Vuelvo a comentar en mis clases, por estos días, el pensamiento del tucumano Juan Bautista Alberdi, que se refugiara en Montevideo allá por el año 1840. Escapaba de la tiranía de Juan Manuel de Rosas. No solamente nuestra ciudad, sino aun la propia Buenos Aires era entonces una aldea, en el sentido griego del término, es decir, un espacio ciudadano en el que todo el mundo se conocía; pero era también, por desgracia, un sitio donde los enfrentamientos y las beligerancias concomitantes se multiplicaban en escaladas de una violencia absurda, como lo son todas las violencias, pero cuyo espiral de sangre y fuego recrudecía hasta límites casi inimaginables. El dogma federal de Rosas, empapado de un patriarcado tempestuoso y fanático, exigía fidelidades tan absolutas como ciegas, y se perseguía a todo bicho viviente que discrepara con el régimen o que, por lo menos, aparentara hacerlo, aunque más no fuera por distracción. Cuentan los cronistas de esa época que el color rojo –distintivo del “rosismo”– hacía furor, y no precisamente porque se tratara de una moda más, sino porque se había erigido en el símbolo por antonomasia de esa ideología atravesada de apelaciones confusas al americanismo, por un lado, y a la mejor de las barbaries por el otro. Mujeres y hombres se veían obligados a llevar una escarapela punzó en sus ropas, en el cintillo del sombrero, en la empuñadura del bastón y hasta en los cabellos; y si por casualidad alguna dama omitía semejante adorno, los esbirros “parapoliciales” del régimen, denominados mazorqueros (por la Mazorca, nombre con el que se distinguían) saltaban sobre ella en plena calle, le untaban el moño con alquitrán y procedían a pegarle la susodicha escarapela. Particularmente perseguida resultó la denominada “generación del 37”, a la que pertenecieron, entre otros, el poeta Esteban Echeverría y el propio Alberdi. Y volviendo al comienzo, decía que Alberdi vino a refugiarse en Montevideo. Allí, al amparo de la relativa paz política que se vivía, procedió a abrir un curso de filosofía en nuestra universidad y redactó una suerte de opúsculo o ensayo que serviría de fundamento a ese curso. El documento en cuestión, que llevaba el larguísimo nombre de “Ideas para presidir a la confección del curso de filosofía contemporánea”, sufrió una suerte adversa y terminó sepultado en cierto arcón que, por pura casualidad, lo mantuvo a cubierto de la aniquilación durante muchas décadas, hasta que fue descubierto –también debido a pura casualidad– por José Ingenieros, quien lo lanzó al mundo académico. El pensamiento de Alberdi mantiene ciertos visos de una actualidad casi escalofriante, y el epíteto no es casual. Creo que es escalofriante todo aquello que se nos aparece como una amenaza vaga y total, fácilmente discernible en sus contornos generales pero –y aquí reside lo terrible– casi imposible de evitar. Véase si no, en estos tiempos de tumultuosa comunicación o incomunicación a través de las redes sociales, lo que dice el autor: “¡Predicar en desiertos! ¡Y qué pocas son las ocasiones en que no se predica de este modo en estos tiempos! Tiempos desiertos para todos los predicadores; tiempos sordos, que no quieren oír sermones de ningún género; los únicos medios de manejarlos son el palo, el oro y la risa, agentes invencibles que se abren paso por dondequiera, y para los cuales no hay desiertos, porque a la elocuencia del palo nadie es insensible; nadie permanece ciego a la luz del oro, ni sordo al susurro formidable de la risa”. Las palabras de Alberdi, contextualizadas de cara a nuestro propio espacio y tiempo, no dejan de encerrar más de una verdad. El palo, símbolo del poder omnímodo y de la brutalidad agazapada, sigue siendo la ley del más fuerte, quiérase o no. Contra el palo nada valen ni las leyes ni las ideas, o por lo menos eso parece, a juzgar por la manera en que la humanidad suele asentir, expresa o tácitamente, a la norma general del garrote. Asentimos si callamos y asentimos si nos volvemos funcionales al palo; asentimos si miramos para otro lado, y asentimos –y esta es la peor manera de asentir– si atacamos al que se atreve a pensar y a destapar, a fundamentar y a señalar, a decir y a oponerse. En la era de la comunicación virtual, en la que cualquiera puede decir lo que se le canta, no menudea la exploración analítica en las complejidades de este mundo, sino que florecen las más variadas miserias humanas, a las que llamamos opinión. Si miramos la cuestión desde el palo, y desde la sombra del palo, bien podríamos preguntarnos si ese alud de miserias verbales entre prójimos no estará ocultando, en el fondo, la evasión de otros asuntos mucho más serios y hondos, que conducen derechamente a la cueva del monstruo. En cuanto al oro, símbolo de lo que venimos conociendo desde hace unos 700 años como capitalismo, es una de las prédicas que más nos seducen, y a su respecto hay mucho para decir, especialmente desde esta sufrida América Latina, de la que brotó el oro a raudales, como en ningún otro continente, y que tanto padeció y padece todavía como consecuencia de esa misma abundancia. Del oro como metal, del oro como fiebre y ansia, del oro como ablandador de conciencias y como llamador de imperialismos, pasamos de una forma casi insensible al deseo frenético de cualquiera de los bienes que el capitalismo nos ofrece. Y verdaderamente nos ofrece unos cuantos, tantos como nuestra imaginación nos permita suponer. ¿Y la risa? ¿No es acaso un bien, un desahogo y un consuelo? ¿No es la risa una manifestación de placer y de alegría? Indudablemente. Pero todo depende del objetivo manifiesto o soterrado de esa expresión. Si pienso en los objetos que nos provocan risa en términos de comunicación social, o que pretenden provocarla, nuevamente caigo en la desazón existencial. La risa se sigue utilizando públicamente como burla, escarnio, degradación y menosprecio, y si no, fijémonos en algunos archiconocidos programas de radio y de televisión, que lucran a costa de aquellos mismos a quienes despedazan. Y qué decir de la otra versión de la risa, la de la manida autoayuda, que me recomienda apartarme de todo lo que pueda representar un problema, un conflicto o un fastidio; que me recomienda, en suma, apartarme de la vida misma, dado que la vida es desafío y conflicto permanente. Sólo ríe bien quien ríe con el otro, y no a costa del otro. El pensamiento latinoamericano, una de cuyas bases fundamentales es precisamente la idea de Juan Bautista Alberdi, ha acuñado una corriente filosófica potente y original, denominada filosofía de la liberación. Dentro de esta corriente, compuesta por las más diversas tendencias teóricas, sobresale otro gran pensador, que casualmente es también un tucumano: Arturo Andrés Roig. Vale la pena asomarse, aunque sea así, en chiquito, a su obra. Dice Roig en su libro Ética del poder y moralidad de la protesta, que existe en América Latina una “moral de la emergencia”, que postula una ética comunicativa (o una comunicación ética), construida no por una multitud de individualidades dispersas y enfrentadas vanamente las unas a las otras, sino por un “nosotros” salvador. Lo que el palo, el oro y la risa destruyen es ni más ni menos que la dignidad humana. Y como dice José Martí, “si en las casas de mi patria me fuera dado preferir un bien a todos los demás, un bien fundamental que fuera base y principio, y sin el que todos los demás bienes serían falaces e inseguros”, yo preferiría el culto de todos los uruguayos, computadora, celular, radio o televisión mediante, a “la dignidad plena del ser humano”.
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