La denominada literatura de género es uno de esos conceptos que calificaría de traidor por la perversa ambivalencia que esconde. Para muchos parece atractivo hablar de literatura de género. Creen reconocer así un sitial especial a las mujeres escritoras, cuando en verdad sólo contribuyen a colgarles un rótulo tan burdo como incomprensible. En mi opinión, hacer literatura sobre mujeres, escrita por mujeres, no es hacer literatura de género. Es hacer literatura a secas, de la misma manera que se hace literatura a secas cuando los protagonistas son hombres o cuando el escritor es un hombre. Pretender que toda literatura en la que aparezcan mujeres, o que haya sido escrita por mujeres, es literatura de género, equivale a negar que la mujer pueda ser sujeto de narraciones literarias en paridad con el hombre. Trataré de explicarme: si Jorge Luis Borges (hombre) escribe sobre hombres, como lo hace en ciertos célebres cuentos, por ejemplo en ‘Funes el memorioso’ o en ‘El Sur’, ¿es un escritor de género? Si Juan Carlos Onetti (hombre también) escribe el cuento ‘Bienvenido Bob’, cuyo personaje es un varón, ¿es un escritor de género? Si Herman Melville (otro hombre) escribe la novela Moby Dick, en la que todos los protagonistas son hombres, incluida la ballena, ¿es un escritor de género? Nadie contestaría afirmativamente a estas tres interrogantes. Dirían que esos tres escritores hacen literatura y punto. Veamos ahora otro enfoque del problema. Si H. Balzac escribe la novela La mujer de treinta años, ¿es un escritor de género? Si Georges Simenon escribe otra novela, titulada La viuda Couderc, ¿es un escritor de género? Tampoco en este caso contestaríamos afirmativamente; es como si Homero fuera un escritor de género porque comienza La Ilíada invocando a una figura femenina: “Canta, oh diosa…”. Ahora bien, si la autora canadiense Margaret Atwood escribe ‘El cuento de la criada’, ¿es una escritora de género? Aquí ya comienzan las dudas y los entreveros. ¿Sí o no? Atwood desarrolla en esa novela un relato de ciencia ficción en el que la mujer es protagonista central; realiza allí una crítica social y desmenuza de mil modos diferentes los roles femeninos. Entonces, ¿su escritura es de género? ¿Por qué la elección de una temática femenina convertiría automáticamente a una autora en escritora de género? ¿Por qué colgarle esa etiqueta al cuello? ¿Por qué clasificar de semejante modo el campo de la literatura y, de paso, el mundo entero, estableciendo una absurda división entre unas literaturas y otras? A esta altura se impone la pregunta mayor: ¿cuál sería la literatura “normal”, o sea, la que no necesita rótulo alguno? ¿La que escriben los hombres? Se trata de una interrogante diabólica. Su solo planteamiento demuestra claramente que la división entre género y no género, por lo menos en la literatura, le hace un terrible daño a la humanidad toda, a la causa feminista y a la lucha por la igualdad. Parece como si la mujer no pudiera ser sujeto legítimo de narraciones literarias, a secas, en paridad con el hombre. Por eso el cartelito de literatura de género me molesta, me rechina y me parece torpe o malicioso, una de dos. No ignoro que la clasificación conviene a las editoriales y a las librerías a la hora de atraer lectoras. Sin embargo, incluso en ese sentido sigue siendo un concepto limitante y negativo, que introduce en la sociedad y en sus imaginarios todo un alud de confusiones, de falta de respeto y de ausencia de legitimidad a la literatura escrita por mujeres. Sigue siendo, lisa y llanamente, un problema de poder. Mientras sigamos insistiendo con la literatura de género, estaremos concediendo que la literatura con mayúscula, la que no necesita aclaración ulterior alguna, la que no tiene género, sólo pertenece a los hombres. Lo normal no requiere explicaciones. Simplemente “es”. El filósofo Michel Foucault nos muestra que, en la sociedad disciplinaria -dentro de la cual vivimos- el poder se manifiesta en una normalización acompañada de vigilancia y castigo, en la que los individuos son clasificados, etiquetados y controlados. ¿Le suena? Pues bien: el mote de literatura de género responde a eso: a enumeración, etiqueta, clasificación y control. Y no me gusta, porque entre otras cosas, va a contrapelo de la realidad. Lo real no es lo que podría creerse sobre algo, sino lo que debería haberse pensado mejor. El conocimiento humano avanza, según el epistemólogo francés Gastón Bachelard, en contra de un conocimiento anterior; el razonamiento humano tiene por cometido principal la destrucción de conocimientos mal adquiridos, confusos o erróneos, que se presentan al sujeto en forma de obstáculos; y el primero de esos obstáculos es lo que ya sabemos (o creemos saber) acerca del mundo. “Llega un momento en que el espíritu prefiere lo que confirma su saber a lo que lo contradice, en el que lo opta por las respuestas en vez de las preguntas; entonces el espíritu conservativo domina y el crecimiento intelectual se detiene” (Bachelard, 1988). ¿Por qué sucede tal cosa? Porque, como también dice el autor, “Frente a lo real, lo que cree saberse ofusca lo que debiera saberse”. Cuando se presenta ante el conocimiento, “el espíritu jamás es joven. Hasta es muy viejo, pues tiene la edad de sus prejuicios…”. Para alcanzar una relativa claridad en nuestros conceptos o para tender a ello, es necesario establecer una ruptura epistemológica. Romper con una creencia anterior, y hacerlo con frecuencia y con valentía suele ser una práctica saludable. Pero, para lograrlo, es necesario preguntarse; la pregunta siempre es el primer paso, la apertura hacia el conocimiento de una cuestión cualquiera. El mote de literatura de género constituye un prejuicio, una creencia sin mayor fundamento lógico y una suerte de conformismo social, por el que se sigue considerando a la mujer como un sujeto de segunda categoría (o sea, subhumano, mal que nos pese) y no le permite, por ende, ingresar al reino de la literatura con mayúscula, la literatura en serio, la que no necesita de ulteriores clasificaciones. Se trata de un rótulo muy distinto del que divide géneros narrativos y temáticos, como la ciencia ficción, el horror, la fantasía y la novela histórica. Estos siempre han existido. Pero una división basada en género sexual sigue siendo ridícula, por lo menos en el terreno artístico, salvo que en forma premeditada el autor o la autora hayan elegido ese camino, para mostrar -por ejemplo- el proceso histórico de las luchas por la libertad y la igualdad de la mujer. Estos temas, sin embargo, no se inscriben en lo puramente literario, sino más bien en el ensayo o en la investigación propia de las ciencias sociales. El Día Internacional de la Mujer nos recuerda, entre otras cosas, que en este asunto del género hemos avanzado en medio de miserias y desgracias, dolor y sangre, violencias soterradas y explícitas, injusticias monstruosas y confusiones bien y mal intencionadas. Una de tales confusiones, que deberíamos ir desterrando para bien de nuestra claridad mental, es la de literatura de género, que usamos al barrer, con una ligereza que roza el escarnio y la frivolidad. No me parece saludable que, para tender a la igualdad de mujeres y hombres, continuemos creando celdas, ficheros y compartimientos estancos, tan férreos como disparatados. Se trata del reino del prejuicio; y el prejuicio, como su nombre lo indica, está antes del juicio, única operación pensante que supone razonamiento y que permite el diálogo y el acceso al conocimiento. Immanuel Kant lo expresó bajo la forma de un desafío: “Atrévete a pensar”. Como dice Gastón Bachelard, pensar y tener verdadero acceso al conocimiento es “rejuvenecer espiritualmente; es aceptar una mutación brusca que ha de contradecir a un pasado”.
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