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Los ojos de Carlos

Por Celsa Puente.

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Durante años me desempeñé como inspectora de institutos y  liceos y, aunque es una tarea que me gusta -de hecho, accedí  a ella por pura elección como parte de mi desarrollo profesional-, por momentos, debo confesar que me desespera. Si tuviera que elegir, prefiero la dirección del liceo -tarea  que realicé durante casi trece años- porque desde el ejercicio de ella uno hace directamente y se  enfrenta cada día con sus logros y sus fracasos. Como  supervisora, uno acompaña al otro, al director y al equipo estable de la institución, pero no puede hacer por él o ellos,  debe contener la ansiedad y tener mucha paciencia, pues  aunque crea que es muy sencillo mover los hilos de la vida  para que el liceo tenga una organización adecuada y se instale una gestión que permita potenciar lo pedagógico, los directores toman o dejan el consejo, procuran la acción o  la obturan, instalan la vida o forjan la parálisis, la  inmovilidad. He tenido que supervisar algunos centros en los que, de  verdad, he sufrido. He sentido esa pesada sensación de que  con rapidez podría provocarse otro vínculo, otras acciones,  otro modo de gestar la vida, pero el colega de turno, por incapacidad o por ser portador de otra convicción, no lo  hace. En una de esas visitas, en uno de esos liceos, muy desordenado, casi caótico, una tarde fría de invierno, aprendí  que las manos de Lucía son los ojos de Carlos. El cuento es sencillo, pero, a la vez, infinitamente complejo. Es que la propia condición de lo humano está marcada por la  coexistencia de la sencillez y la complejidad. Parece un  juego de palabras, pero no lo es. Había ido de visita al centro educativo junto a otros  inspectores de asignatura. Como inspectora de institutos y  liceos había permanecido en el espacio de la adscripción  dando indicaciones infructuosas en medio del desquicio,  intentando no enloquecer. Y allí surgió la oferta de Emy, la inspectora de Química: entrar a visitar una clase. Me pareció  estupendo entrar al aula a ver una clase de una disciplina tan  distinta a la mía y, por respeto natural, me acerqué a la  docente para consultarle si estaba de acuerdo con mi  presencia en su clase. Lucía, la profe, me impactó desde ese instante por su inmensa calidez, su sonrisa franca y su  enorme hospitalidad. Algo mágico tiene esa profe, algo Y así fue… simplemente mágico. Cuando se cerró la puerta  del salón, emergió una fuerza diferente que me hizo olvidar  el desquicio del patio. Un aire sinceramente tranquilo invadía  el aula y los estudiantes ocupaban con calma sus lugares, saludando con afecto a esta docente que con su sola presencia  lograba hacer de ese salón un espacio de intercambio  respetuoso y disfrute aunque estuviera geográficamente  instalado en medio del infierno. Lo impactante es que este clima de aula se produjo en forma  automática… algo que ya venía trabajado, generado a priori  desde mucho antes, en un acuerdo educativo que habilita la ocasión de compartir los saberes disfrutando, curioseando en  la asignatura, saboreando cada instante. Sin duda, la personalidad de los profesores es clave y,  evidentemente, Lucía es muy especial. Es tan especial, que cuando termina la clase y comentamos la misma, me cuenta la  historia de Carlos y me da su cuaderno. Ella me lo cuenta de  un modo que me conmueve aún hoy, cuando hago este  ejercicio de actualización del recuerdo después de tanto tiempo. Creo que pasaron cinco o seis años desde aquel día y sobre todo, conmovedor. Cuando uno actualiza el recuerdo y  la vigencia emocional es plena, sabe que no olvidará más,  que la huella de lo vivido se instaló para siempre como marca indeleble. Lucía simplemente me cuenta que ha adolescente, además de nervioso por el inicio de los cursos, tiene una característica especial: es ciego. Es ciego y además  tiene una historia compleja y no puede ir al liceo en el que se concentran los jóvenes con estas características, así que para  él la ocasión de hacer la educación media se da en el liceo  del barrio o no podrá darse. Lucía me cuenta la historia de Carlos y me muestra el cuaderno. Una cuadernola amorosamente hecha,  artesanalmente hecha, en Braille, con diagramas, esquemas y dibujos hechos con materiales que dan textura, con todos los recursos que tenía disponibles en su entorno, con todos los materiales imaginados: con arroz, polenta, goma, arena, todo lo que da volumen y textura. Todo. El amor completo a la  educación está expresado en ese cuaderno que Lucía hace para Carlos cada fin de semana en su hogar. Y lo mejor es  que ella lo narra con una alegría inusitada, con la alegría de quien se siente bendecido, de quien siente que es un  privilegiado que ha tenido la suerte de vivir esta experiencia. Su relato es tan fresco que estimula. Me cuenta entre risas cómo ingenuamente trató al principio de hacer la escritura Braille con un punzón y le quedaba una escritura Me contó cómo aprendió con una regleta que especialmente se compró para hacerlo correctamente y cómo, en su casa, sus familiares aprendieron que los domingos , cuando todos se iban a dormir la siesta, ella dedicaba ese  tiempo sagrado, concentrada con amor, a la confección del cuaderno de Carlos. Hoy la tecnología colabora enormemente para que la confección de materiales apropiados se realice con facilidad. Las propias impresoras 3D se constituyen en imprescindibles herramientas para generar accesibilidad a las personas ciegas o con baja visión. Pero en ese momento, la actitud de Lucía fue determinante para asegurar el aprendizaje de Carlos porque no había otros recursos. Es así, simple y humanamente complejo: Lucía lo sabe, por eso lo saborea, lo disfruta, lo descubre como parte de una experiencia increíble de forjar humanidad en otro. Las manos de Lucía son los ojos de Carlos.  

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