El crecimiento de los evangélicos y evangélicos pentecostales o neopentecostales sucede en toda América Latina desde la década del 80 del siglo pasado. Hay ejemplos de un presidente en Guatemala, un vice en Perú y de una potente bancada parlamentaria en Brasil. En Uruguay, sin ir más lejos, hasta la legislatura actual se contaba con el caso de un solo legislador evangélico, Gerardo Amarilla en el Partido Nacional, al que se suman dos nuevos diputados: Benjamín Irazábal y Álvaro Dastugue, siempre dentro del mismo partido. El fenómeno está vinculado a una resurrección espiritual conservadora, reaccionaria, cuasi fundamentalista de la “Nueva derecha” o “Mayoría moral” en Estados Unidos, que surge en 1974, y desde allí, e inicialmente con Ronald Reagan, sustenta las derechas político ideológicas estadounidenses por el mundo. En realidad, ya desde 1913 el presidente Roosevelt señalaba que la absorción de los países latinoamericanos sería larga y difícil mientras fueran católicos. Es en el Informe Rockefeller, en los 60, que se subraya explícitamente que América Latina había dejado de ser confiable en términos religiosos porque las Comunidades Eclesiales de Base en Brasil y la Teología de la Liberación en toda Sudamérica (en especial la región andina y Brasil) lideraban radicalmente a las masas y colectivos sociales, entre otras tendencias menos agresivas en otros países, como Chile y Uruguay. La Teología de la Liberación debía ser combatida mediante el apoyo a creencias conservadoras que alejaran de la intervención justiciera en el mundo, tales como las umbandistas y los neopentecostalismos. Estas ideas se reflejan en el documento del Comité de Santa Fe, que data de 1980, y un nuevo documento de 1984 recomienda “la prosecución de la revolución conservadora […] el estrechamiento de los vínculos con los sectores conservadores de la Iglesia Católica […] y que se combata por todos sus medios a la Teología de la Liberación”. Sin embargo, sería de un maniqueísmo simplificador e inconducente pensar que esas creencias e “iglesias” se explican sólo o principalmente como enviados malignos de una trilogía de conservadurismos religiosos que comanda en Estados Unidos hace casi 40 años (conservadurismos protestante, católico y judío). Hay poderosas razones económicas y sociales que abonan el terreno para que estas infantiles teologías, neomágicas esperanzas de bonanza cotidiana, sean sembradas y cosechen abundantemente en suelos latinoamericanos y hasta sorprendan a muchos, entre ellos a los que confiaban excesivamente en el legendario laicismo racional uruguayo. Los motivos detrás del boom religioso La primera generación nacida luego de la segunda posguerra siente dos tipos principales de carencias, no muy bien satisfechas, ni por los ordenamientos económico sociales vigentes ni por los sistemas de creencias disponibles. Entre las clases medias trabajadoras y desprivilegiadas, esto se expresa básicamente en una urgencia consumista y hedonista, urgida por mejores niveles de vida prometidos y no cumplidos por los regímenes de bienestar instalados, que son a su vez incapaces de legitimarse mediante la satisfacción del paquete urgente de bienes y servicios impuesto por la civilización del deseo sin límites. El fracaso relativo en la obtención de mínimos crecientes desprestigia al Estado y a la persecución racional y progresiva de las metas materiales y, por ende, facilita la obtención de necesarias esperanzas en bienes simbólicos y salvadores, tanto en el más allá como en el más acá. Creencias y rituales como los umbandistas y los evangélicos cumplen con esos requisitos de auxilio cotidiano, simbólico y ritualidad comunitaria deseada; quizás por eso tienen una rivalidad tan grande en el mercado de bienes simbólicos. Explicitan, en tanto, una búsqueda de la satisfacción material prometida por la modernidad. Una gran ventaja con la que cuenta el boom religioso es que no le reprocha nada al carente, pecador o enfermo, que es exculpado total: la culpa en todo caso es de la falta de fe y del demonio como chivo expiatorio. No se necesitan ni arrepentimiento, ni reforma, ni confesión ni cambios estructurales; sólo creer y echar al demonio producirían sanación y bienestar. La neomagia reactiva de la posmodernidad a la modernidad en todo su esplendor; por la vía de nuevos rituales o por la de la resignificación de premodernos. Si analizamos el intramundanismo neomágico, como diría cultamente Parsons, no son sus adherentes necesitados materiales, sino necesitados de sentido cósmico y de inclusión personal, de experiencias extracotidianas singulares, proporcionadoras de significado refinado y de experiencias místico-extático-contemplativas. Zen, budismo, hinduismo, nuevas medicinas, cientología, resurrección de sentidos y rituales comunitarios premodernos. Las clases altas adhieren, por afinidad electiva, dirían Goethe y Weber, a esos ultramundanismos místicos. Es lo que precisan del mercado de bienes simbólicos; es la oferta que satisface sus demandas, en el decir de Weber y de Bourdieu. Pero esas no son las ofertas que satisfacen a las clases medias amenazadas de movilidad descendente, ni a los que no acceden al paquete de bienes y servicios creciente que el Estado mengua; estos tienen necesidades más materiales, cotidianas y comunitariamente celebradas. Van a terreiros hipersensoriales o a luminosos templos de ofrenda y curación que recrean premodernidad mágica o que construyen posmodernidad tersa, de consumo masivo, casi como una cadena de comidas rápidas, casi con un tique para cada dolencia; ya tendrán inclusión financiera, esa vergonzosa virtud pregonada por nuestro progresismo cipayo. En suma, las creencias pentecostales o evangélicas forman parte de la oferta en un mercado de bienes simbólicos. Pero esos bienes simbólicos no están totalmente desvinculados de la necesidad por bienes materiales, cuya provisión se confía cuasi mágicamente a sanaciones demoníacas y a actos de fe, en general monetariamente apoyados, por supuesto, a falta de suficiencia del Estado en proveer al deseo creciente y azuzado científicamente. Hay un mercado de bienes simbólicos diferenciado, entre cuya oferta eligen los demandantes; pero también hay demandas materiales, sobre todo de algunos de ellos, como vimos anteriormente. El mercado religioso no es sólo de bienes simbólicos, que a veces prometen recompensas en el más allá por lo que no se obtendrá más acá; porque a veces la demanda es también por bienes materiales, aunque simbólica, ritual y cuasi mágicamente provistos. Y en esa empresa de provisión de bienes materiales van de contrabando creencias político ideológicas macro muy abarcativas, hasta abarcar casi el complejo ideológico de la Mayoría Moral norteamericana, de las derechas ortodoxas conservadoras radicales católica-judía-protestante que rige desde Reagan, Nixon, los Bush, y que ha emitido ahora un seudópodo perverso que palanquea a Trump. Los evangélicos, pentecostales y sus distintas variedades sostendrán casi todo lo que la Mayoría Moral sostenga; preste atención a esas coincidencias. La variedad de la oferta religiosa no está desvinculada, ni de necesidades específicas de quienes las eligen según el tipo de necesidad que sienten ni de los modelos político económicos de los que parte de su racionalidad nació. Ni los adherentes a modelos económico geopolíticos macro son indiferentes religiosamente a las ofertas del mercado simbólico, ni la demanda olvida a los bienes materiales para su satisfacción por la oferta ni los adherentes a ofertas determinadas en dicho mercado simbólico son indiferentes a los modelos económico y geopolíticos determinados. Ambos mercados no son lo mismo y tienen sus especificidades y autonomías relativas, pero tampoco son independientes y desvinculados. Tengamos cuidado en trazar sus mapas de intersección, que no son totales, pero sí apreciables e iluminadores de la realidad profunda en la que estamos inmersos.
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