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El Partenón y los libros prohibidos

Por Marcia Collazo.

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Desde que existe el pensamiento humano, existe su represión, más o menos violenta, que se repite con una exactitud verdaderamente cíclica a lo largo de los tiempos. Y desde que existen los libros, se han elaborado los famosos index o listas de títulos prohibidos; páginas a las que nadie puede asomarse, a riesgo de sufrir las más terribles consecuencias. La Iglesia Católica fue una verdadera especialista en salir a la cacería de libros y papeles catalogados como peligrosos para el género humano, herejes por su contenido y por su visión del mundo, e impíos para con las altas causas de la humanidad; y así como se quemó a las brujas, se arrojaron al fuego muchas obras filosóficas, literarias y científicas. Los nazis tampoco se quedaron atrás. Sus famosas quemas de libros fueron una de las grandes clarinadas de alerta para una Europa que continuaba –o quería continuar– ciega y sorda a semejantes desmanes. Ahora, la artista argentina Marta Minujín inaugura en Alemania una muestra a la que denominó El Partenón de los libros prohibidos. Y lo hace precisamente en la ciudad de Kassel, en la misma plaza donde el nazismo lanzó a las llamas más de 2.000 volúmenes considerados decadentes y degenerados, demostrando con ello, entre otras cosas, que a pesar de los pesares el libro seguía siendo el mayor y más poderoso agente de la libertad. Minujín construyó una réplica del Partenón de Atenas en base a 100.000 ejemplares de libros que han sido prohibidos en algún momento de la historia (y, como se puede apreciar, han sido muchos). Se trata de una estructura metálica de 48 columnas, que mide 70 metros de largo, por 30 de ancho y 19 de altura. Minujín se propone, para cuando la instalación sea desarmada, distribuir esos 100.000 libros en refugios de inmigrantes y en bibliotecas públicas. El símbolo que sustenta todo el aparato es el templo griego erigido hace 2.500 años en honor a la diosa Palas Atenea, patrona de la sabiduría y de la inteligencia, en la ciudad Estado que condenó a muerte a Sócrates (otra paradoja) por pensar demasiado, aunque en su caso puntual no fue por escribir cosa alguna, sino por andar diciéndola por ahí, en especial a los más jóvenes. Y sin embargo es cierto: los libros son y seguirán siendo extremadamente peligrosos para cualquier concepción del orden, de la norma, del mandato humano; o sea, para cualquier sociedad, gobierno o institución religiosa, moral y aun educativa que pretenda introducir algún tipo de pauta colectiva respaldada por la fe ciega, el autoritarismo o la fuerza legitimada puramente en sí misma. Los libros alteran de variados modos esa normatividad, o tienden a ello. Los libros pueden escandalizar y despertar sospecha, indignación y rechazo. Los libros desatan monstruos, ¿o será que tan sólo se atreven a mostrarlos, valga la redundancia? Madame Bovary, de Gustave Flaubert, es una novela que en su momento fue llevada a los tribunales, aunque pueda parecer mentira, bajo el argumento de que, además de ensalzar el adulterio y el libertinaje, su autor no introducía, a lo largo del libro, la menor condena a una mujer tan indecente como aquella. La señora Dalloway, de Virginia Woolf, obra condenada también en su momento, habría promovido la homosexualidad, entre otros infames desórdenes. Lolita, de Vladimir Nabokov, no se queda atrás: relata la obsesión sexual de un hombre maduro hacia su hijastra de apenas doce años y se detiene en los más íntimos detalles de su relación carnal y psicológica, penetración (¿o violación?) mediante. Y la lista podría continuar. En todo caso, en este asunto de las prohibiciones famosas, no se ha terminado la locura del odio, del miedo y de la censura: en la cárcel de Guantánamo existe también un index, y en este figura, entre otros, Crimen y castigo de Dostoievsky porque, según se aduce, ningún prisionero puede enterarse de las horribles ideas que el personaje, el joven Raskolnikov, sostenía sobre el “hombre extraordinario”. “[…] los hombres se dividen en dos clases: seres ordinarios y seres extraordinarios. Los ordinarios han de vivir en la obediencia y no tienen derecho a faltar a las leyes, por el simple hecho de ser ordinarios. En cambio, los individuos extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de crímenes y a violar todas las leyes, sin más razón que la de ser extraordinarios. Esto es lo que usted decía, si no me equivoco”, expresa en la novela el juez de la causa (por si alguien no ha leído o no conoce la obra, Raskolnikov va a ser juzgado por un doble homicidio). El imputado se exalta y exclama que es imposible que él haya dicho tal cosa. Pero a continuación argumenta que si Kepler o Newton no hubieran podido difundir sus conocimientos, sino a costa del sacrificio de “una, o cien, o más vidas humanas… habrían tenido el derecho e incluso el deber de sacrificarlas” y que, en definitiva, “todos los legisladores y guías de la humanidad… han sido criminales… y han hecho correr torrentes de sangre”. A veces, añade, son ellos mismos los que ejecutan a otros; a lo que el juez replica: “Siempre que sea necesario”. El de Crimen y castigo es sólo un ejemplo, aunque de los más fuertes, sobre la mentada peligrosidad de los libros; ciertamente esta obra ha dado la vuelta al mundo entero y ha socavado miles de conciencias. Lo importante y lo paradójico es que para formular un juicio sobre ella, ya sea condenatorio, absolutorio o de cualquier otra índole, ante todo debe ser leída, y leída a fondo, sin temor, sin antiparras y sin medias tintas. Y luego de leída, debe ser meditada, pero jamás arrojada a una hoguera. La libertad de pensamiento y la libertad de expresión no son solamente derechos; son las cualidades –emanadas ambas de la razón– que nos definen como seres humanos, y una es inseparable de la otra, ya que el ejercicio del pensar exige la comunicación. Todo lo que existe en el mundo, material e inmaterial, teorías y prácticas, arte y manifestación de la sensibilidad en todas sus dimensiones, se origina en la capacidad de raciocinio y en la comunicación de las ideas. Pero, como dije más arriba, en el mundo existe también el poder, que se vale de la coerción y que no simpatiza con el análisis y la crítica. El poder exige sumisión y su correlato suele ser el silencio. Asomarse a las páginas de la literatura universal, de la ciencia, de la filosofía y del pensamiento en general sigue siendo un asunto de cuidado, y bueno fuera el caso contrario. ¿Qué sentido podría tener el arte y el atreverse a pensar si no se pudiera poner en jaque a las pretendidas verdades que el ser humano acumula, e inmoviliza, y convierte no pocas veces en dogmas monolíticos? El arte y la literatura suelen entrañar alguna forma del riesgo, de ese famoso riesgo de ser libre del que ya hablan los primeros filósofos; pero no existe otra manera de continuar ejercitando el logos y la comprensión humana sobre el mundo y sus complejidades. Me gustaría cerrar este artículo con el recuerdo de Miguel de Unamuno y de la barbarie. Durante la celebración del “Día de la raza”, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936 y en plena brutalidad franquista, el general Millán de Astray vociferó en aquel recinto de sabiduría ancestral: “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”, a lo que Unamuno, que presenciaba inmóvil la escena, respondió: “Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis porque os falta la razón”.

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