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Montevideo tomado

Por Leonardo Borges.

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25 de enero del año 1807 de Nuestro Señor. Nos encontramos sitiados por las fuerzas de su majestad británica. La ciudad que nos ha hecho quienes somos está por ser tomada por fuerzas del otro lado del mundo. Hace cinco días sufrimos una aplastante derrota en la que murió mi gran amigo, don Francisco Antonio Maciel. La desesperación nos embarga. Las vetustas murallas que vimos crecer como árboles hace pocos años, se derrumban ante una lluvia de plomo enemigo. La batalla del 20 en el maizal del cardal fue poco menos que una carnicería. Nos superaban en número, por cada leal español, había decenas de esas casacas rojas. ¿Qué hizo que estos hombres tan lejanos a nuestra pequeña ciudad llegaran en números tan enormes? Don Pascual nuestro Gobernador, nos informó que las guerras en Europa eran peores. Que el emperador francés Napoleón Bonaparte estaba conquistando todo lo que se interponía y no había paz para la vieja Europa. Dicen que para los franceses no hay límites. Pero quién hubiera pensado, que los problemas de aquel viejo mundo, caerían como una maldición en nuestro Reino de Indias. Hace tiempo un hombre bastante misterioso había llegado del Viejo Mundo y había hablado de Napoleón y su grandeza. Algunos lo acusaron de ser un agente del imperio, pero nadie le dio importancia, tan lejanos estábamos de aquellos problemas. Pero más allá de las desavenencias políticas y las estelas de mugre que dejan, esto es realidad, nos invaden, lo sufrimos. Nos defendemos.

¿Cómo las victorias de hoy pueden convertirse en desgracias mañana? Hacía tan poco tiempo que miles de nosotros habíamos marchado sobre la hermana Nuestra Señora Santa María del Buen Aire, y habíamos ganado el título de Muy fiel y reconquistadora ciudad. La batalla fue gloriosa, y agradezco a Dios nuestro señor haber estado cerca del general Santiago Liniers cuando el malvado Berresford le entregó la espada. Pensamos todos que la gloria no tenía fin. Pero poco después, la realidad nos sobrepasó. Prácticamente nos aplastó como a gusanos. La guerra explotó en nuestras narices y la hermana Buenos Aires esta vez no estaba disponible. Lo que estaba cayendo no era una pequeña ciudad de un rincón alejado y sucio de la corona. Está cayendo mi ciudad, Montevideo, mi hogar. Mientras escribo estas líneas, escucho morteros y cañones que rompen nuestra muralla. Es cuestión de tiempo para que pasemos a formar parte de una extranjera corona. ¿Qué pasará después? No lo sé. ¿Cómo nos tratarán? Quizás apague mi vida antes de aceptar las órdenes de los intrusos o incluso aprender su lengua. Repito que no lo sé. Por primera vez en mi vida tengo miedo. No por mí. Sino por mi ciudad. Nosotros la hicimos. La levantamos de la nada. Desde que esto era un páramo desierto, sucio, el sueño de un buen puerto. Y aquí estamos, viendo con ojos abiertos de incredulidad cómo cae. Nos defendemos, sí. Dios sabe que lo hacemos. Pero los que pensamos un poco, sabemos que es en vano. La sangre patriota es tan solo sangre. No hay nada glorioso en estas muertes, porque son en vano. Hace dos días, mientras nos defendíamos, una bala de cañón atravesó a dos soldados a mi lado. La muerte no es gloriosa y ahora lo sé. Nunca tuve nada que perder en mi vida. Hoy sí lo tengo. Mi ciudad. Un sueño que levantamos desde el año de nuestro señor de 1728, cuando nuestro barco llegó. Escribo estas palabras esperando que a mi muerte se recuerden, que recuerden a aquellos que alguna vez tuvimos un sueño, una ciudad. A aquellos que sufrimos las desgracias del destierro y que encontramos lejos de casa la patria. El hogar. Quizás muchos años después, un cronista encuentre mi manuscrito y lo haga público. Espero que no sea en otra lengua y espero que nuestra ciudad siga siendo nuestra y el único rey, el rey de España, mande con su mano piadosa las tierras del Reino de Indias.

Bajo el mando de don Santiago Liniers habíamos llegado a la Colonia del Sacramento y desde allí cruzamos a la reconquista. Recuerdo que una mañana, el 3 de agosto, estábamos acampados en las afueras de la Colonia. Recuerdo las caras de mis compatriotas. Tenían el convencimiento de aquel que mata con espada de verdad o muere con el filo de la gloria. Recuerdo cuando un joven capitán, el hijo de don Martín José, había traído la noticia a nuestra casa de la invasión enemiga. Recuerdo la mirada de aquellos hombres, ellos realmente crepitaban de rabia. Alimentaban ese fuego sagrado de la libertad con el enojo y la ira, que, bien usada, es la gloria de los mártires. En un instante, después de la noticia del joven José, todos nos habíamos convertido en patriotas. Marchamos ese grupo desparejo pero unido por una misma idea. Liberar nuestra tierra de las garras del enemigo. Justo ese día fue cuando hice mi testamento. Tantas cosas por dejar y tan poca gente. Preferiría al momento de morir estar tan desnudo como nací. Será quizás la avaricia perversa de tantas zorras y de tantos lobos hambrientos. Tanto le debo a esta tierra, rincón tan lejano de mi patria natal. Tan pobre, tan mestiza y tan hermosa como una joven criada. Esa que deseamos en silencio, mientras acaricia sus pechos, esa que no es tanto para ser nuestra esposa, pero que nos hace lamer el néctar de las pasiones prohibidas, verdaderamente lamer. Y vaya que lo he probado. Tantas veces he abierto la puerta de la misericordia y me confesé con el padre José Manuel. Y ahora aquí, a punto de morir, sea Dios, sean los invasores, he de morir en breve. Quizás estos casacas rojas no son más que una maldición divina que nos cobra lo que hicimos. Quizás nos merecemos perecer por nuestros pecados. Y tal vez no perecerán nuestras almas, quizás vagaremos eternamente dentro de la ciudad que creamos, hermosa, pero al precio de la culpa. Cuánto vale la necesidad, cuánto valen las excusas, cuánto vale el olvido.

Antes de morir, en un púrpura y asqueroso lecho de muerte, don Francisco pidió perdón. Yo estaba lejos, pero lo escuché. Sus ojos murieron mirando algo, no sé qué exactamente, pero esa mirada me turba todavía. Quizás nos merecemos morir. No temo el final, temo el principio. Y temo por mi ciudad. Solemne testigo de nuestros pecados. Murallas mudas. Monumento de nuestros sacrificios.

La gloria nos hace inmortales, pero la gloria no es mi compañera. Por eso quizás pueda trascender en mi ciudad.

Estoy viejo y me siento viejo, mi cuerpo se marchita y se marchita mi alma. Es así que decido contar mi historia. Ante el final, el hombre se hace débil, abyecto a la tiranía del tiempo. La invasión de los años carcome de a poco el espíritu como los casacas rojas destruyen nuestros muros. Decido contar mi historia para lavar mis culpas o al menos sentir que soy un poco más sincero de lo que he sido. No sé hasta qué punto llegaré. Me he encerrado en mi habitación esperando lo peor. Soy muy viejo y estoy muy cansado para pelear. Se me ha quebrado el espíritu. En estos momentos comprendo a aquel viejo caballo que le compré a don Cristóbal Cayetano de Herrera. Aquel viejo presuntuoso. Felipe era su nombre y moribundo se dejó caer. Le facilitó el trabajo a la muerte. Se le había quebrado el espíritu. La muerte vence siempre a la larga y en algún momento lo aceptamos.

Entre los estruendos y las ráfagas de cañón todo lo que observo es oscuro. La vela encendida ilumina la hoja, mi pluma y mi cadavérica mano. Por la ventana se enciende el cielo de tanto en tanto y logro ver la bahía. Tan desnuda estaba aquella mañana. Tantos niños corriendo y riendo. Pardos indios trabajando, soldados harapientos observando a las mujeres como una fiera observa a su presa dispuesta a atacar. Todo era tan sucio pero tan virgen. Tan puro. Era un papel en blanco preparado para ser escrito. No nos habíamos dado cuenta de lo afortunados que habíamos sido al salir de nuestras islas. Siempre solía conversar con María Camejo, ella sí que añoraba las islas. Soñaba con que un drago creciera en el fondo de su chacra. Soñaba con volver. Pero en momento que la vida se hace, ya no se deshace. ¿Volver a qué? ¿Con quién? ¿A hacer qué? El desarraigo se paga muy caro, varios doblones ha de costar volver. Pero esos doblones no son del oro del Perú. Yo solía decirle que era como volver a sentir lo que uno sintió aquel día que vimos irse aquellos navíos de don Francisco de Alzáibar. Con él se iba nuestra vida anterior. Volver ya no era una opción.

Así es como comienzo mi historia. Esperando expiar lo que se pueda. Y espero terminar mis páginas con un hermoso día a la mañana, viendo alejarse los navíos enemigos. La esperanza es abyecta a nuestra voluntad.

Quien aquí suscribe, don Carmelo Perdomo y Vera.

 

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