Numerosos comentarios y preguntas realizados a partir de la columna de la semana anterior en Caras y Caretas (sobre el carácter probabilístico de las predicciones meteorológicas; “¿Cómo va a estar el tiempo?”) obligan a ampliar conceptos y sugerir otros elementos, a efectos de comprender mejor la dinámica de los pronósticos y predicciones.
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Uno: Como los pronósticos del tiempo son probabilísticos y no deterministas, sólo puedo estar seguro de que, si el modelo de predicción está bien elaborado, hay una probabilidad mucho mayor de que se cumpla el pronóstico en comparación con su opuesto. Pero no puedo estar totalmente seguro de que se cumplirán en mi ‘aquí y ahora’ exactos, que es, sin embargo, lo que me interesa saber y para lo cual me informo de los pronósticos. Y para lo cual sólo puedo obtener probabilidades y no seguridades absolutas.
Dos. Eso sólo lo puedo saber comparando aciertos y errores en una larga serie temporal y espacial de ocurrencias climáticas; serán pronósticos acertados aquellos que se dan en la mayor parte del tiempo y del espacio y en proporción creciente. No excluyen, por lo tanto, excepciones en el tiempo y en el espacio, sino que las suponen, aunque menores que los aciertos y menguantes a mayor cantidad de ocurrencias.
Tres. Quiere decir que prácticamente nunca tendremos acierto en un cien por ciento de los pronósticos. Y eso no los descalifica, sino que los dimensiona en sus potencialidades y limitaciones.
Cuatro. El punto de vista del meteorólogo para aprobar o no un pronóstico diverge fundamentalmente del punto de vista de la gente común. Para el científico, si en casi todos los espacios y en casi todo el tiempo que abarca el pronóstico sucede lo previsto, será considerado un éxito científico, aunque se dé lo contrario en algunos pocos lugares y momentos. Para la gente común, sin embargo, si llovió en su barrio y a la hora que iba a salir a hacer mandados, el pronóstico de sequedad será considerado equivocado y sus pronosticadores unos incompetentes (pudiéndose contagiar hasta el gobierno en ese caso), aunque acierten en la mayor parte de otros lugares y momentos.
Cinco. Es urgente que meteorólogos y gente común conozcan la diversidad de sus perspectivas y de los criterios de evaluación de los pronósticos. Y que aprendan a entenderse.
Seis. Esta utopía se ve dificultada por varios obstáculos, en especial porque la gente no sabe qué es un pronóstico probabilístico, ni sus virtualidades y limitaciones, hecho que pocas veces se aclara; en parte porque los científicos son pagados de sí mismos y del juicio de sus pares, lo que los lleva, equivocadamente, a menospreciar la ignorancia natural de los receptores de los pronósticos, y en parte porque la gente quizás no tendría tanta avidez por los pronósticos si conociera sus limitaciones. A esto se suma que a los productores de los informativos y a los anunciantes del pronóstico del tiempo, no les conviene esa sabiduría sino la irracional expectativa de acierto absoluto o error brutal, y la curiosidad sobre el pronóstico y todo el proceso social que lo sigue. Es probable que esa sabiduría tampoco les convenga a los mismos meteorólogos, cuya aureola de cientificidad no se lleva bien con las probabilidades, ya que la gente tiene una falsa idea de la ciencia como determinista y no probabilista.
Siete. Además, la coincidencia del pronóstico con la realidad ocurrida no se recuerda tanto como la discrepancia entre ellas, sobre todo en el caso de las personalidades que necesitan chivos expiatorios para sus desventuras personales, o para los que aprovechan todo para fustigar a un gobierno.
Ocho. Sin embargo, y pese a que la ignorancia del probabilismo de los pronósticos los vende mejor, no puede despreciarse el efecto deslegitimador agregado de las críticas que se les hacen a los pronósticos. En efecto, los pocos que pueden quejarse de los desaciertos tienen un efecto mucho mayor en la opinión pública que los muchos que no pueden quejarse porque en su caso acertaron. Hasta los operadores turísticos que se quejaron de los perjuicios sufridos por un pronóstico negativo no ocurrido olvidan los inconvenientes que les han ahorrado otros pronósticos negativos acertados. El efecto psicosocial de los sufrientes de desaciertos es mucho mayor que su número o proporción en el total de los que evalúan acierto o error puntuales de los pronósticos. Tampoco hay que olvidar que, en forma creciente, vox populi deviene vox dei, y que, por lo tanto, puede ocurrir que un meteorólogo, confortablemente refugiado en sus aciertos mayoritarios, sea expulsado por un jerarca administrativo político que se protege de la mala opinión de la gente sobre el servicio y que no quiere saber nada de probabilidades. Deberían recordar que la ignorancia, el miedo y el voto mandan.
Apuntes sobre horóscopos y tarot
La sociedad contemporánea, en parte como producto de la aceleración del cambio en casi todos los rubros, en parte como producto de la paranoia e hipocondría instalada por los medios de comunicación sobre la inseguridad y la enfermedad (para beneficio de los actores que lucran política y económicamente), siente incertidumbre, inseguridad y miedo cotidianos y psicosocialmente estructurales. Estos miedos e incertidumbres deben ser exorcizados. Para ello, entre otros instrumentos, están los informativos, con su cuota de noticias, pronósticos climáticos y horóscopos.
Así como la gente tiende a orientarse para su cotidiano, su fin de semana y sus eventuales viajes por los pronósticos del tiempo (aunque despotrique contra ellos, como vimos), también tiende a sumar coraje o descartar determinadas actividades si los horóscopos se lo sugieren. Pero, ¿por qué no hay quejas contra los consejos de los horóscopos como las hay contra los pronósticos del tiempo? En parte por la sublevante vaguedad y adaptabilidad de los consejos del horóscopo, que difícilmente, en su variada totalidad, no tengan alguna coincidencia con la personalidad del diagnosticado ni puedan aplicarse a alguna cosa pendiente o superviniente en el día de la persona que creyó en lo que se les dice a los de su signo. Obsérvese la radical improbabilidad de que a los tantos millones de personas del mismo signo en el mundo les correspondan trazos de personalidad similares, o que deban enfrentar cotidianos similares susceptibles de previsión homogénea, improbabilidad obviada por la sublevante vaguedad y homogeneidad de los horóscopos según signo del zodíaco en general.
Una función similar cumplen los pronósticos de tarotistas, estos ya más dialogados y demorados, y que deben ubicarse después de los almuerzos y las cenas, tiempos libres para gente de diversas actividades en el tiempo diario. También subleva ver cómo los tarotistas dicen que sus consejos y conocimientos derivan de lo que las cartas dicen en base a las especificidades de los clientes televisados, cuando en realidad son simples consejos de experiencia y sentido común, en base a datos que salen, o bien de su experiencia dialogal con audiencia en temas reiterados, o bien de datos que las propias audiencias les dan a tales perceptivos y experientes ‘hábiles y lucrativos declarantes’.
Lo que pasa, lector, es que la creciente incertidumbre e inseguridad humana necesita de ayudas irracionales y rápidas en el cotidiano. Y ellas van desde las relativamente más racionales, como los pronósticos del tiempo, con su parafernalia de mapas digitalizados, jerga específica e iconografía completa, hasta las más irracionales y amparadas en inverificables vaguedades tales como conjunciones de astros y sucesiones de cartas.
El recurso a estas irracionales vaguedades tiene una función de sostén del residuo no racional necesario, para llegar a decisiones que no pueden tomarse sobre bases totalmente racionales ni con la totalidad de los elementos de juicio deseables para hacerlo. Y si no alcanzan, hay amuletos, cábalas, rituales repetitivos, proyecciones econométricas y otras ‘supersticiones’, como brillantemente las calificó John Stuart Mill en el no tan lejano año 1843.