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Sociedad

Mario Delgado Aparaín: “Escribir es una operación de rescate para salvar historias del olvido”

El escritor y periodista uruguayo, autor de La balada de Johnny Sosa y otros grandes éxitos, reflexiona sobre la vida, la muerte y la religión. Dice que la crisis de autoestima es una de las mayores patologías de la época contemporánea, pero admite que no todo está perdido: “Una situación límite deja de serlo cuando uno comprende que el horizonte siempre se está corriendo hacia adelante”.

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Textos: Daniel Alejandro

 

Escuchar a Mario Delgado Aparaín es un trance esperanzador. Es enfrentarse a que en este mundo existen seres sublimes que, por su nobleza y sabiduría, se han convertido en discípulos de esta vida.

Su casa está repleta de libros y retratos, quizás, por eso que él mismo dice, de que la vida sin memoria no tiene sentido. Me siento un atracador de sus palabras. Cada frase que pronuncia es digna de ser guardada en mi memoria. Pero el escritor Roberto Bolaño decía que robar libros no tendría que ser un delito. Y me animo a redoblar la apuesta: robar palabras tampoco.

Su prólogo en Un mundo de cuentos es, probablemente, una forma de entender de qué se trata esta pasión que ambos tenemos por la literatura: “De algún modo, cuando comencé a escribir estos relatos, comencé a salvar la vida. Porque fueron estas historias y no otras las que me obligaron a sobrevivir y a continuar escribiendo, partiendo de aquella cruda y certeza sentencia de Juan Ruffo que nunca me abandonó, de que ‘escribimos para no morirnos’”. Y esa es la máxima expresión del amor.

 

Hace unos meses, los vientos duros de la vida le arrebataron a Olga, su madre. ¿Qué estaría dispuesto a entregar por un abrazo a su vieja?

Diez, quince años de mi vida con total soltura. Mi apego a la vida es estar motivado por la gente que he querido. Hay una frase que creo que es de Ítalo Calvino, de Las ciudades invisibles, que dice que nuestro mundo querido está dividido entre los que ya se fueron y los que están. Y desgraciadamente, cada día son más los que se fueron que los que están.

 

Siempre en la vida nos queda algo para decir. ¿Hay algo que le faltó decirle a su madre?

Creo que una de las cosas que me faltó, tal vez, es describirle en profundidad la naturaleza de mi agradecimiento. Siempre fui consciente de que me dio la vida, y que gracias a ella soy lo que soy. Somos dos hermanos nada más y no puedo decir que mi padre, que fue un derrotado por la vida, cumplió un papel formativo en nosotros. No, fue la vieja. Una mujer muy, muy humilde, de campo, gran lectora, que me enseñó a leer y escribir antes de empezar la escuela.

 

¿Se arrepiente?

No es arrepentimiento, porque hoy parezco un loco conversando con ella sin que esté. Soy de los que llegan a casa y gritan: “¡Vieja, llegué!”. Pero sé perfectamente a lo largo de 70 años qué me hubiese contestado de estar presente. Y eso es muy lindo porque también me enseñó a que el mundo, la vida, se compone de lo animado y también de lo inanimado, que está compuesto de objetos significantes. Lo descubrí tarde gracias a Gabriel Peluffo, uno de los estudiadores del arte más notables del continente. Cada objeto para mí tiene una historia, puedo escribir diez páginas sobre un objeto. Por darte un ejemplo, yo me crié con los animales, amo los caballos y los perros. Y tenía un perro que se lo regaló a mama un piloto que era muy famoso de la década del 50, Alejo Rodríguez, por ser un paracaidista que se tiraba del avión con su perro. Se llamaba Piper, como la marca del avión. Alejo fumigaba campos, aterrizaba cerca de casa en Las Palmas de Durazno, y un día mamá, que lo admiraba, le dijo que le gustaría tener un cachorro de Piper. Y allá volvió él con un envoltorio de trapos en los brazos y otro Piper. “Este perro, Olguita, los va a acompañar toda la vida”, le dijo a mamá. Así fue, a los 15 años murió, lo enterramos en una chacrita que teníamos y dos años después haciendo remodelaciones di con los huesos. Encontré su cabeza y acá la tengo conmigo, jamás se apartó de mí.

 

Hay muertos que nunca se van.

Exacto.

 

Hablando de la muerte, Mario, ¿cómo la enfrenta hoy usted?

Qué pregunta. Aprendí también muy temprano a asimilar la muerte o a entenderla al menos. Mucho antes de leer algún libro de filosofía sobre la finitud de la materia y todo eso. Lo aprendí con la muerte de un caballo, Farolito, un petiso que me llevaba a la escuela. Cayó muerto en un campo cerca de casa y lo iba a ver casi todas las tardes mientras se iba deteriorando; se le volaba el pelo, aparecían las costillas, hasta que un día quedó disuelto entre los pastos y decidí no verlo más. En el campito donde había fallecido había muchas yeguas por parir, así que unos tres meses después se me dio por volver. ¡Estaba lleno de potrillos! Y en el lugar donde había caído el Farolito, habían nacido margaritas. En el campo verde había una isla de margaritas sobre el cuerpo de él. Y los potrillos en vez de preferir el pasto jugoso, preferían las margaritas dulces. Entonces le dije a mamá lo que había visto y ella me respondió: “No te pongas triste, Farolito está en los demás caballos”.

 

Qué frase la de su madre, ¿no? Se puede estar en la miseria sin ser miserable.

Así es. Las inundaciones del 59 fueron muy duras. La convicción de la pérdida total es muy dura y cruel. Muchos se rindieron, perecieron incluso, se quitaron la vida o tomaron caminos intermedios como el alcoholismo. Y cuando nosotros con mi hermano nos quejábamos de la pobreza en la que estábamos sumidos, mamá nos decía que no teníamos derecho a hacerlo porque se puede vivir en la miseria sin volverse miserable.

 

Hoy decía que su padre fue un derrotado en la vida. ¿Por qué?

Mi viejo trabajaba con varios paisanos, entre ellos, un indio, Ortega, que vivía en el monte con su mujer y sus tres hijos. La última noche que vi al Indio Ortega fue el día del cumpleaños de papá, cuando se daba por terminada oficialmente la inundación. Mamá había hecho un bizcochuelo y estaban tomando una grapa mientras el Indio fumaba un tabaco que tenía en una cajita de lata. Esa noche él estaba muy mal porque había perdido todo: su rancho fue barrido por las aguas y también el bote con el que cruzaba gente de un lado al otro del río Negro para tomar el ferrocarril. Su mujer y sus hijos habían sido evacuados y los llevaron dos o tres estaciones más lejos. Un par de meses después, papá estaba recorriendo los montes a caballo y donde vivía el Indio Ortega había un esqueleto y arriba dos riendas con las que se había ahorcado. El cuerpo ya estaba en el suelo y se dieron cuenta de quién era porque adentro de la lata de tabaco había dejado su documento. Él no resistió. Sin embargo, su mujer sí. Mi papá tampoco resistió y mi mamá sí.

 

¿Qué pregunta le haría a su padre si lo tuviera aquí frente a frente?

Por qué no valoró, porque no les prestó atención a las reflexiones de la vieja.

 

¿Eran felices ellos?

Fueron felices durante nuestra niñez, pero después ya no. Mamá no toleraba el daño que hacía el alcoholismo en la familia y esperó a que yo tuviera 14 años para sentarlo en la mesa un mediodía y decirle: “Hasta aquí llegamos, más no puedo”. Y bueno, lo vimos irse al viejo con una valija de cartón marrón y desaparecer de espaladas por la Avenida Fabini en las afueras de Minas. Se perdió en los campos del norte donde nos veíamos cada tanto. Yo nunca lo desamparé.

 

¿Lloró su muerte?

Mi padre no tenía dónde vivir, estaba en un terreno baldío en Solymar, y con los primeros derechos de autor, que fueron 12.000 dólares por La balada de Johnny Sosa en Barcelona, le hice un rancho de paja y madera en el que vivió hasta el último día. La última noche, yo trabajaba como periodista, y le dije: “Viejo, vamos a cenar, pero a cenar bien”. Por primera vez llevé una botella de buen vino. Pasó muy lindo porque comimos asadito con pan casero y la botella de vino la liquidamos como si tal cosa. Le dije que al otro día no me dejara dormir porque tenía que madrugar, que tomábamos unos mates y me iba. Cuando me desperté, él seguía acostado. Apronté el mate y se lo llevé a la cama. Ya se había ido. Entonces, abrí la ventana del cuarto y me puse a tomar mate al lado de él. Pensaba en voz alta mientras escuchaba a los pajaritos cantar. Pasé como tres horas junto a él sin vida y lo asumí con dolor. Pero, aunque parezca una paradoja, creo que el dolor es un componente de la alegría de vivir. Si bien con el viejo tuvimos una vida muy dura, no soy para nada una persona cruel o vengativa, ni tengo tendencia a juzgar. Me gusta saber por qué ocurrieron las cosas, eso sí. Me gustan las novelas en las que se sabe desde el principio en qué van a terminar, pero lo que importa es cómo ocurrió todo.

 

Como Crimen y castigo.

¡Por ejemplo! Sí, tal vez es una de mis favoritas. Grandes escritores absorbieron esa forma de encarar la literatura vital, como García Márquez con Crónica de una muerte anunciada, que ya al segundo reglón sabes cómo va a terminar, sin embargo, no es lo que importa.

 

¿Cómo se lleva con usted mismo?

Bien, mejor en la noche. Ya me he definido como un buen tipo. Creo que una de las mayores patologías de la época contemporánea es la crisis de autoestima; es más grave como enfermedad que el cáncer o el sida. La crisis de autoestima es quererse poco o nada a sí mismo por suponer que en el mundo interior nuestro no tenemos nada digno de ser querido, y eso es falso. Es un tema que agobia a las generaciones ultimas, que son ignorantes. Son totalmente ignorantes. ¿De qué? De su propia historia. No la conocen, no la saben. Y no tienen cómo ir a su historia porque el fenómeno de esa ignorancia ha ocurrido en los últimos 50 años, y es la interrupción violenta de la comunicación intergeneracional. La interacción entre padres e hijos, entre nietos y abuelos, entre jóvenes y ancianos de una colectividad. Si esa comunicación se corta, no hay forma de trasladar generacionalmente la memoria; la memoria traducida en la historia. Entonces, el mundo interior nuestro se convierte en una doble fuente. Una fuente de reflexión, que es lo que nos permite pensarnos a nosotros mismos y tratar de responder preguntas de porqué somos como somos o de dónde venimos; y ese mundo interior, convertido en una fuente de reflexión también es una fuente de creación, de ahí sacamos las historias. Yo las saco de ahí.

 

Juan Marsé decía que no puede existir literatura sin memoria.

Es absolutamente cierto. Desgraciado el que no conoce su propia memoria, la vida sin memoria no tiene sentido. Cuando te digo que la crisis de autoestima es una dolencia de esta época, es padre y madre de la violencia. Imagínate a un adolescente buscando su destino en los 28 millones de habitantes de DF, o en los 18 millones de San Pablo, o en los 13 millones de Buenos Aires. Imagínatelo tratando de entender dónde está y viendo que el mundo que lo rodea está lleno de necesidades inventadas e insatisfechas. Ese joven no tiene una explicación de por qué es así él, aunque sea para maldecir a los antepasados; pero no los conoce, ni idea tiene de quiénes son. Entonces, al no tener pasado, su vida es el presente inmediato. No tiene con qué cotejarla.

 

¿Eso significa que está todo perdido?

El tema está en que, al no tener pasado, el presente es tan precario que la vida es el instante. No tienen temor a perderla para conseguir lo que no tienen. La quitan porque “tenés más que yo”. Yo tuve cáncer, me dieron un pronóstico de vida de seis meses y aquí estoy, como dicen los paisanos, sanito de pata y mano. Y en ese proceso aprendí que una situación límite deja de serlo cuando uno comprende que el horizonte siempre se está corriendo hacia adelante.

 

¿Reza?

No.

 

¿Nunca rezó?

Nunca, jamás. Sin embargo, fui bautizado e hice la Primera Comunión.

 

¿No le gustaría por un momento hablar con Dios?

Sin dudas.

 

¿De qué hablaría con Él esta noche?

Es una pregunta que inspira muchísimo respeto, así que debo pensar su respuesta. Yo nunca me enojé con Dios. Recuerdo que, en las inundaciones, para no perder la escuela, un tío rico me llevó a Cerro Chato a hacer colegio. ¡Colegio! Entré en uno de monjas, Nuestra Señora del Buen y Perpetuo Socorro. “¿Qué es eso?”, me decía. Pero ahí conocí a un cura maravilloso, el padre Alberto Cáceres, y luego conocí a otro, Narciso Renón, un cura catalán de Minas, que fue capaz de albergar a los perseguidos dentro de la Casa de la Juventud que él regenteaba. A mí de toda esa parafernalia espiritual de los santos, las vírgenes y esas figuras, la única que me fascinaba era la del Ángel de la Guarda. ¿En serio tengo un compinche que me acompaña toda la vida y con el que puedo hablar? A eso se reducía toda mi religión, al Ángel de la Guarda.

 

¿Hoy cree que el ángel es su madre?

Sí, porque durante muchos años el ángel estuvo desocupado. Uno de mis hijos, Gabriel, hablaba medio atravesado y yo prohibía que los corrigieran, entonces me preguntaba si creía en la reencarnación: “¿En qué te gustaría ‘reencarnizarte’?”, me decía. Yo no creo que un ser humano se “reencarnice”, pero sí quería creer que el Ángel de la Guarda tomaba posesión de alguien que hizo que uno fuera como es y siguiera.

 

Entonces, ¿de qué hablaría hoy con Dios?

A medida que van transcurriendo los años, las preguntas existenciales se van volviendo más complejas y profundas. Entonces, si hay algo que me introdujo en el pasmo, en el asombro absoluto, fue entender la unidimensionalidad del universo. Lo poco que soy se lo debo a los profesores del secundario. Tuve la gran fortuna de usufructuar la última generación de profesores humanistas, que me enseñaron a amar el conocimiento por el conocimiento mismo: la historia, la filosofía, la física cuántica, la química inorgánica, la biología, la astronomía. Empezar a entender, a pesar de haber vivido toda la vida en el campo, que podía leer el cielo. Me maravillaba la grandeza del universo; saber que ese universo, en el que formamos minúsculamente parte, no deja de moverse y expandirse.

Debe escoger una sola opción: aquí y ahora, golpea la puerta nuevamente el amor de pareja, ese con el que compartirá sus últimos años de vida; pero también llega la oportunidad del best-seller más grande de su historia literaria. ¿Qué elige?

La expresión best-seller me rechina muchísimo, porque para mí la trascendencia literaria es la devolución al mundo que me dio esa historia que estoy devolviendo. Yo no puedo vivir sin mi gente y mucha de mi gente, muchísima, ya no está. Entonces, si no está y esa gente fue la proveedora de buena parte de mi formación y mis historias, ahí me doy cuenta de que escribir es una operación de rescate para salvar historias del olvido. Porque cuando uno salva una historia, se apropia de ella. Quien la portó durante el ciclo vital ya no está y yo tengo el deber de interpretarla y guardarla. Siempre me impresionó desde niño la gente humilde que nacía, vivía y moría sin dejar ninguna huella sobre el planeta. Entonces, pensaba: “Si no la rescato yo, ¿quién la conocerá?”. Esa es la máxima expresión del amor.

 

Biografía
Mario Delgado Aparaín nació en La Macana, Florida, el 28 de julio de 1949. Es escritor, periodista, docente y gestor cultural. Autor de cuentos y novelas entre los que destacan La balada de Johnny Sosa (1987), Por mandato de madre (1996), Alivio de luto (1998) y No robarás las botas de los muertos (2002). Fue director de Artes y Ciencias del Departamento de Cultura y de la División de Cultura de la Intendencia de Montevideo. En 2011, fue declarado Ciudadano Ilustre de esa ciudad.

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