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Nadie se salva solo

Por Marcia Collazo.

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Yo no sé si el narcisismo y el individualismo son innatos o más bien adquiridos. En todo caso, la publicidad capitalista los fomenta, y cómo. Es triste pensar que muy poca gente, por no decir ninguna, saluda a desconocidos por la calle, al subir a un ómnibus o al entrar al cine o al teatro, y en caso de que lo haga recibirá un gruñido desconfiado por toda respuesta.

Así como Hanna Arendt habló de la banalidad del mal, hoy habría que hablar de la banalidad de la autoestima. Les decimos a los niños que son seres únicos y especiales porque sí, sin fundar esta afirmación en ningún valor como, por ejemplo, en su generosidad, su aplicación en los estudios, su compañerismo u otras cualidades. Y lo mismo vale para el resto de la sociedad. Imbuidos de ese narcisismo fácil, nos autoproclamamos seres maravillosos y esperamos que el universo se incline ante nosotros, sin percatarnos de que, en el proceso, nos alejamos peligrosamente del prójimo.

El problema del individuo y el colectivo ha sido tomado por la filosofía desde hace siglos, empezando por los contractualistas clásicos, como Hobbes, Locke y Rousseau, y siguiendo por pensadores más actuales, entre los cuales se encuentran prestigiosos latinoamericanos. El filósofo coreano Chul Han se refiere en su libro La expulsión de lo distinto al rechazo del otro por ser otro, y lo fundamenta en el narcisismo y el individualismo. Nuevas miradas sobre viejas reflexiones, podríamos decir. Ya Hobbes habla del estado de naturaleza en el que no existen las leyes o normas, y campea por lo tanto la ley del más fuerte. Sin embargo, dada la igualdad aproximada que existe entre todos los hombres, no solamente en fuerza física sino también en inteligencia, el más fuerte tiende a ser aniquilado rápidamente por otro u otros más resistentes que él.

En el estado de naturaleza impera la máxima de que “el hombre es el lobo del hombre”, hasta que llega la reflexión, se impone la cordura y esos mismos seres humanos se percatan de que nada pueden y nada son sin el otro, sin los otros, sin la humanidad en su conjunto. Las soluciones difieren según de qué pensador y de qué contexto histórico se trate, pero todos son afines en considerar que del caos no se sale solo, sino en conjunto con los demás. La unión es, por lo tanto, imprescindible. El diálogo y el conocimiento también. Para algunos exponentes de la filosofía de la liberación latinoamericana, como Arturo Andrés Roig, la sociedad se configura a partir de un “nosotros” que combina lo plural y diverso con lo particular y subjetivo de cada persona.

Para lograr una verdadera filosofía transformadora y liberadora, es necesario que el sujeto se afirme no como un ser narcisista, ni mucho menos individualista, sino como un “nosotros” valioso en sí mismo, con independencia de su contexto histórico, de su peculiar problemática, e incluso a pesar de su condición de sometimiento o de esclavitud. Este acto de ponerse como valioso es el primer escalón de una larga escalera que llevaría a la liberación. Semejante proceso no se realiza en soledad.

José Martí, uno de los pilares de la filosofía de la liberación, escribió en su ensayo Nuestra América: “Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifiquen al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos”.

Esto de dar por bueno el orden universal es bastante terrible. Si a la gente, concebida como simple masa, se le brinda el famoso “pan y circo”, o sea los instrumentos básicos de alienación y de goce (por ejemplo, tarjetas de crédito y celulares) entonces la mitad del trabajo negativo está hecho. Me atrevería a decir que en tal caso, hemos comprado nuestra muerte segura, al menos en términos de poder de transformación social. Estaremos muertos; seremos zombies, espectros de una humanidad que pudo ser pensante, actuante, crítica y en alerta. Flotaremos en las aguas envenenadas de un narcisismo estéril, que nos permite colgar millares de imágenes nuestras -fulana y fulano han cambiado su foto de perfil- a cambio de unos cuantos “me gusta”, sin considerar que la monstruosa pérdida de tiempo que implican semejantes actividades nos escamotea la posibilidad de ejercer una actitud transformadora y auténticamente liberadora.

Como dice Roig, es necesario “ponernos para nosotros y valer sencillamente para nosotros”, lo cual sólo se logra mediante el conocimiento recíproco; por eso Martí sostiene que “los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos… Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire… ¡Los árboles se han de poner en fila para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes”. Al afirmar esto, Martí está sembrando la semilla de la revolución, entendida como transformación liberadora.

Sin embargo, para Chul Han esta revolución no es posible hoy por hoy. Para que lo fuera, habría que romper ciertos mandatos fuertemente instalados en la sociedad, no ya como órdenes, sino como verdades asumidas de manera automática. Entre estos mandatos se encuentran la consigna del rendimiento -tú puedes, tú lo deseas, tú vas a lograrlo-, del individualismo -tu shopping, tu banco, tus vacaciones, tu embarazo, tu automóvil-, y del narcisismo -eres único, eres el mejor, te lo mereces todo porque sí, el mundo gira en torno a tu ombligo-. La combinación de estos tres mandatos suele ser letal para cualquier sociedad. El primero nos convierte en esclavos; anula nuestra capacidad de hacer una pausa, de reflexionar y de considerar los porqués. El segundo nos transforma en seres brutalmente egoístas, incapaces de ver al otro. El tercero nos engaña, al promover sólo la autocontemplación; destruye el tejido de la solidaridad humana y promueve una igualdad rasa que tiende a nivelar para abajo.

Adiós a la idea de los talentos y de las virtudes. Ahora, cualquiera tiene derecho al esquema más amplio de goce y de reconocimiento, haga lo que haga y diga lo que diga. En tales condiciones, la revolución no es posible, afirma Chul Han. Para que lo fuera, habría que generar proyectos conjuntos, construir una comunidad no de seres iguales -todos esclavos, todos narcisistas, todos engañados- sino de gente diversa y libre que piensa y es capaz de proyectar un futuro común. Abandonar la cáscara, abrirse al otro, depositar en sus manos el miedo. Seguramente esto dará mucho trabajo, pero existen señales luminosas. No se trata de crear sistemas en donde todos pensemos igual, al estilo de la Alemania nazi, sino de establecer mecanismos que nos permitan dialogar con los otros en base a la racionalidad, la argumentación y el respeto, buscando llegar a acuerdos basados en la convicción y no en un mero capricho, corrupción, ventaja o amiguismo. A esto me refería más arriba cuando cité la idea de ponernos como valiosos a nosotros mismos. Como dice Paulo Freire, a quien tantas veces he citado: “Nadie se salva solo, nadie salva a nadie, todos nos salvamos en comunidad”.

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