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Nepotismos al servicio del circo mediático

Por Rafael Bayce.

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Caras y Caretas Diario

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Una nueva etapa del proceso de judicialización mediática de la política se empieza a perfilar con la batalla sobre la legalidad o moralidad de contrataciones, nombramientos y aumentos de sueldo en diversas intendencias, con probabilidades de que ese debate recrudezca en todas las reparticiones públicas de los tres poderes del Estado. En esta asquerosa posmodernidad política que vivimos, ya no se lucra con el debate de ideas teóricas acerca de la sociedad, su deber ser y el qué y cómo hacer. Sería muy largo, llevaría tiempo y la gente está demasiado ocupada en seguir las estupideces, simplificaciones y frivolidades de Twitter, Instagram y Facebook como para perder tiempo en leer algo sólido y fundamentado respecto de nada. El cotidiano se ha vuelto una sucesión histérica de grititos sobre imágenes y frases de efecto con mayor o menor suerte en la ocupación del ciberespacio, altamente dependiente del impacto visual y de la simplificación del mensaje intercambiado. Lo que en definitiva impacta en política es el cuestionamiento moral de jerarcas y candidatos con base en irregularidades jurídicas posibles, con todas las imágenes que puedan obtenerse. En ese trillo, lo que empezará a ocupar en este año electoral las editoriales y los titulares periodísticos parece ser el barril sin fondo del cuestionamiento de la legalidad y moralidad de contrataciones, nombramientos, y del monto y evolución de las remuneraciones de esos contratados y nombrados. El criterio de discusión debería ser el de la legalidad o no de todo ello, aunque, a falta de su ilegalidad manifiesta, ya se comience a cuestionar su moralidad. En buena prueba de su carácter inquisitorial, los organismos encargados de los juicios legales ya han hecho referencia a la inmoralidad de ciertos actos, aunque deben reconocer que no son ilegales de acuerdo a la normativa vigente. “Yo no lo hubiera hecho, aunque no sea ilegal”, ha dicho el supremo inquisidor Gil Iribarne, en clara afirmación que abusa de sus funciones, que son de control de la legalidad y no de enjuiciador moral de intenciones. Aunque sea perfectamente posible sostener una crítica a algún dicho o hecho salvando su legalidad, pero objetando su moralidad, y cualquiera puede hacerlo, y es común que ello se haga en al ámbito político periodístico, integrantes de los organismos de control de la legalidad no deberían meterse en esta materia. Haciéndolo, como lo ha hecho Gil Iribarne, contribuyen al circo político moral y a la farándula de judicialización mediática de la política, tan nociva y contribuyente a la némesis de la política que estamos viviendo desde tantos ángulos complementarios.   El declive particularista Cuando alguien contrata, nombra o varía la remuneración de otra persona, lo hace no sólo por razones de eficacia técnica en el cumplimiento de sus roles, sino también por otros motivos, tales como la confianza interpersonal, la afinidad de caracteres, la comodidad de los intercambios, inercias comunicacionales y de vecindad, familiaridad o comunalidades diversas que contribuyen a la eficacia y eficiencia de las funciones y roles más allá de las capacidades y habilidades técnicas poseídas. La gran discusión teórica detrás de todo este asunto de las ilegalidades e inmoralidades en la función pública, aunque podría también debatirse en lo privado, es el de la radicalidad en la cambiante tendencia a la sustitución de las pautas ‘particularistas’ de evaluación de personas y desempeños por pautas ‘universalistas’ como tendencia general en la modernización eficaz y eficiente de las estructuras sociales. La discusión más amplia de esto apareció en 1951, con El sistema social, de Talcott Parsons. Dice Parsons que hay una tendencia en la modernización eficiente de las estructuras por la que se tiende a evaluar performances y personas en roles y funciones, no tanto por quiénes son en relación a los jerarcas superordinados, sino más bien con base en las capacidades y habilidades que poseen para el mejor desempeño de roles y funciones. Hay entonces una pauta de evaluación particularista cuando personas y desempeños de roles y funciones son juzgados, para su designación como para su evaluación, en criterios particulares y no universales. Son criterios particularistas, por ejemplo, el grado de consanguinidad en el parentesco (esto es lo que está legal y moralmente en juego en los casos mediáticos a los que nos estamos refiriendo), el género, la faja etaria, la vecindad, un pasado compartido, una comunalidad ideológica, una pertenencia partidaria, una amistad fuerte, una comunidad religiosa o étnica. Es decir que cualquier calificación ajena a las capacidades y habilidades para los roles y funciones a desempeñar debería tender a perder relevancia en estructuras que aspiren más al mejoramiento de su funcionamiento sistémico que a otras cosas, mejoramiento que aseguraría lo más importante del bienestar colectivo. Por eso, la maximización de la apreciación de habilidades y capacidades respecto de todos los otros criterios de consideración de personas y desempeños es un importante criterio de apreciación del grado de universalismo, con el que las estructuras sociales van superando al particularismo funcional-sistémico. Y también es por eso que las estructuras jurídicas, funcionalmente a esa modernización eficientista en la apreciación de los recursos humanos disponibles, prohíben ciertos particularismos de nepotismo familiar, que eran comunes en todo el pasado esclavista, feudal, y que los son aún hoy en los autoritarismos políticos (y ni qué hablar en el sector privado, porque otro efecto perverso del debate instalado es hacer creer que particularismos dañinos hay sólo en el sector público). En todos esos casos, los intereses particulares son bien servidos, no tanto por la eficacia y eficiencia del funcionamiento del todo, como por su utilidad para reproducir un núcleo de poder, estatus e ingreso (la introducción del sufragio universal resquebrajó el sistema introduciendo exigencias de bien común para el voto).   Lógicas funcionales El capitalismo, desde su ética protestante (Max Weber dixit), y la ética cristiana del trabajo, erosiona las lógicas particularistas y alimenta las normativas legisladas más modernas que castigan civil y penalmente ciertos particularismos por ser perjudiciales al bien común, al disminuir la eficacia, eficiencia y equidad en los procesos y productos del sistema. Se está en el camino hacia la pauta universalista que Parsons postula paradigmáticamente como tendencia. Sin embargo, ni el mundo particularista murió ni ciertos particularismos dejan de ser útiles, aun en estructuras universalistas avanzadas. Aunque uno pueda definir un cargo por medio del más impoluto y tecnificado concurso de oposición y méritos, aunque las gestiones sean juzgadas por medio de evaluaciones funcionales impecables, siempre habrá personas con las cuales hay más ‘onda’ y vibración común. En principio, habrá más confianza si son familiares apreciados, si son vecinos de compartir cotidianos, hasta si fueron a la misma escuela o son hinchas del mismo equipo. Esos factores ‘particularistas’ aún tienen influencia para un buen funcionamiento ‘universalista’. Si la empresa necesita un contador, se incurriría en un particularismo antiuniversalista si se contratara a un familiar, vecino o compañero que no es contador para ese cargo; si no tuviera las habilidades y capacidades objetivamente acreditables para el puesto. Pero si las tuviera, ¿por qué su carácter de familiar, vecino, compañero, amigo, etcétera, todas cualidades que pueden mejorar el cotidiano interactivo en la organización y con sus jerarcas, sería inhabilitante? ¿O no se puede ser familiar, amigo, vecino, compañero de escuela, pareja o ‘programa’, colega profesional, adherente a la misma colectividad religiosa o política, para poder actuar funcionalmente bien para un sistema? Los criterios particularistas son objetables si sustituyen a los universalistas; pero no si simplemente se suman a ellos, en cuyo caso hasta contribuirían a la funcionalidad sistémica a la que aspira distintivamente el universalismo puro o dominante, por oposición a un particularismo puro o dominante. Está bien que haya alerta moral y hasta normativa jurídica judicialmente implementable para proteger a la sociedad de ineficacias, ineficiencias e inequidades derivadas de un salvaje particularismo ignorante de todo universalismo mínimo sano. Pero también hay que saber que al interior de ese mínimo universalista, algunos particularismos no son disfuncionales, sino que pueden ser claramente funcionales. La tendencia a la salvaguarda de los universalismos no debe habilitar a una caza de brujas inquisitorial de particularismos que pueden no ser dañinos, sino hasta comprensiblemente funcionales. Los organismos de control, transparencia y ética, tienen el riesgo de derivar en neotribunales de la santa inquisición que contribuyan al cambalache y farándula de judicialización mediática de la política que ayuden en la némesis de la política que vivimos.  

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