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Por Leandro Grille.

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No es una buena práctica criticar una obra sin leerla. Algo así de razonable me han objetado algunas personas en estos días, luego de mi artículo sobre el libro de María Urruzola contra Eleuterio Fernández Huidobro. Podría coincidir con este sano reparo de los ecuánimes, pero estoy obligado a disentir porque, de no hacerlo, sería un cínico. Yo no creo que este libro deba valorarse por lo que dice, sino por su propósito: el contenido es accesorio. Su leit motiv es la sustancia. Más o menos igual que aquella otra obra intitulada Testimonio de una nación agredida, que tampoco leí ni leeré jamás.

Con todo, el raid mediático de la autora nos exime, mediante la confesión de parte, de la obligación de probar lo que sólo en un gran derroche de obstinación burocrática se puede negar que el libro dice: la autora afirma que el Ñato fue un colaborador, y se hace eco de un viejo documento que detalla presuntas delaciones, elaborado por la dictadura, filtrado por los genocidas, volanteado por sus enemigos, y al que Urruzola atribuye una autenticidad fuera de toda duda. En otro orden, la autora expone que el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) y el Movimiento de Participación Popular (MPP), luego de la dictadura y hasta 1998, se financiaron mediante atracos millonarios en dólares, decididos por José Mujica y Eleuterio Fernández Huidobro, echando mano al testimonio de una fuente anónima a la que identifica como “Beto”.

En un reportaje promocional y complaciente con La Diaria, Urruzola se explaya sobre estos asuntos y propone como tesis principal del libro que Huidobro fue un tipo coherente toda su vida, lo que en una traducción simultánea desde el terreno del subterfugio al lenguaje de la intención de la autora significa que el Ñato no devino converso en la senectud, sino que fue siempre un hijo de puta.

No me importa lo que Urruzola crea de Huidobro. Tiene derecho a pensar lo que sea. Pero esta vez, humildemente, me propongo introducir una serie de observaciones morales que a la vez podrían ser un personal criterio deontológico en el ejercicio de la profesión de comunicar y una prevención ética en la militancia política, sobre todo cuando, enfrascados en la pasión de la lucha de ideas, no pocas veces nos vemos tentados a la abyección de usar cualquier bajeza como argumento para desestabilizar al interlocutor o al adversario.

Como principio, no se debe enlodar la memoria de un muerto con acusaciones fundadas en los servicios de inteligencia de un Estado terrorista que sometió a la tortura y al encierro justamente a ese hombre. Mucho menos se debe hacer semejante vileza a seis meses de la muerte del infamado y con “documentos”, antes conocidos como “carne podrida”, que llevan muchos años circulando sin que nunca antes, mientras el hombre vivía, alguien se haya atrevido a esgrimirlos como prueba de una traición.

Nadie está obligado a compartir las ideas de Huidobro ni el relato histórico de los tupamaros, pero es indigno llevar la polémica al buchoneo, y eso si diéramos por cierta la versión –que contraría la memoria de todos los militantes, entre los que me incluyo– de que el MPP se financió con robos hasta 1998. En cualquier caso, todos los señalados han negado esa especie, desde los dirigentes del entonces del MLN-T, como Mujica o Julio Marenales, hasta el ministro del Interior de la época, el blanco Juan Andrés Ramírez, y el propio expresidente colorado Julio María Sanguinetti, quienes habrían sido los principales interesados en atribuir esos severos delitos a un enemigo político insoslayable.

Para un periodista de esos que se precian de asépticos y desideologizados, quizá el asunto no tendría profundidad moral, pero para una militante política del Frente Amplio, cuya famosa y última investigación periodística El huevo de la serpiente se publicó hace 25 años, en 1992, pero que a partir de eso ocupó varios cargos de responsabilidad, fue jefa de campaña de la exintendenta de Montevideo Ana Olivera y hasta directora de la Intendencia capitalina, la cosa adquiere otro cariz. Porque todos tenemos derecho a sospechar que está usando argumentos infames para sostener una polémica con un muerto al que odiaba políticamente y al que nunca se le animó en vida.

Supongamos, Urruzola, que esos robos efectivamente hubiesen sido operaciones ciertas cuya finalidad era financiar la militancia de una organización político-revolucionaria. ¿Cómo puede admitir dar a difusión una acusación anónima sobre algo que habría sucedido hace más de 20 años pero que involucra a compañeros y compañeras que siguen vivos y militando y que, además, no tienen ni han tenido un mango nunca en su vida?

Quizá es cierto que se han perdido viejos valores de la militancia. Que en esta época el sectarismo y la tirria personal pueden llevar a gente, por lo demás muy respetable, a protagonizar operaciones de demolición propias del enemigo o junto al enemigo. Ese abismo de odio no conoce de códigos ni de reservas. No le importa enchastrar a un muerto, posar el dedo acusador sobre miles de militantes que entregaron lo mejor de su vida, o acusarlos de traición por haber sobrevivido y atribuir delitos gravísimos y robos majestuosos con fuentes anónimas. ¿Cómo puede Urruzola jactarse de semejantes acusaciones y decir que escribió en nombre del valor revolucionario de la verdad? Incluso si algo de todo eso fuera cierto…

Mire, Urruzola, se lo digo en nombre de todo lo que soy: como ser humano, como periodista, como militante del Frente Amplio, como compañero y amigo del Ñato y hasta como bioquímico: batir así, sin máquina, por la guita o la fama, no es revolucionario, Urruzola, es de ortiba.

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