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¿Matar al macho?

Por Leandro Grille.

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Las inmensas convocatorias de las movilizaciones del 8 de marzo en el contexto del Día Internacional de la Mujer marcan que hay una conciencia extendida sobre el carácter  repugnante e injusto de la desigualdad entre géneros y la brutalidad y persistencia de violencia machista. Una conciencia que abarca a la mayoría de las mujeres y a no pocos hombres, pero que no por ello se traduce en una mejora de la situación objetiva de las mujeres, toda vez que la brecha salarial sigue siendo impresionante, las posiciones jerárquicas y de representación las ejercen los hombres en mayoría abrumadora y la frecuencia de los femicidios -como indicador sangriento de la violencia machista-, lejos de disminuir, parece aumentar. Es sospechoso que el Día de la Mujer se haya transformado en una suerte de consenso. Que políticos de toda estirpe se embanderen, que las agencias y los gobiernos del mundo lo promocionen, que los medios de derecha y de izquierda lo reivindiquen, que hasta las grandes multinacionales se sumen a las campañas por la igualdad de la mujeres. Es sospechoso porque ese tipo de consensos implica siempre una despolitización feroz, una operación publicitaria para escindir esta causa del sistema que impera en el mundo en que vivimos. Una trampa. Una trampa peligrosa. La trampa de la fragmentación. La que encapsula la causa feminista y la disocia del infierno de desigualdad y explotación que es el mundo. Como si no hubiese un correlato entre la desigualdad en los ámbitos públicos de la economía y el poder,y la opresión puertas adentro, en el mundo doméstico de los vínculos entre los seres humanos. Quizá por eso las marchas son tan variopintas y multitudinarias. Las redes sociales arden de mensajes; famosos y famosas se agolpan para expresar su beneplácito con la causa de las mujeres, Facebook nos invita a tunear el muro y el violeta toma las pantallas. En cualquier caso, la movilización de las mujeres, que otra vez han producido una huelga de género en buena parte del mundo occidental impone en la agenda una causa que nadie puede ignorar. Ya no más. Es impresionante lo que está pasando. Esas gigantescas multitudes exigiendo que las mujeres perciban lo mismo que los hombres por igual trabajo, reclamando el derecho a no vivir sometidas al acoso constante, al abuso, clamando porque se sustancie el derecho formal a la igualdad total. No son movilizaciones con una plataforma reivindicativa concreta, no se satisface esa demanda con un proyecto de ley ni con una política específica. No basta con imponer una cuota en los cargos de representación, con exigir a las empresas que paguen lo mismo a sus empleadas y empleados, que se incorpore la cuota también en los cargos gerenciales privados, que se persigan con firmeza y celeridad todas las formas de acoso sexual y violencia sobre las mujeres. Todas esas cosas son necesarias. Pero es necesario un salto mucho mayor, porque el reclamo implica una revolución civilizatoria, un nuevo modo de vivir, una forma distinta de mirar, de percibirnos entre los seres humanos. Alcanzar la verdadera igualdad entre hombres y mujeres requiere poner en discusión la sociedad en que vivimos y lo que hemos sido. Nuestra conducta y nuestra identidad. Nuestros modos de vivir; nuestras formas de ser y de relacionarnos. Deconstruir los mitos de la masculinidad y  también de la femineidad, abandonar supuestos cosificantes, replantearnos qué cosa es exactamente lo que nos hace hombre o mujer, más allá de determinantes biológicos, y sembrar una nueva cultura en la que resulte inadmisible la opresión y el abuso.   Hace un tiempo leí la consigna “matar al macho”. Me asombró. Tomado con literalidad más que una consigna, parecía la incitación a un acto criminal. Pero no. “Matar al macho” no significaba acabar con la vida de los hombres, sino la supresión de una forma de masculinidad que se edifica sobre los escombros de la condición humana de las mujeres. Un varón no es un macho. Al menos no lo es obligatoriamente. Un macho es otra cosa, es una identidad que acosa, que abusa, que viola y que mata a las mujeres a las que no reconoce como un ser en sí, sino como una posesión animal, un apéndice, un ente que carece de subjetividad y cuyo combo de propósitos sobre la tierra es la satisfacción del deseo masculino, la reproducción de la especie y el cuidado de la progenie. Eso hay que matarlo: hay que liquidar esa forma de la masculinidad y su contraparte cosificada para su disfrute. Hay que matarlo dentro de nosotros mismos por la felicidad de todos.  

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