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El peligro creciente del anonimato

Por Rafael Bayce.

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Caras y Caretas Diario

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La aparición del libro de María Urruzola sobre Eleuterio Fernández Huidobro (Sin remordimientos, Planeta, 2017) debería servir para recapitular algunas de las peores tendencias visibles en el mundo contemporáneo. El creciente anonimato para muchas profesiones e instituciones impide, por un lado, una de las garantías que tiene la sociedad para defender derechos y garantías y para exigir obligaciones y deberes a los poderosos. En efecto, el anonimato los protege cada vez mejor, normativa y prácticamente. Pero, por otro lado, y para empeorar lo anterior, se evidencia una mayor dificultad para investigar y probar abusos y transgresiones, en parte debido a ese anonimato construido.

En este sentido, parece más fácil construir un ilícito, o cometerlo, que descubrirlo y juntar evidencia suficiente para castigarlo. Pero también, y simultáneamente, hay cada vez mayores facilidades para espiar las privacidades, confidencialidades e intimidades de la gente común, lo que multiplica de esta manera las asimetrías entre poderosos y gente común en las sociedades.

Anonimatos crecientes

Uno: inmunidades de la Ley de Prensa y la irresponsabilidad editorial. Hay tres artículos del Código Penal que contienen las figuras delictivas de la ‘injuria’ (referirse de modo insultante y públicamente denigrante a otro), de la ‘calumnia’ (inventar mentirosamente un error, vicio o defecto en otro) y de la ‘difamación’ (hacer públicos, sin necesidad ni pertinencia, errores, vicios o defectos de otro, ciertos o no, pero que pueden menoscabar la fama de otros). Pues bien, en la medida en que la actividad de investigación y publicación periodística era enfrentada por poderosos involucrados con amenazas de denuncia o acciones legales que procuraban evitar investigaciones y publicaciones, en defensa de una de las funciones básicas de este nuevo poder en ascenso, se promulgó la Ley de Prensa, que permitía ventilar aspectos que los involucrados podían sentir como injuriosos, calumniadores o difamantes sin sufrir los extremos legales penales que otros ciudadanos padecerían por esos mismos hechos; podían reservarse las fuentes de las cuales provendrían sus calificaciones potencialmente injuriosas, calumniadores o difamantes, amparados en el secreto profesional y en beneficio de una transparencia conformadora de la opinión pública. Fue una medida para defender la posibilidad de investigaciones e informaciones sobre personas, instituciones y hechos de interés público sin que los periodistas tuvieran que sufrir inmovilizantes amenazas por tales acciones, tal su inferioridad en poder frente a sus posibles enjuiciadores. Esta medida, con cierta justificación coyuntural, no tardó en suscitar abusos periodísticos que finalmente han llevado a la judicialización mediática de la política, depravación contemporánea de la que mucho hemos hablado desde esta columna.

El libro de Urruzola, como ejemplo coyuntural, parece abusar del privilegio dado por la Ley de Prensa a los periodistas. La editorial que lo publica parece abusar también de eso. Para lanzar acusaciones del calibre de las proferidas, debería esperarse, por respeto humano, a que haya pasado más tiempo desde la muerte del Ñato y también debería exponerse una variedad de fuentes confirmadas para apoyarlas, y esta debería haber sido exigida también por los editores. No sólo la corrosiva judicialización de la política nace de abusos facilitados por la Ley de Prensa; libros como este circulan con impunidad sin esas exigencias, en buena parte, debido a dicha ley, que debería reformarse a la luz de las barbaridades que ha contribuido a permitir, construyendo asimetrías tanto o más graves que aquellas que la prensa padecía de los poderosos antes de la ley.

Dos: el anonimato de las fuerzas de seguridad. Este anonimato impide no sólo las responsabilidades administrativas institucionales sino hasta las penales. En efecto, en la medida en que la responsabilidad penal es individual, la acción abusiva o ilegal de un colectivo no puede hacerse ni administrativa ni, aún peor, penalmente sin una suficiente identificación de quien sería acusado y eventualmente condenado. Sabemos que las acciones policiales pueden provocar venganzas personales y hasta mafiosamente familiares, para las cuales la cara descubierta y un nombre contribuirían, y que el anonimato protege de las consecuencias potencialmente indeseables de una intervención que puede ser dura y perjudicial pero a la vez legal y necesaria. Pero, por otra parte, esa impunidad en parte necesaria puede habilitar al exceso de quien puede creer que, haga lo que haga, no será responsabilizado. Hay que encontrar un punto medio que proteja al funcionario correcto de la venganza mafiosa, pero también hay que proteger de la impunidad mafiosa posible de los funcionarios públicos. Esos batallones armados a guerra, con cara totalmente tapada, sin nombres en los uniformes, contribuyen a la impunidad administrativa y, peor aún, a la impunidad penal. Que se pueda usar pistolas Glock que no permiten identificar el origen del proyectil es otra inadmisible aberración, por los mismos motivos.

Tres: anonimato en las redes. Este agravamiento del anonimato llega a su punto máximo con la existencia de lugares de internet y con las redes sociales, en las que es casi imposible rastrear la identidad del emisor de mensajes y su eventual responsabilización administrativa, civil o penal del autor-emisor. Ya no es infrecuente que agencias de seguridad estatales, hasta internacionalmente conectadas, injurien, calumnien o difamen a personas políticamente adversas mediante el recurso al contenido de cámaras públicas y rumores, desde sitios anónimos en internet y mediante el rumor calificado y masivo de las malditas redes sociales. Otra nueva fuente de impunidad, que también pueden usar privados, con finalidades pequeñas y conventilleras.

Más facilidades para el espionaje

Como muestran los tres puntos anteriores sobre anonimatos crecientes, y sin poder abundar en ello, hay actualmente mayores fuentes de impunidad comunicacional que antes, desde el lado de la prensa, desde los órganos públicos de seguridad y desde la insidia privada, con mayores dificultades para descubrirla y responsabilizar a sus autores que para cometerla.

Mientras esto se produce, la individualización de las personas por parte de las fuerzas de seguridad aumenta, hasta con riesgo de explotación privada o semiprivada de datos personales. Especialmente desde las cámaras de identificación facial cada vez más ubicuas; desde el anonimato posible en muchos lugares de internet y de las redes sociales; desde los múltiples y sofisticados modos de espionaje de individuos y empresas; desde el espionaje visual y sonoro cada vez a más distancia y menos impedido por obstáculos materiales como paredes y construcciones.

Estamos cada vez más perseguidos por cámaras, imposibilidad de hacer llamadas, usar lentes, gorras o sombreros, mientras todos los que nos observan y prepotean ante el mínimo sonido de celular pueden estar sin identificación alguna que pudieran facilitar su denuncia por un ciudadano usuario. Parecería que los funcionarios públicos de seguridad son perfectos y no pueden cometer errores, abusos ni delitos; que sólo son sospechables los ciudadanos de a pie, los que no están armados, que no podrán denunciar cualquier abuso o ilicitud por parte de aquellos ante quienes sólo cabe sonreír porque nos están mirando y agradecer porque nos están cuidando/vigilando.

Nuestros bienes, movimientos, intimidad, confidencialidad y privacidad son cada vez más espiados y registrados –¡para nuestro bien, sin duda!– y con mayor riesgo de originar injurias, calumnias y difamación; y los movimientos de quienes pueden hacernos eso son cada vez más anónimos e impunes si configuraran ilícitos; al contrario de nosotros, cada vez más objeto de abusos e ilícitos por medio de los medios de registro y espía con los que supuestamente nos defienden.

Estamos fritos, y somos tan cornudos que festejamos cada cámara nueva y mejor que se instala; y cada nuevo medio de intercepción de comunicaciones que se adquiere e instala, como si el permiso judicial impidiera su uso ‘de costado’ o su explotación también ‘de costado’ una vez autorizado y hecho. Seguimos creyendo en los Reyes Magos y sin reconocer al lobo feroz entre sus ropas de Caperucita.

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