa, que afortunadamente se conserva. No queda aquí mi descubrimiento de Holmes y mi satisfacción –digamos existencial– ante sus exploraciones hermenéuticas, que han sido también las mías durante los últimos diez años. Mientras mis propias indagaciones documentales y filosóficas permanecían todavía latentes (porque escribir lleva tiempo y en este país es muy difícil vivir de la escritura) Holmes tomaba datos de aquí y de allá, se preguntaba por los cruces más ínfimos y menos sospechados entre las personas y sus visiones del mundo, y terminaba por hacer lo que en su momento hizo Heinrich Schliemann, el gran descubridor de Micenas y de Troya: se dejó guiar por las palabras de otros, por las especulaciones de otros, desoyó las advertencias de las voces mediocres –eso no existió, eso es falso, eso es un mito o una simple mentira, eso no es literatura– y avanzó hasta encontrar un lenguaje enterrado bajo otro lenguaje, una versión escondida debajo de la otra, una existencia enmascarada tras otra y otra y otra más. Y con todo aquello realizó un juego de espejos magnífico.
Encontró, por ejemplo, el hilo conductor entre Helen M. Williams, activista por los derechos de la mujer, la revolución francesa en la acción femenina, la ejecución de Luis XVI y la posterior expresión literaria de la propia hija de Helen, que fuera nada menos que Mary Shelley, la autora de Frankenstein. ¿Cómo hizo este biógrafo para vincular semejantes nombres, ideas y acontecimientos? Yo aventuro mi propia y personal respuesta: lo hizo porque, lejos de limitarse a manejar datos, documentos y testimonios como quien manipula fichas, naipes o cartones, puso en juego su talento, su pasión y su arte, y creó así una cosa absolutamente nueva, que ya no es el género clásico de la biografía, aunque así se siga repitiendo, sino que ha desembocado en una de las formas más novedosas y atrapantes de la narrativa literaria.
Agrega Carlos Domínguez, a quien debo mi descubrimiento de Holmes, que el esfuerzo de este escritor por comprender a los personajes históricos ha hecho que su libro pueda leerse “como una crónica personal y un incentivo sobre las muchas posibilidades de expandir el género biográfico bajo las formas de la narración”.