Escondidas en distintas partes de su cuerpo, Víctor Basterra metódicamente fue sacando fotografías que se tomaban en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), donde tuvo el extraño privilegio de ser el último secuestrado en salir con vida. Los controles de los marinos sobre Basterra duraron hasta bien entrada la democracia y aún después de que él se presentara ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), en mayo de 1984. Sus fotos y su testimonio fueron clave para reconstruir lo sucedido en el centro clandestino más emblemático de la última dictadura y ponerle rostro a los nombres de los represores que allí operaban. Actor central del proceso de verdad y justicia, murió en la madrugada de este sábado mientras estaba internado en un hospital de La Plata, víctima de un cáncer.
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Basterra tenía 35 años cuando el 10 de agosto de 1979 un grupo de cuatro hombres apareció en la terraza de su casa de Valentín Alsina. Su perro, Olaf, ladraba enloquecido. Él se incorporó, todavía dolorido por una operación reciente de hernia, y se encontró con la patota de lo que después sabría que era la ESMA. Con él, se llevaron a su compañera, Dora Laura Seoane, y a su hija de dos meses y diez días, María Eva. Basterra sufrió dos paros cardíacos por la tortura dentro de la ESMA.
Basterra era militante del Peronismo de Base y de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP). Su secuestro se produjo en la víspera de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), cuando los marinos vaciaron la ESMA y trasladaron a los detenidos a una isla del Tigre conocida como “El Silencio”. En los primeros días de enero de 1980, a Basterra lo bajaron del sector de “Capucha”, donde los secuestrados permanecían engrillados y encapuchados. Le dijeron que tenía dos opciones: trabajaba o moría. Y trabajó como mano de obra esclava en el sótano de la ESMA — también conocido como el sector cuatro.
En ese año, cambiaba el sistema de documentación en el país. A los documentos de identidad les iban a agregar el sistema de seguridad que se usaba para los valores cambiarios. Basterra era un experto y la Armada rápidamente pensó en emplearlo para sus intereses. Víctor venía de una familia muy humilde. Su padre murió cuando tenía un año, por lo que prácticamente no llegó a conocerlo. Empezó a trabajar a los ocho o nueve años, repartiendo diarios. Cuando terminó la primaria, se sumó al gremio gráfico, donde se formó. Antes de su caída, solía echar mano a una máquina de escribir y a un mimeógrafo para hacer unos volantes que repartía con denuncias contra la dictadura. A las cuatro de la mañana, agarraba la bicicleta y pasaba por las fábricas para repartir las hojitas. Terminaba a las cuatro y media, cuando seguía rumbo, ahora sí, para su trabajo de doce horas.
En el sector de Documentación de la ESMA se hacían, por ejemplo, los documentos falsos que usaban los marinos para distintas operaciones. Con el tiempo advirtió que había un único lugar donde podía preservar algunas imágenes con la intención de sacarlas de la ESMA: unas cajas donde se guardaba el material fotosensible, que los represores no abrían por temor a malgastar un material bastante caro. Durante las salidas, empezó escondiendo algunos de las fotografías entre sus genitales para sacarlas de la ESMA. Cuando los controles previos a las salidas se flexibilizaron, Basterra las acomodaba entre sus medias y salía con la esperanza de que ese material algún día iba a servirle a él o a otros para hacer justicia.
Basterra salió de la ESMA el 3 de diciembre de 1983, una semana antes de que Raúl Alfonsín asumiera el gobierno. Pero no fue liberado entonces. Le dijeron que lo iban a seguir controlando. Recibió unas cinco o seis visitas de los marinos en su casa de José C. Paz, relató en el Juicio a las Juntas. Esas visitas de control se detuvieron para agosto de 1984, cuando presentó una querella contra sus captores ante el juzgado de instrucción 30, a cargo de Juan Carlos Cardinali.
Dos meses antes, en mayo de 1984, le había pedido a un amigo que le hiciera un “contraseguimiento”. Tenía que ir a un lugar muy importante y temía que lo secuestraran antes de llegar. El lugar era el Centro Cultural General San Martín, donde funcionaba la Conadep. Llevaba consigo las listas de compañeros a quienes había visto en la ESMA y la de los represores, que había confeccionado con la ayuda de un arquitecto amigo. También entregó las fotos que había logrado recuperar de la ESMA — las que sacaba a los represores para hacerles los documentos falsos y las que les habían tomado a los secuestrados. En sus días casi solitarios en el centro clandestino, había logrado también guardar algunos documentos, que daban cuenta de cuán meticulosos eran los genocidas con sus presas o sus blancos. Basterra les pidió a los integrantes de la Conadep que no se diera a publicidad la existencia de las fotos todavía.
En julio de ese año, llevó a su compañera y sus dos hijas a Neuquén para mantenerlas a salvo de la rapiña de la ESMA y continuó con la denuncia. Se contactó con el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y le dio forma a su testimonio, que se distribuyó con las fotos y documentos que había logrado sacar de la ESMA. Ése fue el “informe Basterra”.
Su testimonio en el Juicio a las Juntas duró casi seis horas. Su compañero de cautiverio, Enrique “Cachito” Fukman nunca le pudo perdonar la cantidad de tiempo que debió esperar para brindar el suyo. Cuando, en la década siguiente, viajaron a España a testimoniar ante el juez Baltasar Garzón, Fukman tomó revancha y entró el primero. Su otro compañero, con quien compartían el trabajo esclavo en el sótano de la ESMA, Carlos “Sueco” Lordkipanidse lo recordó con la foto del día de la sentencia en el juicio que terminó el 29 de noviembre de 2017, mientras los dos esperaban el veredicto del Tribunal Oral Federal (TOF) 5 dentro de la sala de audiencias. Basterra transitó cada territorio donde se libraba la lucha por la memoria, la verdad y la justicia.
En marzo de 1980, durante los primeros meses de su secuestro, su compañero Néstor Ardeti — el “Gordo Ramón” — le dijo: “Negro, si zafás de ésta, que no se la lleven de arriba”. Basterra recordó esas palabras en una entrevista que le concedió en 2015 a Ana Cacopardo. “Ese es mi mandato”, le dijo. El «Petiso Víctor», como le decían sus compañeros que hoy lo lloran sin consuelo, cumplió con creces.
Fuente: Página/12