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Mariscales de la derrota

Por Leandro Grille.

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Los liderazgos de Luis Lacalle Pou en el Partido Nacional (PN) y Pedro Bordaberry en el Partido Colorado (PC) durante la década larga de gobiernos del Frente Amplio (FA) se han caracterizado por la crispación y la beligerancia. De algún modo, el éxito electoral de la izquierda a lo largo y ancho de tres gestiones y tres elecciones fue seleccionando, como triste contrapartida, una oposición cada vez más reaccionaria, vengativa, prisionera de una prédica de herida sangrante que subordina las ideas a la conjura de la frustración. Ambos liderazgos tienen un componente dinástico, pero no por ello carecen de legitimidad. Lacalle Pou y Bordaberry representan a un tipo de elector tradicional que es dominante en la población opositora: el que odia a la izquierda, el que antepone su rechazo al FA por sobre el respaldo a un proyecto político concreto. De la enésima interpelación al ministro del interior Eduardo Bonomi trascendió el curioso epitafio que le espetó el interpelado al interpelante, cuando le recordó que era su despedida de la actividad política luego de haber reducido al partido más influyente de la historia nacional a un montón de escombros tras una conducción demoledora. Bonomi se explayó sobre las características disruptivas de Pedro Bordaberry como principal dirigente colorado y le imputó la responsabilidad sobre la estrategia de “romper todos los puentes” como mecanismo para desplazar al FA del gobierno. La acusación de Bonomi, más allá de la ingeniosa forma de organizar su exposición como una película de suspenso en la que no se sabía si el que se despedía era él o el despedido era Bordaberry -lejos de la humorada-,  apuntó al núcleo del problema estratégico de la derecha: ¿para ganar hay que ser constructivo y dialoguista o destructivo e intransigente? Hasta ahora, Lacalle Pou y Bordaberry han asumido una postura de negación de todos los avances, de desconocimiento de los logros e iracundia permanente. Hubo un interdicto que se produjo entre la vicepresidenta Lucía Topolansky y el senador Lacalle Pou que es revelador: Topolansky le recuerda al dirigente nacionalista que debe dirigirse a la presidencia de la cámara y no directamente al ministro interpelado, luego de que Lacalle Pou inobservara esa premisa. No hay nada raro en eso. Es el procedimiento que indica el reglamento de cámara y le corresponde a la presidencia del cuerpo recordárselo a los legisladores cuando lo incumplen. La reacción de Lacalle Pou es tormentosa y linda con la violencia. En apenas un minuto exhibe una exaltación intolerante que mete miedo de lo que podría suceder con ese carácter en el poder. Maltrata a Topolansky -que le responde con calma no exenta de firmeza- y eleva la voz, la agrede a ella como mujer y a su investidura como vicepresidenta, demuestra un absoluto irrespeto por la presidenta del cuerpo, y en ningún momento repara en que no tiene ningún derecho a dirigirse a Topolansky como a un subordinado en un servicio militar salvaje. Le faltó gritarle “¿Quién sos vos para decirme a mí lo que puedo o no puedo hacer?”. Es evidente que para Lacalle Pou o Bordaberry la relación de jerarquías que determina nuestra democracia y nuestro sistema electoral no tiene la menor importancia. Para ellos el poder y el derecho a su ejercicio es inmanente, un atributo de su clase, de su linaje, de los que como ellos  fueron criados entre edecanes y custodias y transitaron la vida rodeados de pitucaje. ¿Qué educación les brindaron en el British? ¿Qué modales les enseñaron sus madres, Julia Pou y Josefina Herrán Puig, para que se comporten de formas tan groseras? ¿Cómo tan distinguidos senadores, que han pretendido la primera magistratura del país, son capaces de semejantes conductas? Bordaberry, mientras interpela, señala con el dedo como un déspota dispondría de un enemigo y Lacalle Pou prepotea a una mujer que lo supera largamente en edad y, por cierto, también en votos y en prestigio. La derecha tiene un drama central porque con ese estilo de conducción violenta es difícil que lleguen al gobierno, pero tiene un segundo problema, y es que los sectores que apuestan a una forma distinta de oposición -que, por lo pronto, no se empeñe en inventar que vivimos en el infierno y que no suscriba un programa de restauración neoliberal digno de Temer o Macri- son todavía minoritarios en los partidos tradicionales. En el PC existen, dan la lucha ideológica, no son tan pocos, pero no constituyen todavía una verdadera alternativa ni al bordaberrismo ni al neoliberalismo que representa Ernesto Talvi -otro British-, aunque el bordaberrismo de Vamos Uruguay formalmente no exista más. En el PN el wilsonismo se declama mucho, pero se practica poco, y en los sectores wilsonistas de Jorge Larrañaga o del “movimiento de los intendentes” la presión por no perder pie ante el herrerismo de Lacalle Pou los obliga a decir cosas tan descabelladas que no deben creerlas ni ellos mismos. ¿O acaso es posible creer que Larrañaga esté a favor de la pena de muerte? La retirada de Bordaberry abre la posibilidad de que los colorados se reconstruyan convergiendo hacia valores más cercanos a los que históricamente representó el batllismo en nuestra comarca, el verdadero batllismo, el del viejo Batlle, al que buena parte de la ciudadanía adhiere incluso sin saberlo porque forma parte de nuestra cultura civilizatoria. En el PN quizá sea necesario que implote el herrerismo de La Tahona, que se den la cabeza contra la pared hasta que esa corriente nefasta se diluya, para que los blancos retornen a abrevar de su más noble fuente, la de Wilson, que, incluso en la discrepancia, nada tiene que ver con la actitud aristócrata y petulante de Lacalle Pou. Si blancos y colorados quieren superar al FA, relevarlo para gobernar, lo mejor es que dejen de buscar en el British y en los barrios privados y se sumerjan en el pueblo corriente. Eso también es lo mejor para Uruguay.  

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