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Literatura de mujeres, o cuando el mundo se volvió esquizofrénico

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Hace ya tiempo que escribo. Al principio me costó verme a mí misma como oficiante de la narración, y fue Mario Delgado Aparaín, figura para mí entrañable, quien me llamó por teléfono cierto día y me dijo esta frase: “Negrita, asuma que desde ahora usted es una escritora”. No fue tarea fácil descubrir, en lo personal, esa sustancia de compleja caracterización que se encierra en la palabra “escritor” o “escritora”. Pero el asunto no se centraba en buscar definiciones, sino en vivir la experiencia de la letra, de la pluma, de la idea, como se vive la peripecia de cualquier existente; creo que en eso se resume todo.

Desde que comencé a publicar mis libros, me he visto lanzada con demasiada frecuencia a un terreno resbaladizo, por no decir letal, al que muchos pretendieron arrojarme con una pasión, una porfía y una convicción envidiables por lo concluyentes y monolíticas: hablo del terreno de la discutida y pretendida literatura de género, que en este caso se presentaría en clave sexual, y más específicamente en clave femenina.

En esto, como en tantas otras dimensiones del actuar y del pensar humano, se cruzan y se entreveran varias confusiones. Cierto sector de la sociedad parece entusiasmado con la idea de que, en efecto, exista una literatura femenina, o una literatura infantil, o una literatura de autoayuda, a lo que sigue un largo etcétera compuesto de casi infinitas clasificaciones. Sin embargo, el acto visceral de la escritura, al igual que el acto de la creación pura y dura en cualquier ámbito, es ante todo una expresión de radical humanidad, que se ve en cierto modo empobrecida, limitada y gravemente mutilada cuando se intenta encasillarla en patrones femeninos o masculinos. En la distinción hay mucha etiqueta comercial y poco fundamento. Se trata para mí, ni más ni menos, que de un prejuicio, un mito o un estereotipo de los que tanto abundan en las mentalidades colectivas cuando de encasillar el mundo se trata.

El filósofo alemán Hans Georg Gadamer distingue el prejuicio por precipitación, el más común de todos, del prejuicio “por respeto humano”. Este último viene a manifestarse como el paso anterior a la comprensión y es el único prejuicio legítimo, si así puede llamarse, puesto que permite abrir a la interpretación el amplio espectro de los sentidos o las significaciones que podemos dar a cualquier cosa en este mundo. El prejuicio legítimo no se repliega en sí mismo ni se convierte en una fortaleza cerrada a cal y canto. Por el contrario, asume una mirada abierta a nuestra subjetividad, a nuestra historia, a nuestra propia situación existencial.

El encasillamiento de la literatura escrita por mujeres dentro de la denominada “literatura de género” se debe no a esta segunda interpretación del prejuicio, sino a la primera, la de la ligereza, la precipitación e incluso el fetichismo con el que procedemos a la hora de considerar las obras narrativas cuyos autores pertenecen al sexo femenino. Y no hay aquí ninguna connotación negativa hacia el feminismo como postura vital o como ideología. Existen libros escritos por mujeres con la intención más o menos explícita de poner de relieve la figura femenina como tal, o de denunciar las relaciones de poder y de explotación entre los sexos, o de realizar un alegato social, político, cultural, moral, antropológico, filosófico y todas sus otras variantes disciplinares. El problema es que no toda la literatura escrita por mujeres tiene ese objetivo, esa intención o esa finalidad, ni mucho menos.

Por otra parte, si existiera en puridad una literatura femenina, caída así en el mundo, configurada dentro de esos parámetros por la sola razón del sexo de quien la escribe, debería existir también una masculina. Y no hay tal cosa. En las mentalidades colectivas, a las que he hecho referencia más arriba, la literatura escrita por varones es simplemente universal. A nadie se le ocurre clasificar a la novela Moby Dick, de Herman Melville, dentro de un forzado género masculino, a pesar de que no figura en esa narración ningún personaje femenino, salvo –tal vez– la ballena. Y qué decir de Pantaléon y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa, donde desde el título mismo se está poniendo de relieve la figura de un hombre, o de muchas obras de Ernest Hemingway, de Paul Auster, de Jorge Luis Borges, de G. K. Chesterton, de James Joyce (piénsese en Ulises, sin ir más lejos). Los ejemplos podrían multiplicarse.

El absurdo reside precisamente en esa distinción: en la práctica arbitraria de poner a un lado la literatura “femenina” y al otro la literatura “universal”. ¿En dónde estaría la diferencia? ¿Será que las mujeres usan, al escribir, determinada semántica, sintáctica y pragmática que los varones no emplean, como por ejemplo un derroche de comas, de puntos suspensivos, de guiones o de metáforas? ¿Será que hay una temática mujeril que convierte a una producción literaria en específica, particular y secundaria con respecto a lo “universal”?

Si se me pregunta desde qué condición humana escribo, por ejemplo, bien podría responder que lo hago desde mi carácter de mujer, lo que me llevaría a narrar experiencias de mujer. Todo muy obvio, en apariencia. Hemingway se complacía en narrar escenas de bares, de boxeo y de cacería, seguramente por su condición masculina. Y sin embargo mi respuesta no puede conducir sin más a la conclusión de que mi literatura es de “género” y la de Hemingway no, ya que en el mejor de los casos las experiencias de mujer siguen siendo básicamente humanas. Y en esa dimensión humana radica la única y verdadera universalidad de la creación. No importa en absoluto el tema de la literatura escrita por mujeres; sea cual sea ese tema –maternidad, menstruación, ámbito doméstico o cualquier otro–, seguirá tratándose de un asunto humano y por tanto universal, y sostener lo contrario equivale a continuar afirmando un absurdo.

El mundo debería estar cansado de establecer jerarquías que, en el fondo, se reducen a simple y descarnado poder. Cuando se habla de historia universal o de filosofía universal se alude solamente a la historia y a la filosofía europeas, y se relega la historia y la filosofía africanas, indias o latinoamericanas a un anaquel diferente y particular, que por supuesto sigue siendo secundario, inferior, incompleto. ¿No es esta una visión sumamente estrecha del pensamiento humano?

El filósofo mexicano Leopoldo Zea denunció en su momento semejante distinción en un libro que lleva el sugestivo título de Filosofía latinoamericana como filosofía sin más, y expresó algo que puede resumirse en lo siguiente: que un boliviano, un argentino o un uruguayo son capaces de discurrir filosóficamente con tanta legalidad como un griego, un francés o un alemán. Al fin y al cabo, son (o parecen ser) Homo sapiens sapiens y, como tales, les ha sido dada la luz de la razón y el atributo del verbo.

¿Por qué el ámbito de la literatura debería ser diferente? ¿Será que el pensamiento femenino, por el solo hecho de serlo, debe quedar confinado a una categoría aparte? ¿Será que, al fin y al cabo, la mujer es un ser incompleto, vagamente amorfo y por ende vagamente inhumano? Yo me declaro harta de tales reduccionismos. Esa eterna discusión me suena a más de lo mismo, y no voy a ofrendarle ni una sola neurona.

Por todo esto me gustaría terminar este artículo con las palabras de la escritora argentina Fernanda García Laos: “Así como descreo de los géneros literarios, aspiro a una literatura emancipada del género. Yo quiero escribir como hombre, como mujer, como puto, como feto, como cerdo, como miserable. Odio las mesas de mujeres escritoras, o de escritores de pies planos, del interior, del exterior, es decir odio las mesas genéricas. La literatura femenina como definición me produce arcadas. La literatura que me interesa es potente, original, pútrida e inmoral”.

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