Unos días atrás escuché la voz de la dirigente de Magisterio Daysi Iglesias, protestando porque a miles de maestros les pagaron mal. Les pagaron mal, entreverado, atrasado y sin solución inmediata. En el mismo informativo, una directora de Primaria reconoció que sí, que era cierto, que a unos cientos o miles les habían liquidado mal y que estaban haciendo esfuerzos para que los recibos de sueldo fueran inteligibles. Escuché eso y no pude dormir. Parte de mi vida fue cobrar mal y atrasado. Parte de mi vida fue tener que andar dando explicaciones al casero, a don Manuel el almacenero, a mi mujer, a la gente. Explicar que yo me había ganado el sueldo, pero no me pagaban, me pagaban mal y ni siquiera tenía fecha cierta. Era indignación, vergüenza, irritación, desestímulo y rabia, mucha rabia, contra el mundo, contra todos, contra el destino y contra los hijos de puta que no me pagaban lo que ya había trabajado. Y recordé a Daysi en el 89, en el Sud América, joven, vibrante, indignada porque el gobierno los ninguneaba. Creo que nunca más la vi, pero la recuerdo y la comparo con esta compañera que escuché, irritada, fatigada, con ganas de mandar todo al diablo y responsablemente dando la cara al problema y emprendiendo las fatigosas vueltas que supone arreglar lo que livianamente califican como “algunos errores”. Algunos para vos, que cobraste bien, pero una catástrofe y una humillación para los que no cobraron lo que debían. No hay nada más desgastante para una dirección sindical que tener que correr atrás de estos problemas. Empujando la inercia burocrática de los responsables que displicentemente te dicen “veremos si lo podemos corregir para el mes que viene”, y empujados por los compañeros que te cuentan de sus apuros, sus urgencias y su indignación. Mil veces lo he dicho estando en actividad: un degüello te mata rapidito, pero también te matan mil gotas de sangre que un desgraciado te provoca con su descuido, con su error, con su displicencia. Y no podés agarrar del pescuezo a alguien y sacarte la bronca ni hacer una huelga por un sector que cobró mal. Tenés que peregrinar, preguntar, urgir, reclamar y comerte la rabia que va dejando un amargo sedimento. Mis peores recuerdos, aquellos que no quisiera evocar el día que me muera –si, como dicen, antes de morir uno recuerda toda su vida–, mis más amargos recuerdos, mis broncas acumuladas, tiene que ver con esta inercia estólida de la burocracia que reduce la cosa a errores y no a tragedias que golpean a gente, a hogares, a familias que no lo merecen. La obligación de ser eficiente y puntual es la primera. No me vengas con grandes proyectos, con equipos multidisciplinarios y trabajos transversales y toda esa palabrería que no significa nada si no has asumido como tu primera e irrenunciable obligación ser eficiente y puntual. Y no me vengas a joder con la “vocación” o el “servicio a la sociedad” porque ahí sí que no me contengo, salto el mostrador y te cogoteo. ¡Pedazo de asno pomposo! Bueno, como ven, hay gotas, pequeñas gotas, que rebosan el vaso. Yo hubiera querido escribir sobre cosas mucho más generales y preocupantes. Pero hay veces que no aguantás más. Voy a pasar a otro tema, pero volveré sobre este más adelante. Me preocupa una cifra que pesqué al vuelo: únicamente seis países en el mundo no tienen deuda externa. Y son chiquitos, ricos, bien ubicados. Recuerdo: Macao, Taiwán –que ha recibido chorros de ayuda yanqui y actúa como mercado libre–, Brunéi, que nada en petróleo, y Liechtenstein, muy convenientemente colocado en medio de gigantescas economías. Nombraron a dos más que no pude retener. Y cuando busqué por “deuda externa”, encontré datos viejos e incompletos. Puede ser que haya quien domine el tema; ya veré de averiguar con los hombres sabios y “preguntarles qué debo hacer”. El asunto es que uno se pregunta si los Estados nacionales, tal y como fueron definidos y conformados en el siglo XIX, son entidades viables en el siglo XXI. Otra cosa de la que me hubiese gustado escribir hoy es si el desarrollo, esa especie de quimera o, mejor dicho, sueño utópico que perseguimos para lograr ser un país de primera, es posible en un mundo al cual la revolución científico técnica lo ha llevado a ser, simultáneamente, sobreproductor de bienes de consumo con más de tres mil millones de seres humanos que apenas sobreviven y no cuentan ni tienen esperanzas de contar como consumidores de los bienes que el mundo rico sobreproduce. ¿Habrá lugar para que alguien más ingrese al club de los desarrollados? ¿Qué sacrificios impone ingresar? ¿Y mantenerse? ¿A quiénes tendríamos que explotar para llegar y quedarnos en ese confortable lugar? Son todas interrogantes que me sobrepasan, pero me doy cuenta de que es muy difícil. Y que desarrollo y felicidad no son lo mismo, ni tienen por qué ir de la mano. Una tercera cuestión acerca de la que hubiese querido escribir es sobre Donald Trump. Un peligro que, aunque aún no pueda definirse concretamente, puede derivar en fascista en el peor de los casos. O retrógrado, cuando menos. El asunto tiene matices. Trump ganó con los votos del pueblo “profundo”, que no sabemos cuán profundo es. Tampoco sabemos si únicamente buscó los votos o él también cree en lo que creen sus votantes. Es una reacción pentecostal, Biblia en mano, rechazando con horror todo lo que nosotros, los progresistas, creímos que era la consagración de lo que llamamos “nueva agenda de derechos”, confiando en que, salvo unos pocos, todos estarían de acuerdo con ellos. El matrimonio homosexual, el aborto y el derecho de la mujer a disponer de su cuerpo, la igualdad de género, la no discriminación, ¡la evolución! Y nos encontramos con la sorpresa de que muchos callaban avasallados, pero no creían ni compartían. Con que, pese a la evidencia de que hombres y mujeres tenemos el mismo número de costillas, muchos no cuentan y siguen creyendo que Dios nos quitó una para hacer a Eva. ¡Despacito, ciudadanos, que las cosas no están definidas y la discusión recién empieza! Por otra parte, no nos hagamos ilusiones de que Trump “no podrá”. Sí podrá en su proteccionismo. Sí podrá doblarle el pescuezo a Europa. Y sí podrá traer la maquila a su territorio. Tantos años de crisis han generado una especie de baja del nivel de aspiraciones de esos trabajadores yanquis que antes eran privilegiados y poco productivos; ahora para muchos sería una solución un empleo de los que antes denominaban “basura”. El hambre ablanda, ¡sí, señor! Bueno, como ven, tenía y tengo muchos más temas acerca de los que, sobre todo, quería formular interrogantes a partir de mis propias dudas. Pero me indignó la estolidez con que trataron el sagrado derecho a cobrar por lo que hiciste. En general, advierto una especie de reflejo reaccionario de achicar gastos recortando las conquistas de los trabajadores. El Sunca está en conflicto porque el BPS, a propuesta patronal y con los votos de los delegados del gobierno, pretende modificar, achicando el cálculo por el cual se determina el pago de licencia, aguinaldo y vacacional a los trabajadores de la construcción, pese a que el fondo, que es autónomo de las finanzas generales del BPS, es superavitario y se acaba de firmar un laudo que establece no innovar sobre el punto. Por su parte, como si los desastres financieros de Ancap tuvieran como origen el costo del Servicio Médico, pretenden liquidar una conquista sindical que tiene años de años. ¿Así que el achique viene por el lado de recortar conquistas a los trabajadores? ¡Mala la van a tener! En cuanto a la queja de los patrones que nos amenazan con listas negras de la OIT, quiero ser claro: yo no mando nada y no decidiré nada, pero ¡que vayan a la OIT y al gran rey de Borbonia! La negociación colectiva tal como está y el derecho de huelga y de piquetes es cosa nuestra y no podemos retroceder. Muy bonita la OIT, pero, si la tomamos como un límite infranqueable que impide el progreso de nuestra legislación social, que haga las listas que se le ocurra. ¿Somos soberanos o qué? Me despido con un recuerdo que quisiera evocar antes de morir. Cuando terminaba el día que se firmó en el Palacio Legislativo el nacimiento del Frente Amplio, me tomé un ómnibus para volver al trabajo y el guarda me preguntó en voz alta: “¿Ya firmaron, compañero?”. Cuando asentí, me dio un abrazo. Recuerdo las caras sonrientes y esperanzadas de los pasajeros. Compañeros: ¡Por favor, no dejen apagar esa esperanza!
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