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Columna destacada |

Semana de la emotividad

Nostalgia, compromiso y ejemplos

Por Juan Raúl Ferreira

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Hay tantas fechas que se recuerdan, que sin criterio consumista comercial quiero agregar una: los días de la emotividad. La mía fue la semana en que escribo para publicar el viernes.

Cuando Mons. Romero fue beatificado (candidato a santo), fui invitado por el papa Francisco a la ceremonia. Durante mi mandato de embajador, a la muerte del cardenal Quarraccino, Bergoglio asume el arzobispado. Mantuvimos una relación muy fuerte. Ayudaba mucho a ello que una de las personas más cercanas a él era Tucho Methol Ferré. Un uruguayo que deberíamos recordar más en el día a día.

La beatificación de Romero, el 23 de mayo de 2015, fue impresionante. Nunca viví algo así. La noche antes, bajo diluvio, los campesinos y sus familias llegaron desde cada rincón del El Salvador. Como dijo el poeta: “El pueblo salvadoreño ya te ha hecho santo”.

Conocí a Romero cuando la Universidad de Georgetown le dio un título Honoris Causa que le costó aceptar porque su sencillez no era una pose, y fue el Claustro a entregársela a San Salvador de donde no quería salir. Allí, trabajando en WOLA, hacía trabajos de prensa para la TV mexicana para ayudar a parar la olla.

Esa noche nos conocimos y pasó a ser uno de los referentes más importantes de mi vida hasta hoy. Él sabía manejar multitudes, y opinión mundial, pero al mismo tiempo dar a cada uno la calidad que su instinto de profeta le hacía priorizar. De noche cenamos los que llegamos del exterior, le hice una nota, y me dijo: “Eres gracioso en tus cuentos, lo importante en ellos no es el episodio en sí mismo, sino la gracia que le sabes dar a los detalles. Pero no te ves feliz, ocultas un dolor indisimulable”. Pospuse mi retorno para quedarme en su modesta casa de un dormitorio con un cómodo sofá en el estar.

A partir de ahí no podía dejar de visitarlo. Contaba de sus miedos, sus dolores, sus llantos “solo en el huerto”. Fue sobre su modesta sotana blanca que aprendí a llorar el dolor. De a poco. Aún me costó cuando murieron mis padres. Y cuando lo mataron, por más que sabíamos que era inminente.

El domingo pasado, cuando fue santo, empecé muy temprano. Transmití en vivo para Telesur, comentando el rito e intercalando anécdotas de vida. La diferencia horaria hizo que todo esto arrancara a las 6 AM. A las 17, Misa en la Primera Parroquia del mundo, fuera de El Salvador, que lleva su nombre, la Iglesia de la Cruz de Paso Carrasco.

Estaba ya cansado emocional y físicamente. Un diácono se me acercó a pedirme que hablara tras la comunión. Quise hacerlo. Pero me venció la emoción y fue un papelón. Al regresar, acaso sentí que el hombro sobre cuya sotana blanca lloraba no se había ido, sino que ahora me acompañaría siempre, en privado y en público.

Bendición que tuviera que exponer sobre el padre Emilio Castro, en su primer barrio de pastor. No tengo espacio para mencionar todo: expositores, clima general. Fue el padrino del exilio. Mis viejos lo adoraban. Pero en este caso, la amistad de uno y otros no era por herencia, Yo en Washington tenía amistad directa con él. Solo una vez presencié una de las cenas que compartí de mi padre con él, papá cocinó todo el día (en Londres). Picaba a mano y amasaba los ingredientes de las empanadas. La única vez que compartimos una de esas cenas en casa de mis viejos dije: “por qué tanta pompa si viene un amigo” y papá con su incurable transgresor humor me dijo: “JR es el papa protestante”.

Lo conocía porque, como autoridad del protestantismo mundial, sentimos su influencia y presencia en la oficina ecuménica (WOLA) en la que trabajaba. A mi regreso, lo vi siempre que venía, leí su carta junto a mi madre y Gladys el día que murió papá. Rezamos juntos los tres, días después, y sus impresionantes declaraciones se citan en mi libro “Tocando el Cielo”.

Hablé en su Iglesia el día que cumplió 80 años, el día de su muerte. Y en el homenaje del 15 de octubre.

El viernes, cumplió 80 años Jair Kirsch. El Premio Nobel emérito a los DDHH. En momentos tristes de su patria, se le hizo un festejo en el parlamento uruguayo. 80 años de ejemplo. Sin estar previsto, me pidió que dijera dos palabras. Recordó cosas hechas juntos, algunas con Cacho López Balestra. No recuerdo mucho cómo fue, solo la cara de ambos cuando nos vimos y el tierno y silencioso abrazo apretado que nos dimos, que me dará fuerza toda la vida. Qué semana.

 

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