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Neruda, la poesía nueva y un montón de miserias humanas

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Durante la celebración de mi cumpleaños número treinta y seis, la conversación recayó en Neruda. Una de mis mejores amigas declaró que después de haber leído la autobiografía del poeta chileno (Confieso que he vivido), lo odiaba con toda su alma, por violador y por acomodaticio, según declaró, y añadió que toda su poesía quedaba oscurecida por semejantes crímenes. Incluso creo recordar que se levantó y se fue de la reunión. Yo me quedé pensando que en el universo de las cosas humanas, la palabra debe ser el material más poderoso. En base a la palabra se ha construido todo el arsenal de las ideas, esas mismas que le van dando forma al mundo y levantan montañas de símbolos y aludes de significaciones para nombrar a monstruos y ángeles, paz y guerra, miseria y buena fortuna, falsedad y verdad. Y de entre todas las expresiones de la idea y de la palabra, se destaca la voz poética, tan enigmática como peligrosa. Lástima que también en este terreno abunden las frases hechas, los cánones, las clasificaciones rígidas y demás conservadurismos. Chile, que cuenta ya con dos premios Nobel en poesía, no es una excepción. Pienso, por supuesto, en Gabriela Mistral y en Pablo Neruda. Particularmente en este último, la poesía se transformó en un terremoto –y el símil viene muy a cuento– encaminado a socavar los cimientos de lo que hasta ese momento se entendía por el oficio de hacer versos y rimas. Nada fue lo mismo después de Neruda. Él fundó una extraña amalgama entre poesía y política, poesía e ideología, poesía y radical condición humana. No creo que el fenómeno sea algo nuevo, ni en América Latina ni en el resto del mundo, pero en el caso de Neruda dicha cuestión simbolizó en más de un sentido la voz y el drama del espíritu americano. El compromiso social y político no le salió gratuito, en todo caso; con su estilo, su actitud vital y su proceder llegó a despertar los más terribles odios entre sus propios colegas del verso, con lo cual quedó demostrado que el conservadurismo al que me refería antes puede anidar incluso en el terreno de las artes, en las que –se supone– reina la más absoluta libertad. Pablo de Rokha, uno de los principales poetas de Chile, lo atacó con virulencia; llegó a decir en 1932 que los versos de Crepusculario eran una “obra soberbia de estupidez” y que Veinte poemas de amor y una canción desesperada eran “periodismo rimado y sobado hasta la locura”. A las críticas se sumó Vicente Huidobro, quien acusó a Neruda de plagiar a Rabindranath Tagore. Es bien sabido que los rencores intelectuales suelen correr parejos con la vanidad, la soberbia y otras miserias humanas. Neruda, por supuesto, padecía con creces de algunos de esos defectos, pero al menos tuvo la dignidad de mantener un silencio más bien piadoso frente al derroche de estulticia de sus críticos y no se arredró a la hora de saltar de las trincheras de la poesía a las trincheras de la política y de la lucha social. En la época que siguió a la guerra civil española, mientras traía unos 2.000 republicanos a Chile y escribía versos con el ímpetu de una metralleta humana, no dejaba de reprochar a la poesía del momento su falta de moral civil. Todo ello confundía a unos cuantos, acaso porque se entendía que el quehacer poético es una actividad espiritual desprendida de las contiendas y miserias terrenales. El propio Octavio Paz, otro de los llamados intelectuales comprometidos, llegó a exclamar que la literatura de Neruda “está contaminada por la política, y su política por su literatura”. El poeta situado a la orilla de las pasiones y los desenfrenos, a la manera en que lo concibió el humanismo renacentista, no parecía congeniar en absoluto con lo que Neruda concebía por actitud creadora. Ni santuario de libros, ni torre de marfil del pensamiento ni desprecio olímpico por las mudables circunstancias históricas. Nada de eso fue lo suyo; más allá de los cargos de vanidad, amiguismo o “enemiguismo”, oportunidad y hasta lujuria incontrolable, Neruda se reveló de entrada como un artista singular, profundamente atípico, que de muchas maneras venía a romper el molde de lo que se definió durante 2.000 años como la figura del filósofo, poeta, ensayista o intelectual a secas. En la obra Humanismo burgués y humanismo proletario, de Aníbal Ponce, pensador argentino que supo ser discípulo de José Ingenieros, se analiza precisamente la figura de ese humanista apartado de las vicisitudes humanas, que rinde culto a la pura razón y que desdeña todo trabajo terrenal, y especialmente toda manifestación de lo popular. Ponce cita a Giordano Bruno, para quien “las verdaderas proposiciones no son presentadas al vulgo, sino únicamente a los sabios que puedan comprender nuestro discurso”. Vulgo, villanos, terrón, estiércol y tierra elemental, ignorancia y bestialidad, todo se consideraba uno, cuando de pueblo se trataba. Frente a esto, vale la pena recordar los siguientes versos de Neruda:   “Y así, de tierra en tierra fui tocando, el barro americano, mi estatura Y subió por mis venas el olvido recostado en el tiempo, hasta que un día estremeció mi boca su lenguaje”.   O aquellos otros dedicados a la patria-pueblo:   “Hoy saldrás del carbón y del rocío Hoy llegarás a sacudir las puertas con manos maltratadas, con pedazos de alma sobreviviente, con racimos de miradas que no extinguió la muerte, con herramientas hurañas armadas bajo los harapos”.   Ponce denuncia la paradoja de que el humanismo, nacido como instrumento de lucha contra la opresión, deviene con el paso del tiempo en una suerte de conservadurismo hipócrita que privilegia la inteligencia abstracta y desprecia la acción y que, para colmo, se pone al servicio de esos mismos instrumentos de opresión que dice atacar. La obra de Ponce se inscribe en la concepción marxista del “hombre nuevo”, y apuesta a la construcción de un humanismo proletario en el que la cultura será accesible a todos; y aunque su planteo adolece de no pocas contradicciones, omisiones y mayúsculas ingenuidades teóricas cuyo tratamiento excede el tema de este artículo, no resulta aventurado vincular buena parte de la poesía y la praxis vital de Neruda a ese contexto. El poeta chileno abrazó toda su vida la ideología comunista y bien pudo decir, junto a Ernesto Che Guevara (otro devoto lector de Ponce), que “para construir el comunismo, simultáneamente con la base material, hay que hacer al hombre nuevo”. La poesía y la política son una pésima combinación, suele sostenerse; la primera permanece o debería permanecer más allá de la arena donde las bajas pasiones humanas se dirimen. La política, además, es un asunto de cuidado, que ensucia a quien no es capaz de transformarse en chacal, en lobo, o en un depredador lo bastante fuerte y cínico. Sócrates bebió la cicuta por haberse metido, precisamente, con la política ateniense. Neruda fue atacado de diversas maneras por el mismo motivo, y su propia muerte está directamente relacionada con el aparato del poder, el odio desatado y la aniquilación. Y sin embargo, mal que les pese a sus detractores (que continúan siendo unos cuantos, aunque usted no lo crea) el asunto crucial, único y definitivo, es el de la buena o mala poesía, venga de donde venga y hable de lo que hable. Será por eso que Neruda sigue siendo Neruda.   “No soy una campana de tan lejos, ni un cristal enterrado tan profundo que tú no puedas descifrar, soy sólo pueblo, puerta escondida, pan oscuro, y cuando me recibes, te recibes a ti mismo, a ese huésped tantas veces golpeado y tantas veces renacido”.

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