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Conversaciones con el Ñato (parte III)

“El Lute cuando era el Lute”

En esta tercera entrega del libro que no pudo ser, comenzado en 2003, interrumpido y recobrado providencialmente de un pendrive perdido, el Ñato profundiza en la relación entre el imperialismo y la globalización, en las formas de resistencia que han surgido para defender las soberanías nacionales, en la viabilidad de Uruguay como país y en el tema de la burocracia, que será el que predominará en la cuarta y última entrega.

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¿Qué implicaría en términos concretos ese “pensar en el futuro”? Por ejemplo, comenzar a desarrollar las células de hidrógeno en Uruguay, pensar en el biodiésel, en los combustibles de alternativa. Ya lo están haciendo Brasil o Argentina con la utilización del gas comprimido como combustible. Por supuesto que para eso se necesita inversión, para que la refinería, en su momento, sea sustituida por esas nuevas unidades productivas, en las que podríamos ser vanguardia. Si no apostamos a nada de eso, en poco tiempo nos podemos encontrar con la sorpresa de que estamos defendiendo cuatro fierros viejos que no podremos vender ni como chatarra. ¿Y de quién es la responsabilidad de que nada de eso esté presente en el orden de prioridades del país? Históricamente es nuestra, de la izquierda. Nos estamos quedando rezagados en la medida que no habilitamos esa revolución que hay que producir hoy. ¿Cómo vamos a defender lo que ya no camina a nivel planetario amparados en el relativo prestigio que nos queda? Y también pesa el corporativismo, la verdad sea dicha, aunque también ese tema encierre más de una paradoja. Por ejemplo, hace poco los trabajadores ocuparon la planta de alcoholes de Ancap ante la inminencia de su cierre. Si nosotros pensamos desde la perspectiva alternativa que estamos desarrollando, tendríamos que defender la planta de alcoholes como el principal de los componentes de Ancap, más importante aun que la refinería. Sin embargo, en el programa del Frente Amplio eso no está, pese a que en Brasil se está trabajando aceleradamente en una reconversión que privilegia los combustibles con base alcoholígena. Pues bien, si seguimos pensando que podemos resistir esta avalancha sólo con las herramientas del pasado, si no explotamos las ventajas relativas que aún tenemos, la historia nos pasa por arriba.  ¿Y cómo se expresa, en el nivel político, la impugnación de la globalización hoy por hoy? A través de la lucha por la sobrevivencia de las nacionalidades. Me estoy refiriendo al concepto en su sentido más amplio: nacionalidad como lengua común, religión, una manera de sentir, una cultura diferenciada. El porqué de esta impugnación es obvio: la globalización, a su paso, no sólo saquea sus economías, sino que arrasa su cultura, su lengua, las claves más profundas de la razón de ser de una nacionalidad. En el marco de esta avalancha de la economía –no del imperialismo, que es otra cosa–, las que no se adapten (es decir, las que no aprovechen las oportunidades de supervivencia que se les ofrezcan) literalmente desaparecerán, es decir, desaparecerá su lengua, su cultura y el resto de sus elementos constitutivos. Me estoy refiriendo a las causas nacionales justas y no a los inventos de algunas grandes empresas. A veces es difícil distinguir entre unas y otras. Por el mundo hay cantidad de países que son creación de grandes transnacionales que exacerban sentimientos nacionalistas porque les conviene, o en ocasiones literalmente inventan causas nacionales. Por ejemplo, alrededor del mar Caspio, en ese gigantesco reservorio de hidrocarburos (de los pocos que van quedando), vienen surgiendo movimientos nacionalistas y no resulta fácil decir quién es quién. Buena parte de ellos son creaciones de grandes multinacionales petroleras. En ese juego perverso se pueden disolver o crear países, según convenga. Ya generaron una guerrilla marxista leninista en Kosovo, abastecida por la OTAN. Después de eso, todo es posible. Eso no es atribuible a la globalización, eso es lisa y llanamente una operativa del imperialismo a gran escala. Las leyes de capitalismo (a las que está vinculada la globalización) son otra cosa. Que el petróleo se agota no lo inventó el Pentágono. Cómo se adapta cada país a ese hecho económico es tema suyo, y en caso de acción u omisión, no se le puede cargar la culpa al imperialismo. Pero en la malversación y el agotamiento de ese recurso, que debiera ser un bien universal, tiene mucho que ver el imperialismo. Evidentemente, pero separemos muy bien la globalización, que es un producto del desenvolvimiento del capitalismo (en cumplimiento de su propias leyes) con la política del imperialismo. Aquí, de antaño y muy recientemente, se le han echado culpas al imperialismo que enmascaran los latrocinios de delincuentes locales. En ocasión de la crisis bancaria en Uruguay, vino el secretario del Tesoro de Estados Unidos y dijo que no iban a dar un dólar más para que abran cuentas en Suiza, y tenía razón. El tipo es un imperialista, está para robar y no para que lo roben. Fue una forma elegante de decir “Aquí el ladrón soy yo”. Esto me hace acordar a aquel preso con el que convivimos en Punta Carretas. Era un paisano analfabeto que había sido procesado por abigeato. Cuando lo llevaron a firmar la libertad y le leyeron “en autos caratulados…”, se puso furioso y dijo: “Autos no, yo estoy acá por tres capones y no firmo nada”. Con idéntica lógica el imperialismo podría decir que está acá por unos capones, pero que la causa de Peirano o la de los Rohm no es suya y, en consecuencia, no va a seguir poniendo dinero para que se lo lleven cuatro chorritos estilo Peirano. En otras palabras, podría decir: “Yo soy imperialista, no gil. A mí échenme la culpa por la explotación que les produzco, pero no por los robos que produce el lumpenaje que tienen como gobierno. Yo estoy por los capones”.  En ese mundo globalizado, en el marco del “sálvese quien pueda” al que aludís, ¿qué posibilidades puede haber para un país pequeño, envejecido y en crisis como el nuestro? Nosotros tenemos grandes posibilidades. A esos atributos que mencionás se les puede ver también su contracara. Somos un país con una herencia cultural muy buena, que se remonta a la fundación de la escuela vareliana, con una tierra feraz y un mar territorial inmejorable. Eso tiene que ver con una de las pocas cosas que aprendí en el marco parlamentario: el valor agregado decisivo hoy por hoy en el planeta Tierra es el conocimiento. Esa es una novedad que Marx no pudo percibir en su tiempo y que si hoy viviera, no se le escaparía. En las condiciones actuales no se puede competir con un tomate perita, con un híbrido. Hoy en Uruguay no se plantaría soja si no se plantara la transgénica, que es de Monsanto. Si querés plantarla o no, es problema tuyo. Sin embargo, he conocido en este país pobres diablos, con retribuciones miserables, que han hecho descubrimientos formidables y son ignorados por nosotros, que damos pelota a otras cosas. No obran de la misma manera las transnacionales. En el tema pasturas, por ejemplo, tenemos trabajando a un equipo de vanguardia sobre una de las variedades de praderas más importante del mundo y no lo sabemos. Sin embargo, tenemos 16.000 estudiantes de Derecho, 14.000 de Notariado y solamente 1.400 de Agronomía. Son todos contadores y ninguno economista. En eso no se puede atribuir responsabilidad al imperialismo. “Yo estoy por los capones, que ya bastante es, no me endilguen culpas ajenas”. ¿Y de quién es la culpa entonces? En parte, del predominio que tiene en nuestro país una cáfila de operadores que vive de la producción, pero no produce, que intermedia, que controla espacios de poder, aunque muchas veces estos parezcan insignificantes. Con el equipo de gente con que trabajamos a nivel parlamentario, a menudo nos hemos debido reunir con grandes empresarios multinacionales  alemanes, austríacos, holandeses… Es un cara a cara con el imperialismo “comme il faut”. Esa gente viene a explotar, a hacer su negocio y, por supuesto, quiere reglas de juego claras. Y se quejan, no de la productividad del trabajador uruguayo, tampoco de su capacitación, sino de las permanentes coimas que les aplican, al punto que contratan “baqueanos” vernáculos para que les despejen el camino. Raúl Sendic decía que “lo fundamental de la burguesía son los negocios, no los negociados” y esta gente lo tiene muy claro. Como capitalistas tienen una relación de explotación con los trabajadores, pero tienen algo en común con ellos: a ambos los perjudica esta ralea de chupasangres. Me ponían múltiples ejemplos: calles flechadas para obstaculizar la salida o la entrada de lo que producen o comercian, habilitación de una altura para las grúas para que justo caiga por debajo de las que trajeron. Los testimonios pueden ser de una monotonía y mediocridad bochornosa. Y frente a esos obstáculos se encuentran con el consabido “todo se puede arreglar”. Son sátrapas, baratitos, ordinarios, pero también nuestros, producto de una cultura. Un estrato que a la izquierda se le pasó de largo en sus análisis. No así a la cultura: me refiero en particular a la clarísima visión de Benedetti del tema desde sus primeros libros. Porque nosotros hacíamos el análisis de clases francés clásico: proletariado, pequeña burguesía, burguesía, la visión de la oligarquía introducida por Vivián Trías, el concepto de “burguesía nativa”, para evadir el más comprometedor de “burguesía nacional”. No niego que eso esté bien, pero nos comimos la pastilla de esta cáfila que quizás acumule tanta plusvalía como la burguesía y la oligarquía juntas. Nosotros nos descuidamos en el hecho de que no es lo mismo hacer el análisis de clases de Brasil o de Argentina que el análisis de clases del Uruguay, comparable a un barrio envejecido de San Pablo, afectado por la despoblación, una sociedad en la que los egresos del presupuesto nacional, es decir, lo que pagamos entre administración central, entes autónomos e intendencia, anda por los 7.000 millones y pico de dólares por año y el PIB de 2003 se calcula en 12.000 millones. Esto, que desde el punto de vista capitalista es un absurdo, nos permite sacar otras conclusiones, como la que si yo soy titular de una empresa vinculada al Estado, soy Gardel. Esto es particularmente claro en el tema de la megaconcesión. Es decir, que no se trata sólo del drenaje del personal jerárquico de las empresas públicas, sino también de las empresas privadas vinculadas al Estado, que operan como quien jugara a la quiniela sabiendo de antemano qué número va a salir. En un país pequeño e interconectado como el nuestro, es imposible prescindir de esta variable en el análisis de clases. Para muestra basta un botón: hace pocos días se votó la privatización de la Dirección General de Vialidad por 17 años, con las consiguientes concesiones que esto implica. Esta licitación fue ganada por unas pocas empresas vernáculas, por lo que nuestros nietos van a seguir dándoles vida durante décadas. Ese es el poder real. Pasarán tres gobiernos y estas máquinas de succionar dinero van a seguir pesando sobre nuestras espaldas. A eso está apostando el Foro y otros aparatos políticos que saben bien que van a ser desplazados del gobierno, pero quedan consolidados al nivel del poder. Vos hacías referencia a que en Uruguay este tema se abordó a través de la literatura, pero en otros órdenes está bien analizado por autores como Max Weber, que anatomizó lo que el denominaba los “caucus”, ya fuera de los partidos o del Estado. Todo esto está estudiado desde los tiempos de Karl Marx, que descuidó la presencia y el poder de estos convidados de piedra. ¿Es decir que en el análisis del capitalismo, tal como se expresa en Uruguay, se ha prescindido de la burocracia, siendo esta un elemento fundamental del poder? Es que yo dudo que Uruguay sea un país capitalista. No es un invento mío, hay unos cuantos que lo han afirmado antes que yo. Ya he dicho anteriormente que podríamos ser un barrio envejecido de San Pablo o, mejor dicho, hemos quedado como tal. Pensemos nada más que en Río Grande del Sur hay 17 millones de brasileños y que sólo en Porto Alegre y sus alrededores viven 3 millones, o que los favelados de Río son idéntica cifra. A nadie se le ocurriría que estos favelados tuvieran presidente, ministro de Relaciones Exteriores, de Interior, de Defensa, un ejército propio… En otras palabras, simulamos ser un país. ¿Durante mucho tiempo no lo fuimos? Sí, y podemos volver a serlo, pero a esta altura y por la evolución de muchas circunstancias que sería largo exponer, está en tela de juicio, como dicen los marxistas, el carácter de la formación social de este país. Nosotros, como organización con orígenes marxistas, también hicimos análisis de clase que desestimaron el peso de la burocracia. ¿Y nos equivocamos? En parte sí, pero también es preciso considerar que la realidad ha cambiado, que ha tenido una evolución que ha reforzado el peso de esa casta, clase, estamento o como quieras llamarla. Ahora bien, yo me pregunto si para el Uruguay de hoy, cabe un análisis clásico de clases o debemos estar atentos a lo que es una estructura muy peculiar que no es relevable con el arsenal metodológico que tradicionalmente utilizamos. Quiero decir que si pretendemos encontrar aquí el calco de las mismas estructuras de clases de los países propiamente capitalistas, al estilo de los que leímos en los manuales, empezamos a patinar como cachila en tierra suelta. La cuarta y última entrega de este coloquio con el Ñato será publicada en la próxima edición de Caras y Caretas.

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