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México resucitado

Por Marcia Collazo.

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Hace poco más de un mes quise escribir unas palabras sobre México a propósito de la celebración del día de la independencia. Mis buenos propósitos se vieron literalmente revolcados por el suelo, y la frase no es casual: a los tres días de haberme propuesto ese tema -en un período de tiempo notoriamente cabalístico- ocurrieron los terribles episodios de los tres terremotos que sacudieron a ese país, en el marco de una verdadera broma de mal gusto por parte de la madre naturaleza, que decidió rajar el suelo en la misma fecha en que ya se había registrado otro sismo de inusitada violencia, el del 19 de setiembre. En 1985, en el mismo día, un sismo segó alrededor de 20.000 vidas humanas. Los tres terremotos de 2017 dejaron más de 430 muertos. Frente a estos tremendos acontecimientos, decidí archivar mi artículo a la espera de una ocasión propicia, que felizmente siempre llega si uno tiene la paciencia de aguardarla, si mantiene la esperanza de que llegue y, sobre todo, si se deja seducir por las cosmogonías, creencias y mitos de México. Mi artículo iba a ocuparse de su independencia, pero siendo México un país singular, pleno de constelaciones culturales divergentes y de modos de ser y de pensar enigmáticos, pujantes y ancestrales, la tarea no era fácil. En 1810 la tierra mexicana demostró ser una de las más combativas y liberadoras de la historia, y después siguió adelante con sus alzamientos, revoluciones, gritos y consignas, intentos de realización de la justicia, de la igualdad y de la dignidad; no se sabe si semejante pujanza espiritual le viene por el orgullo azteca, por la raigambre española o por la mezcla de ambas sangres, pero el 16 de setiembre de este año (tres días antes del primer terremoto) se cumplieron 207 años del famoso Grito de Dolores, con el que se ganó la independencia de México. Todo comenzó en el estado de Guanajuato, cuando el cura Miguel Hidalgo hizo repicar las campanas de la iglesia para levantar en armas al pueblo. Debo confesar, además, que México es para mí una tierra entrañable, a la que me unen antiguos lazos familiares. Mi tía Ulalume Ibáñez conoció, mientras estudiaba en la Sorbona, a un joven y talentoso arquitecto mexicano que asistía a los cursos de Le Corbusier, llamado Teodoro González de León. Se enamoraron, se casaron y se marcharon a la tierra azteca, donde fundaron una familia y tuvieron tres hijos. Desde entonces, en cada festividad familiar aparecían puntualmente los regalos venidos de México, con su estética y arte singulares, extraños e inquietantes: máscaras de obsidiana y de jade, muñecas, sombreros, mantas y calaveras, jarros de cerámica o algún prendedor de plata. Hay también otro México, ciertamente distinto de aquel universo de gente familiar y obsequiosa; se trata de un México torturado, febril y levantisco, construido a golpes de enigmas y contrastes; de un país radical como pocos, signado por la euforia de la vida y también por el drama festivo de la muerte. El escritor Carlos Fuentes dedicó su vida entera a recorrer la historia y el alma de esta nación a través de su literatura. No le debe haber quedado nada o casi nada por contar. Se remontó a los orígenes y exploró los cauces más antiguos de su cultura, su mitología y sus narraciones fundantes. Su obra Los cinco soles de México, magnífica e inabarcable, resulta incomprensible en más de un aspecto para la gente de afuera, uruguayos incluidos. Quien no ha nacido en México, quien no desciende del cruce entre el altivo pueblo azteca, las restantes y prolíficas comunidades indígenas y el no menos altivo español; quien no ha presenciado el movimiento de estas culturas vivas, cada una con su dialecto y su cosmogonía, no como un turista curioso y más o menos frívolo, sino como atento explorador de sus símbolos; quien no ha podido percibir la profunda razón del mestizaje no puede comprender a México, y no podrá, por tanto, asomarse a la obra de Carlos Fuentes. El mestizaje no se reduce a un simple cruce étnico, como podría creerse desde una mirada centrada sólo en fenotipo y genotipo; en realidad, el mestizaje impregna con su heterogeneidad cada una de las dimensiones humanas en el contexto latinoamericano. No por casualidad la morena virgen de Guadalupe se erigió en emblema y en estandarte de la lucha independentista. Y no por casualidad casi todos los mexicanos, mestizos o indios en grados variables llevan en los ojos el brillo de la obsidiana, esa piedra que suele ser negra, pero que presenta también otros reflejos derivados de su origen volcánico. La citada obra de Carlos Fuentes es una amalgama de episodios y fragmentos de anteriores relatos suyos, pero su hilo conductor abreva en la mitología de los cinco soles. De ahí el título. Y sin embargo, ¿de qué trata en definitiva ese libro? Podría entenderse como una suerte de desordenada antología, pero su autor va mucho más allá, escudriña el alma humana universal a lo largo de las casi 500 páginas, y desborda los cauces clásicos de la novela para construir un enorme alegato por medio de la selección de su propia memoria narrativa, trozo sobre trozo y fragmento sobre fragmento. Fuentes habla de orígenes y de encuentros más o menos violentos de los dos mundos, de grandes hitos históricos de su pueblo y hasta de las maquiladoras, la violencia contra la mujer, los secretos de familia y los prejuicios y crueldades sociales, pero también se encarga de mencionar la “contraconquista” que su propio país llegó a realizar respecto de la mentada madre patria: un descubrimiento al revés. “Por cada pica española puesta en suelo de México, hay una pica mexicana puesta en suelo de España”, declara. Es que México no se resuelve solamente en una erupción de mestizaje ni de siglos enteros de conquistas, imperialismos, revoluciones y contrarrevoluciones, y no se deja reducir a un variopinto crisol de expresión cultural. La revolución mexicana de 1810 tampoco fue una simple protesta contra la antigua oligarquía dominante, sino la manifestación de una cultura ardiente que regresa por sus fueros y que se expresará en la pintura, la música, la literatura, la religión, la filosofía y la creación en todas sus manifestaciones. Así, la revolución hizo surgir en México mucho más que un estado independiente: dio paso a la expresión más profunda del ser nacional, que no tenía un solo rostro, sino miles de rostros, y que los podía resumir a todos en el concepto del mestizaje, y trasladó a la propia España sus poderosas y profundas influencias. Ahora, después del horror de los terremotos, México acaba de levantar otro de sus magníficos y terribles símbolos: el de la Catrina, creada en tanto personaje por el caricaturista mexicano José Guadalupe Posada, quien pretendió enarbolarla como viejo y supremo estandarte de igualdad: “La muerte es democrática, ya que, a fin de cuentas, güera, morena, rica o pobre, toda la gente acaba siendo calavera”. Primero fue utilizada la Catrina como recurso moral frente a aquellos indígenas que pretendían enriquecerse, disfrazarse de prósperos criollos o de veleidosos europeos y ocultar así sus verdaderos orígenes. Un tiempo después, en 1947, la Catrina vuelve y se instala plácidamente en el arte muralista a través de la obra de Diego Rivera titulada Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. Allí se despliega la historia entera de México, podría decirse; se palpan sus sentimientos, expresiones y creencias, se asiste al dolor y al enfrentamiento, a la duda y a la resolución, al presente, al pasado y al futuro; y en medio de todo, en primer plano, está la muerte, o sea la Catrina, llegada para ridiculizar expresamente a quienes se avergüenzan de sus vínculos ancestrales, asumen el pecado inaugural de haber nacido en América y se dejan obnubilar por el arquetipo europeo. Claro que a la Catrina la precede el antiguo ritual indígena sobre la muerte, que ha ganado el alma popular mexicana. El día de los muertos es fiesta nacional mexicana; entonces retornan del olvido los seres que han partido, reclaman los objetos que amaron y desearon en vida, piden compartir la mesa y la bebida, la comida y el sueño, la ilusión y la alegría. Este es el exorcismo de México ante la brutalidad de la naturaleza. Esta es la Catrina, que baila y ríe entre vivos y muertos, y recuerda de paso que sólo es digno de buena vida y de buena muerte quien es capaz de atesorar memoria.

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