El viernes pasado fue 6 de enero. No se trata de una fecha propicia para que todo el mundo desee recordarla; para la mayor parte de la humanidad, por lo menos desde que tomó cuerpo la tradición cristiana de los Reyes Magos, ese día (o esa noche o ese amanecer) forma parte de la historia herida, y no de una remembranza idílica. Es una fecha vinculada a la infancia, a la propia y a la ajena, a la de los hijos y a la de los nietos. Es la infancia que no tiene nombre ni referencias conocidas, que está y no está, y que cada 6 de enero irrumpe en los intersticios de la buena y de la mala memoria.
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Vivo en América Latina, el continente en el que existen los más altos niveles mundiales de desigualdad social, de pobreza y de abuso infantil, y eso es un dato que no puedo obviar. No se trata de un asunto latinoamericano, por supuesto; mucho antes comenzó el abuso sistemático, metódico y calculado vintén a vintén, en la propia Inglaterra, durante la revolución industrial. Esto es algo que suele olvidarse, pero que deberíamos tener presente, aunque sea para que no vuelva a ocurrir.
¿Tendrían Reyes Magos esos niños, que vivían hacinados en los barrios obreros, revueltos en el fango, en el humo industrial, en la prostitución y el alcoholismo? Lo dudo. En la cola de un supermercado escuché, hace tres años, a una mujer que con la bolsa de sus compras en la mano despotricaba contra la educación uruguaya en pleno, y ponía por las nubes la educación inglesa. Por lo que pude escuchar era montevideana, vivía en Londres desde hacía dos años y era maestra de nivel preescolar. “Allá sí los cuidan y los educan, no es como acá”, le expresó a su acompañante, en tono desafiante.
De inmediato vino a mi mente la imagen de aquellos niños que se arrastraban por los túneles de las minas y empujaban vagonetas llenas de carbón; que se metían en chimeneas de 20 metros de altura, para limpiarlas, y que se ahogaban con el hollín, o eran destrozados por esas vagonetas cuando se dormían y caían sobre las vías, en plena oscuridad. Todo eso no pasó en el “tercer mundo”, sino en la propia y tan alabada Inglaterra.
La novela Oliver Twist, de Charles Dickens, no narra horrores de ficción sino de realidad, y su vigencia actual es lo que la hace más terrible. Dickens hizo en esa obra todo un alegato del sufrimiento infantil y denunció a lo largo y a lo ancho la crueldad y la codicia de esa sociedad que, en el fondo, no ha cambiado más que en su ropaje y apariencia.
En lo personal gocé del privilegio de una infancia rural acompañada de fervientes cuidados maternales, entre montes de eucaliptus, cañadas, caballos, vacas y perros; una infancia de gallinero y chiquero, pan casero, cocina a leña, directivas de padre, de madre y de abuela (hablo de mandados que consistían en ir a la quinta cercana, a buscar entre los surcos un poco de perejil, dos lechugas y unos cuantos tomates). Una infancia de parra y de higuera en el verano, y de estufa y boniatos asados en el invierno. Mi padre hacía conservas. Era un maestro en preparar higos en almíbar, salsa de tomate con ajo y laurel, dulce de zapallo con clavo de olor. Y el 6 de enero, el viejo patio interior, de baldosas rojas y ocres, se llenaba literalmente de juguetes. Sospecho que era mi madre la que más se entendía con los Reyes, y hacía y deshacía para colmar aquella pieza. A ella va, entonces, mi recuerdo de sol y de agradecimiento.
Otros niños no han tenido, ni de lejos, tan buena fortuna. Miguel Hernández, cuya infancia fue dura como pocas, dice en uno de sus poemas: “Por el cinco de enero, cada enero ponía/ mi calzado cabrero a la ventana fría/. Y encontraban los días, que derriban las puertas,/ mis abarcas vacías, mis abarcas desiertas/. Nunca tuve zapatos, ni trajes, ni palabras;/ siempre tuve regatos, siempre penas y cabras./ Me vistió la pobreza, me lamió el cuerpo el río,/ y del pie a la cabeza pasto fui del rocío”.
Quienes no han experimentado el vacío y la desazón que llegan a provocar en el alma de un niño esas “abarcas vacías y desiertas”, no comprenden. Ese niño cabrero trabajaba, además, de sol a sol y de verano a escarcha. Mis hermanos y yo no hacíamos otra cosa que elegir tomates maduros para la salsa casera, sacar la gordura de la leche para la manteca, traer leña menuda para el fuego, y a veces ni eso; porque íbamos a la escuela, y a las clases de inglés y de piano, o porque corríamos por el medio del campo y cometíamos pequeñas tropelías de las que nuestros padres no habrán llegado a enterarse.
Con todo, confieso que mi abuela le tenía terror a nuestro ocio. No permitía que nuestras únicas actividades se redujeran a jugar o a hacer deberes. Decía que todo niño debe experimentar, así sea en pequeña medida, el ejercicio de alguna ocupación provechosa no solamente para sí mismo sino también para su familia.
Este pensamiento lo resumía en una frase que hoy por hoy podría sonar a verdadero escándalo: “El trabajo del niño es poco, pero el que no lo aprovecha es loco”. Claro que a mi pobre abuela ni se le ocurría la posibilidad de que un niño marchara a picar piedra en una cantera, a recoger carbón en una mina, a meter 18 horas en una fábrica, frente a una máquina asesina, o a hacer cualquier cosa de esas para las que no han sido hechos los niños.
Pero cuando releo a Miguel Hernández no puedo evitar un estremecimiento, ante el caudal de tristeza que brota de sus versos. Es cierto que se trata de una tristeza conjurada por el don visceral de la poesía, por el raro privilegio de poder ver el mundo desde esa cima que Heidegger denominó la alta montaña del poetizar, pero de todos modos sigue siendo una tristeza. “Por el cinco de enero, para el seis, yo quería/ que fuera el mundo entero una juguetería/. Y al andar la alborada removiendo las huertas,/ mis abarcas sin nada, mis abarcas desiertas./ Ningún rey coronado tuvo pie, tuvo gana/ para ver el calzado de mi pobre ventana./ Toda gente de trono, toda gente de botas/ se rió con encono de mis abarcas rotas”.
Hay todavía demasiados niños hambrientos, deformados por la necesidad, abusados hasta el delirio, mutados en hordas de pequeños obreros y soldados, delincuentes de morro y de favela, mendigos y recolectores de cuanta cosa existe, ignorantes de que detrás de las murallas del horror está, o debería estar, la posibilidad de una infancia feliz. Pero ¿qué es esa frase? ¿Existió alguna vez una infancia feliz, o la idea de la felicidad se reduce solamente a las maneras de ver y de considerar el fenómeno? No hablaré de la sobreprotección que está en el otro extremo, de la hipersatisfacción de los menores caprichos materiales del niño o de la niña, porque el tema excede largamente estas páginas. Diré, no obstante, en palabras del filósofo francés Gilles Lipovetsky, que “el hombre hipermoderno está solo. Disfruta de su individualismo hedonista y bulímico, pero vive angustiado por la ausencia de referencias. Consume para ser más feliz”.
De la satisfacción consumista del deseo se pasa, creo yo, a la angustia del vacío; y de allí al nihilismo del que habla Friedrich Nietzsche no hay más que un paso. Como dice Juan José Morosoli, a veces nos hacen más felices esos juguetes que no están en las jugueterías: piedritas blancas o rosadas para jugar a la payana, troncos de árbol retorcidos para instalar en ellos una hamaca o un modesto pelego, alambrados flojos para balancearse en ellos durante horas y más horas. Pero de la abundancia frenética al desamparo total hay demasiado absurdo, demasiado vacío de aquel lado y demasiada renuncia y dolor de este otro. En la sociedad del consumismo no debería haber un solo niño sin juguetes, sin uno por lo menos, aunque esté hecho de trapos viejos, de piolín y madera. “Por el cinco de enero, de la majada mía,/ mi calzado cabrero a la escarcha salía./ Y hacia el seis, mis miradas hallaban en sus puertas/ mis abarcas heladas, mis abarcas desiertas”.