Ha proferido Macri, por estos días, que “en Sudamérica todos somos descendientes de europeos”. El presidente de Argentina, al decirlo, sonríe. Casi siempre sonríe, justo es reconocerlo, pero es que la sonrisa no le queda muy bien que digamos; tal vez no le hace juego con la expresión de la mirada y mucho menos con todos y cada uno de sus dichos y hechos. En todo caso la frase a la que hacemos referencia, “en Sudamérica todos somos descendientes de europeos”, no solamente es absurdamente falsa, sino que encierra, en sí misma, toda una cadena de contradicciones. Si se parte de la suposición de que los europeos son superiores a los salvajes americanos, entonces cabría preguntarse a qué europeos se refiere Macri. No hay demasiadas opciones: por algo nos llamamos América Latina. Todos los países sajones quedan descartados, para su desgracia. Lo que va quedando en el stock del supermercado de sangres, se reduce a españoles, portugueses, franceses e italianos. De estos últimos viene el susodicho Macri, al igual que miles de sus compatriotas y de miles de uruguayos, entre los que me incluyo. Mi bisabuelo, el padre de mi abuela paterna, vino directamente desde una lejana aldea italiana, perdida entre las montañas, a la que hay que subir trabajosamente (hoy tiene escaleras mecánicas que cierran a determinada hora). Pero en el fervoroso revoltijo de humanidad que es Sudamérica, cuyo signo supremo es el mestizaje integral, sigo sin comprender el motivo de la falsa aseveración de Macri. Aun cuando se cuenten por miles y por millones los descendientes de europeos en América Latina, y especialmente en el Río de la Plata, es evidente que en todo el continente campean las culturas indígenas vivas, o sea de indios más o menos “puros”, y el resto es también un puro mestizaje que admite incontables gradaciones. En el año 2010 se realizó un estudio genético, en la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la Universidad de Buenos Aires, según el cual la contribución indígena, por vía materna, en la sangre de los actuales argentinos es de 53,7%. Cifra nada menor, por cierto. Ese porcentaje ha ido en aumento, además, debido a la migración interna del campo a la ciudad, y del norte al litoral, de manera que casi nadie escapa a medida que se van produciendo los contactos entre seres humanos, las uniones y los nacimientos, a la circunstancia de descender de alguna antepasada indígena o africana. La afirmación de Macri obedece, por supuesto, a otras motivaciones, entre las que se encuentra el interés por establecer tratados comerciales entre el Mercosur y la Unión Europea; se ve por otra parte que admira locamente a Trump y pretende, a su manera, emularlo por estos lares, al menos en lo que a discriminación étnica se refiere. No se trata solamente de que niegue a los pueblos originarios, sino de algo peor: de la negación rotunda de un presente llamado América Latina, que está ahí para dar testimonio de verdad y de realidad. Ni siquiera tiene el mérito de la originalidad: si se hubiera molestado en conocer su propia historia -como americano, mal que le pese-, se daría cuenta de que ahí nomás, a la vuelta de la esquina del pensamiento argentino, tiene dos formidables admiradores de lo europeo, que a él mismo lo dejan más chiquito que un piojo. Hablo de Juan Bautista Alberdi y de Domingo Faustino Sarmiento. No es que se trate de personajes siniestros; yo creo que, cada uno a su manera, con sus luces y sus sombras, hizo grandes contribuciones al pensamiento americano y a la propia conformación institucional de Argentina. Pero cayeron, casi demencialmente, en el paradigma del arquetipo europeo, o sea en el viejo y perverso binomio civilización-barbarie (en el que también cae Macri, por supuesto, diríase que con gozo y extrema complacencia) a dos patas. De acuerdo a ese paradigma, civilizados son solamente los gringos, los que vienen de Europa, así sean analfabetos, muertos de hambre, llenos de vicios, de prejuicios, de codicia sin límites y de maldades varias. El que más el que menos, viene con la luz de la civilización, así se trate de un Hernán Cortés o de un Francisco Pizarro, dispuestos a cometer los primeros genocidios de la historia colonial de España. Alberdi y Sarmiento miran el fenómeno desde otro lugar: acogen y fomentan la inmigración europea, a mediados del siglo XIX, porque para fundar el país se necesita gente que venga con algún oficio bajo el brazo, con la cultura del laboreo metódico, del trabajo constante, del sacrificio callado. Bárbaros son todos los otros, los que no entran en ese molde, los que no tienen hábitos de trabajo o de higiene, ni cultivan ciencia alguna, ni practican la piedad cristiana ni conocen la decencia en sí mismos y en sus familias y, para colmo, se ponen al servicio del caudillo de turno; o sea, toda esa chusma compuesta en primer lugar de indios, y luego de mestizos, negros, zambos y sus derivaciones, que encarnan principalmente en el gaucho, habitante indómito de las pampas, para quien no existen la ley, el freno y el respeto. “No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre de esta chusma criolla incivil, bárbara y ruda es lo único que tienen de seres humanos”, escribió Sarmiento en carta a Bartolomé Mitre, fechada en 1861. Y en referencia al pueblo paraguayo, compuesto mayoritariamente de guaraníes, le dice también a Mitre, a quien por lo visto tenía bien aleccionado: “Era preciso purgar la tierra de toda esa excrecencia humana, raza perdida de cuyo contagio hay que librarse”. Alberdi no se quedó atrás, al menos durante cierta etapa de su pensamiento, aunque debe alegarse en su favor que no se proponía exterminar al indio y al gaucho, sino educarlos, por más que se mostrara escéptico en cuanto al resultado: “Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción; en 100 años no haréis de él un obrero inglés que trabaja, consume, vive digna y confortablemente”. Hay otros ensayistas argentinos, como José Ingenieros (La formación de una raza argentina, 1915) y Carlos Octavio Bunge (Nuestra América, 1904), que elaboraron teorías sobre la inferioridad de los pueblos originarios y la fundaron en una menor capacidad craneana respecto al europeo. Bunge despreciaba incluso al español; sostenía que esta “raza” se caracterizaba por la arrogancia, la verbosidad y la falta de espíritu práctico. Había que traer otro tipo de inmigrante para hacer de la región sudamericana algo así como “los Estados Unidos del Sur”. Como se ve, no estamos muy lejos de semejante ideal. Y si nos vamos un poco más atrás, recordemos que Próspero, personaje de La Tempestad, de W. Shakespeare, increpa a su esclavo Calibán en estos términos: “Deberías bendecirme por haberte enseñado a hablar. ¡Un bárbaro! ¡Una bestia bruta que he educado, formado, sacado de la animalidad que todavía se le cuela por todas partes!”. El binomio civilización-barbarie es más viejo que el mundo; fue enarbolado sucesivamente por todos los imperios de la historia, desde los egipcios, asirios y romanos hasta acá. ¿Por qué cundió con tanta fuerza entre nosotros? Precisamente porque fuimos, durante 300 años, un vasto territorio colonial, en el que se impuso la imagen del conquistador como modelo de modelos. Pero Macri no quiere que tanta bestialidad se note, quizás porque, como decían las abuelas, la ropa sucia se lava en casa; Macri quiere mostrar que su gobierno es lindo, y que su gente es linda también, aunque no lo parezca. Al fin de cuentas está de moda eso de andar discriminando como si tal cosa; y por otra parte, ya todos sabemos que una mentira 100 veces repetida puede, en una de esas, convertirse en verdad. Por eso es necesario dejarnos de pavadas y aseverar, sonriendo, que “en Sudamérica todos somos descendientes de europeos”
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