Por Ricardo Pose En 1984 Uruguay vivía la recta final hacia la institucionalidad democrática con dirigentes históricos proscriptos y algunos presos (Seregni, Wilson), presos políticos, rehenes, organizaciones políticas, sociales, sindicales aún declaradas ilegales, mientras en la vecina orilla empezaban los juicios públicos a los responsables militares de crímenes de lesa humanidad y violaciones a los derechos humanos. La primera medida, entonces, del equipo representante de la oligarquía institucional, comandado por la floreada verba del Dr. Julio María Sanguinetti, fue consolidar el cambio en paz, el retorno tutelado a la democracia primaveral, no imitar el modelo argentino, no vivir con los ojos en la nuca, no extrapolar mecánicamente lo sucedido en aquellos malos aires; allá, decían, hubo muchísimos más detenidos desaparecidos, la de Argentina fue una dictadura en serio, Argentina vivió siempre sufriendo golpes de Estado. Para ello, cuando no, le dieron estatus jurídico a la imposición de un relato histórico que no se sostenía en sí mismo; porque no pudieron demostrar que los violentados en sus derechos humanos, civiles y políticos fueron solamente los que llevaban un bufoso al cinto; fueron encarcelados, mancillados en sus derechos, y hasta desaparecidos físicamente, militantes sindicales, sociales, profesores, maestros, estudiantes, intelectuales, dirigentes, simpatizantes, padrones enteros de partidos políticos. El comunismo y los comunistas eran en aquellos años, además, al impulso del presidente estadounidense Ronald Reagan, una cucarda que encasillaba a vastos y diversos sectores de la sociedad uruguaya. La amnistía general e irrestricta fue una de las primeras batallas del reorganizado movimiento popular; a la Ley de Pacificación Nacional se le sumó un año después la de la Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado. La discusión pública y los acontecimientos derivados de esos debates fueron construyendo un relato histórico en el que las fuerzas de la derecha corrían con desventaja, porque el marco internacional de reconocimiento y condena a los procesos cívicos militares de la década de los 70 en el tercer mundo recorría los pulcros escritorios de los organismos internacionales, y una vez terminado el periodo posmacartista de Reagan y Bush, permitiría hasta el desarchivo de expedientes clasificados de la Casa Blanca. La teoría de los dos demonios La derrota en las urnas del voto verde, en una larga campaña plebiscitaria que nació en diciembre del 86 y culminó en abril del 89, permitió, sin embargo, ir ganando espacio en la opinión pública sobre las aberraciones cometidas antes, durante y en las postrimerías de la dictadura cívico militar. Legisladores como Pablo Millor, que perteneció al Consejo de Estado, o el senador Carlos Pirán, integrante del grupo parapolicial Escuadrón de la Muerte de los 70, fueron algunos de los ejemplos vivientes del hilo histórico que unía los gobiernos autoritarios y represivos de la “democracia ejemplar”, la dictadura cívico militar y la democradura. Ni ellos ni los altos mandos de la CIA, en falsa escuadra por las declaraciones de exagentes de la propia agencia de inteligencia, encontraron elementos para negar que colgaban desnudos y torturaban hasta la muerte desde alzados en armas hasta quienes sólo se limitaban tímidamente a cuestionar el régimen. Hubo que apelar entonces a la teoría de los dos demonios; el miedo vencía en las urnas como resultado de las machaconas declaraciones del presidente Sanguinetti de que si triunfaba el voto verde, los otros verdes volverían a pechar las instituciones, pero perdía terreno en la conciencia nacional. En la versión más apocada, llevar a los militares y a algunos civiles a la Justicia podía representar un riesgo de quiebre institucional, pero no había dudas: tenían las manos manchadas con hemoglobina, incluso inocente. En un país futbolero, entonces, había que desarrollar la teoría del enfrentamiento de dos bandos en pugna, que causó multiplicidad de daños colaterales, incluido el golpe de Estado, tupamaro y militar por fuera de la cadena de mandos, seres sedientos de Poder. Porfiadamente, sin embargo, quienes habían pertenecido y pertenecían a los ex movimientos armados venían creciendo en el padrón electoral. Otras fuerzas que merecieron y aún merecen un reconocimiento histórico en el marco de una lucha política dentro de los cauces institucionales, los partidos “tradicionales” de la izquierda uruguaya, los militantes sindicales y sociales fueron quedando a la sombra de respaldo social que jerarquizaba más los acontecimientos de corte épico y, sobre todo, su capacidad de amoldarse a la lucha político electoral. El segundero de la historia La historia uruguaya está plagada de ejemplos en los que organizaciones y dirigentes políticos que en su momento debatieron desde las recámaras se volvieron a enfrentar en las urnas; el problema actual, quizás, es que estos dirigentes y organizaciones no representaban los litigios de ordenamiento jurídico y de funcionamiento del Estado que los conflictos bélicos representaban entre hacendados y la novel burguesía uruguaya. Mujica, al igual que José Batlle y Luis Alberto de Herrera, hizo política con el fierro en la cintura, pero claramente no figuraba ni figura en los padrones de la Cámara Mercantil ni de la Asociación Rural, pero ese ser “nadie” es lo que permitía a los sectores dominantes endemoniarlo, sin grandes resultados, como se vio. El segundero de la historia también les fue esquivo cuando intentaron con la teoría de los dos demonios marginar a estos sectores de las corrientes progresistas; la contundencia y la necesidad histórica de juntar fuerzas para volver a la superficie se impuso sobre viejos y renovados sectarismos. La puerta abierta Llegamos entonces en apretada enumeración de hechos históricos al día en que se erige homenaje para los casi cerca de 3.000 presos políticos que pasaron por el Penal de Libertad. También a los miles de familiares que debieron organizar sus visitas, a los niños que crecieron y a los que envejecieron con la presencia del penal en su vida. Creo, sin embargo, que cuando se pase por ruta 1, nos detengamos o no a leer la lista de nombres que luce el memorial, esa puerta abierta oficiará tal vez de símbolo entre dos etapas bien importantes de la historia nacional; puerta que no puede cerrarse al pasado, que debe permanecer abierta en el presente y que no debe cerrarse al futuro. Coincidiendo con que debe ser un nunca más (y vaya que la izquierda uruguaya hipotecó algunos sueños en aras de reconquistar el funcionamiento democrático en desmedro de la construcción de una sociedad distinta), debería ser un mojón más, un camino abierto, un ingreso, un afuera o un adentro, en la búsqueda de llegar a una sociedad -ya que estamos en aniversario de comuna- más fraterna, equitativa y libre.
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