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Lecciones del caso Cavani

Por Rafael Bayce.

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Se han aquietado bastante las aguas luego de comprensibles reacciones patrióticas debidas a la sanción económica, deportiva y de linchamiento público del famoso futbolista uruguayo Edinson Cavani, jugador actual del Manchester United inglés, pero antes goleador histórico en el Paris Saint-Germain, en el Napoli y en la selección uruguaya; ejemplar deportista, además.

¿Cuál fue su terrible falta, por la que fue condenado a una suspensión deportiva de 3 partidos, casi 6 millones de pesos uruguayos de multa y la asistencia humillante a un curso de formación contra el racismo? ¿Por qué todo eso? Porque Cavani recibió una felicitación de un viejo amigo desde Uruguay por sus 2 goles en el fin de semana y respondió “Gracias, negrito” con un e-moji de 2 manos estrechándose. Y eso fue tildado, etnocéntricamente, de racismo. Una barbaridad, pero que puede y debe ser explicada, para que sirva como base de introspecciones autocríticas sobre la ubicuidad del etnocentrismo, de lo cual se acusan mutuamente, quizás con razón ambos -como veremos-, la Federación Inglesa de Fútbol por un lado, y Cavani con los suyos, por otro.

 

El etnocentrismo y el inglés

Es una modalidad genérica de discriminación -en realidad casi todas las otras formas de discriminación son descendientes de esa madre de todas las discriminaciones- por la cual quienes han sido formados y/o sostienen, como mero uso o deber ser, determinados valores, creencias, normas, actitudes y conductas, piensan, las más de las veces auténticamente, otras hipócrita o cínicamente, que esos son los únicos correctos, buenos y defendibles, mientras que los de otros, diferentes, sostenidos o creídos por otros, son malos, equivocados, inconducentes y merecedores de, sea una conversión por las buenas (i.e. la evangelización misionera española en América), sea por las malas (i.e. la conquista militar simultánea, o la Inquisición, o las Cruzadas).

El etnocentrismo acompaña a la humanidad desde sus albores y, como Johnnie Walker, sigue caminando tan campante, especialmente en tierras vecinas a las de su destilación, como Cavani puede atestiguar. Nacido como mecanismo de defensa del endogrupo frente a la temible incertidumbre ante la alteridad y la diferencia, en épocas pretéritas, se mantiene hoy, en parte como supervivencia cultural, en parte como narcisismo, en parte como justificación legítimante de desigualdades arduas de justificar. En uno u otro grado, quizás todos somos, en cierta medida, etnocéntricos reflejados en diversas discriminaciones autolegitimantes, narcisistas o imperiales que manifestamos a través de irreflexivas y casi automáticas conductas y evaluaciones sobre otros.

En el caso de Cavani, el etnocentrismo inglés, para peor, es una supervivencia de un imperio mundialmente hegemónico, desde el siglo XVIII y especialmente durante el XIX. Peor aún, el etnocentrismo de un león desfalleciente, de pelaje canoso, rugido menos audible, garras y dientes debilitados, más peligroso que nunca en su nostalgia imperial, que, como todos los imperios menguantes, afirman Taylor y Dunning, busca pervivir a como dé lugar, a falta de la totalidad de los perdidos privilegios. El etnocentrismo inglés, entonces, es doblemente peligroso, por ser de las pocas supervivencias imperiales que les quedan.

También puede explicarse la sanción a partir de un complejo histórico de culpabilidad por su pasado esclavista y de explotación mundial, racista al extremo dentro de ese pasado, que intenta ahora redimirse mediante una exagerada fidelidad a un antirracismo enarbolado desde las más altas esferas deportivas -la multietnicidad es del máximo interés comercial y político para FIFA-, que es aplicado en el ámbito inglés como redentor higiénico de racismos históricos extremos, especie de show redentor de culpabilidades. Nadie como los racistas extremos conversos precisa tanto hacer un show redentor de culpabilidades latentes, hacia adentro y hacia afuera. Pensar, nomás, en todo lo que el pueblo judío ha conseguido nutriendo perseverantemente la culpabilidad por el Holocausto. Quizás si les dijéramos a los ingleses acusadores de Cavani que ‘no son quién’ para acusar a otros de racistas, nos podrían decir ‘bueno, por eso mismo’; pero el complejo de culpabilidad es íntimo, inconfesable y vergonzante, e impide esa respuesta, así como el respeto humano dificulta nuestra acusación de redentores sospechosos en su radicalidad de conversos.

 

Otros etnocentrismos no tan digeribles

Es claro el etnocentrismo inglés, de imperio menguante y exagerado racismo converso, que no es capaz de discernir o aceptar que el término ‘negrito’ pueda ser usado, en la correspondencia epistolar abierta de las redes sociales, de otro modo que como manifestación pecaminosa de contagioso racismo mal encubierto, racismo demoníaco bárbaro de indígenas subdesarrollados del que deben ser protegidos los inocentes ángeles ingleses civilizados para que no se les ocurra tal aberración.

No es difícil empatizar la perplejidad e indignación que experimenta alguien que es sancionado por racista exactamente por hacer algo que es una evidencia clara de su no-racismo: Cavani usa el término ‘negrito’ como término cariñoso, en diminutivo, como calificativo para halagar y mimar, agradeciendo así sus elogios amistosos, a alguien que ni siquiera es ‘negro’ de piel, mostrando públicamente que, al menos en sus entornos culturales, se ha superado a tal punto cierto nivel de racismo, que lo que en otros contextos culturales, civilizatorios, espaciales y temporales puede visto como racista (i.e. Inglaterra), puede ser usado como elogio transracista íntimo, públicamente, sin ofender a nadie y esperando que la expresión ‘negrito’ sea apreciada como muestra de afecto agradecido entre viejos amigos.

Y no es que Uruguay carezca de discriminaciones, y en concreto ‘raciales’. Las hay, como la literatura nacional y la experiencia de los afrouruguayos puede confirmar, racismo heredero de la importación, por extranjeros y criollos, de negros africanos esclavos que luego continuarían siendo explotados de muchas formas hasta hoy. Sin embargo, al interior de ese racismo de fondo y epocal, los uruguayos hemos sido menos racistas y hemos superado antes y mejor algunas manifestaciones del racismo, en concreto el antinegro, que otros países. Tal como Cavani a su amigo, hay uruguayos no-negros que han sido cariñosamente llamados de ‘negros’, no siéndolo epidérmicamente, que no lo han objetado, y que han quedado nombrados como tales. Usted, lector, puede hacer su propia lista, pero le recordaré al Negro Lescano, ministro y negriazul señero, al Negro Beltrán, arquero de Urunday Universitario y codirector de El País, de la larga estirpe de los Washington Beltrán, al Negro Cubilla; pero tampoco los que efectivamente son epidérmicamente negros dejan de ser llamados como tales, ni de aceptarlo.

De modo que, si se les llama negros a los que lo son y a los que no, y ninguno de ellos reclama, quiere decir que el asunto no reviste gravedad sociocultural, y revela, al menos, un índice de racismo uruguayo contra afrodescendientes mucho menor que el de la mayoría de países de dominancia blanca, ni que hablar que tanto menor al racismo inglés. Y este inferior racismo uruguayo contra los afrodescendientes tiene manifestaciones históricas muy tempranas y significativas. Van dos botones de muestra: uno, en 1916, cuando la disputa en Buenos Aires del primer sudamericano de fútbol, en el Uruguay campeón y como goleador del torneo, figuró el negro Isabelino Gradín, también campeón sudamericano de atletismo. Pues bien, Chile cuestionó el título uruguayo alegando que había inscripto irregularmente a un africano como uruguayo. Dos, uno de los máximos ídolos populares nacionales es el negro Obdulio Varela, capitán celeste de mil hazañas, en especial por su protagonismo en la de Maracaná, de emocionante y multitudinario entierro, apodado reverentemente de Negro Jefe.

O sea que queda claro lo inmerecida y etnocéntrica de la sanción por racismo antinegro, que de alguna manera ya había sufrido en el mismo país Luis Suárez; y queda claro que el hiper-antirracismo inglés contrasta el relativo antirracismo negro uruguayo.

Sin embargo, tienen cierta razón los ingleses cuando replican que Cavani fue etnocéntrico al imponer su marco cultural nacional en otro contexto nacional en el cual su expresión podía ser interpretada desde otros códigos culturales y normativos; al ni siquiera pensar que podría estar imponiendo su cultura nacional en otros ámbitos en los cuales podía suscitar efectos y consecuencias indeseables que no acarrearía en Uruguay. Pero estaba en Inglaterra, donde imperan esos códigos de culpabilidad imperial y de miembros de FIFA; y que etnocéntricamente ignoró la posibilidad de una variedad cultural diversa en la interpretación suya, que teme por la influencia de expresiones como esa en ámbitos aún con residuos del racismo clásico antinegro, que no conoce la excepción uruguaya en la materia. Cavani tuvo la gallardía de reconocer esto, sea de motu proprio o mediante sus abogados ingleses; el exgoleador Gary Lineker lo subraya en su elogio a Cavani.

En definitiva, fue un choque de culturas, uno de etnocentrismos, aunque uno nos parezca mejor que el otro, quizás debido a nuestro propio etnocentrismo. Que esta columna sirva de abridor de apetito para poder pensar, introspectivamente, en otros etnocentrismos menos detectables que los que vimos: por ejemplo, el de todos los conquistadores imperiales históricos, aunque con el descargo de su epocalidad. Más arduo es darse cuenta de uno de los supremos etnocentrismos de nuestra época: el de los derechos humanos como inherentes a la persona humana, etnocentrismo imperial simbólico devastador, tan inconsulto y parcial en sus momentos de promulgación como dogmático e inquisidor en su aplicación. Etnocentrismo liberal extremo, subjetivista, ofensivo para los ‘comunitaristas colectivistas’, equivocada agenda de una izquierda arrinconada que quiere hacer buena letra. No se caliente, piense, lea -entre otros- a Jurgen Habermas sobre esto.

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