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ALEJANDRO ATCHUGARRY (1952-2017)

«Pongámonos de acuerdo en hacer cosas, luego haremos los discursos»

Por Alberto Grille.

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Si yo le hubiera dicho que, como lo hice en el monumento a Pablo Bengoechea, iba a meterme en los jardines de Capurro a robar canillas para hacerle un monumento de bronce, estoy seguro que se hubiera reído con los ojitos entrecerrados detrás de sus anteojos. Se hubiera reído a carcajadas porque nunca había hecho un gol de tiro libre y muchísimo más gracioso le hubiera parecido si la que presidiera la comisión que erigiera el monumento hubiera sido, como en el caso del gran Profesor, la profesora Marta Canessa de Sanguinetti.

El Flaco Alejandro Atchugarry se reía mucho, hacía bromas, veía en muchas cosas muy serias el lado jocoso, y como también yo desacralizo mucho las aparentemente grandes tragedias de la política, nuestros encuentros eran, al menos para mí, muy alegres y agradables.

Sin embargo, Atchugarry era un tipo serio. Su risa y su rostro alegre sólo eran una cara de un prisma en el que las cosas serias ocupaban casi todas las otras caras y sólo dejaba algunas aristas para la ternura, el cariño que profesaba por sus hijos y su familia y su aparentemente vasta sensibilidad.

No obstante, por haber sido un gran personaje en un momento en que el país padecía una gravísima crisis económica y un gran riesgo institucional, no creo que se mereciera un monumento. Algunas cosas de él, de sus ideas y de su gestión política no me gustaban y alguna vez lo discutimos fuertemente. Pero por suerte todo terminó ahí. En realidad si uno hablaba claro y se establecía un diálogo franco y leal, con Atchugarry no había cómo pelearse. Pero Alejandro no era un débil, era un vasco testarudo, con diálogo, pero en política, como todos los colorados, demasiado acostumbrado a no perder.

Me dijo una vez, sentado en su cómodo sofá del Ministerio de Economía que, como había cosas que sólo se aprendían en al Partido Comunista y en la lista 15, espacios políticos en donde los trabajadores se sentían cómodos, teníamos sobre muchísimos temas miradas más o menos comunes, aunque yo tenía sobre algunas cosas –por ejemplo, la CIA y el FMI– miradas demasiado conspirativas, y en el primer caso, hasta paranoicas.

Creo que los dos habíamos tenido un tío abuelo panadero y anarquista. El de él decía que “no había que votar para elegir amo”; el mío se quejaba de que “los locales sindicales estaban vacíos desde que la gente se dedicaba al fóbal”.

Escribir sobre Atchugarry hubiera sido apasionante siempre, pero escribir una suerte de necrológica me entristece demasiado. Es que hace una semana murió el Flaco y su deceso conmovió a casi todos los uruguayos. Corrijo, sino a todos, al menos el fallecimiento sacudió fuertemente a los que tienen más de veinticinco años y que vivieron la crisis de principios de este siglo, en la cual, sin exagerar, el país estuvo al borde del abismo y Atchugarry vivió su momento de mayor destaque. También golpeó a unos pocos que no lo podían ni ver, porque aún hay blancos a los que le revienta que cualquier colorado sea fatalmente candidato al bronce. Y con todo respeto, por suerte, aún quedan algunos bolches de los de antes, en el horizonte de la patria, que no confiaban –con razón– ni en Atchugarry.

Alejandro Víctor Washington Atchugarry Bonino nació el 31 de julio de 1952, hace 64 años, en la ciudad de Montevideo, probablemente en las cercanías del Prado.

Su padre, de profesión constructor, era colorado y de Liverpool, de origen anarquista y devenido en socialista inspirado en las ideas de don Emilio Frugoni.

Alejandro, que siendo muy joven y por su gran volumen bien podrían haberle llamado, como a mí, el Gordo, fue al liceo Bauzá, donde se encontró con el ambiente muy violento del 68, con los fascistas de la JUP dirigidos desde la comisaría del barrio, entre otros, por un energúmeno denominado el Manco Ulises y por alguien que luego sería su compañero de bancada colorada: Daniel García Pintos.

En los enfrentamientos entre fachos y bolches de la “ujotacé”, estos últimos llevaban todas las de perder. La mayoría de los profesores y alumnos de una manera u otra quedaron involucrados y los fascistas de la JUP no dudaron en golpear, herir, llevar presos y lanzar bombas en las casas de los muchachos y muchachas de izquierda que un día y otro también eran emboscados en los jardines de la calle Lucas Obes y en los alrededores del romántico Rosedal. Sabemos muy poco del paso de Atchugarry por el Bauzá en esos años porque Alejandro siempre fue muy lacónico al respecto, pero presumimos que fue relativamente neutral en esa masacre en la que sabemos claramente que no estaba del lado de los milicos. Un par de años después, ya en la Facultad de Derecho, abandonó cierto vínculo difuso con el socialismo de don Emilio Frugoni para acercarse a Jorge Batlle, deslumbrado por su oratoria, sus menciones a la tolerancia, a la paz y a dar su apoyo al gobierno colorado de Bordaberry en los días previos a la dictadura.

Atchugarry era, en esos años negros, un joven colorado deslumbrado por la inteligencia, la cultura y la simpatía de otro joven diputado, Jorge Batlle. En ese mundo de balaceras y garrotazos de principios de los años setenta, lo hipnotizó una margarita que Jorge Batlle usaba como isotipo en los actos políticos en medio de las detonaciones y el ruido cada vez más sonoro de las botas militares.

Luego del shock que el golpe de Estado provocó en todos los actores políticos y que duró varios años, los colorados de la lista 15 que dirigían Julio Sanguinetti y Jorge Batlle se reorganizaron aprovechando que el peso de la represión lo llevaban los comunistas, otros grupos frenteamplistas y los blancos wilsonistas. Mientras tanto, Batlle se reunía con un grupo de jóvenes universitarios leyendo economía, filosofía y ciencias sociales. Atchugarry era probablemente el más original de estos muchachos y el que mayor proyección política parecía tener a los ojos de Batlle, aunque otros, como Carlos Ramella, Aguirrezabala, Eduardo Zaidensztat, Leonardo Costa y Jorge Barrera también se destacaban en los círculos políticos y también alguno de ellos en los ámbitos académicos. No mistifiquemos diciendo que eran heroicos y abnegados combatientes de la democracia y de la libertad porque ninguno de ellos era lo que se llamaba un militante contra la dictadura.

En la restauración democrática, Atchugarry hizo una carrera política muy meteórica. Fue elegido convencional del Partido Colorado con escasos 30 años y participó activamente en las movilizaciones políticas que en el año 1980 convocaban a votar negativamente al plebiscito constitucional que proponían los militares. A los treinta y pocos años, en el primer gobierno de Sanguinetti, fue subsecretario y luego ministro de Obras Públicas.

Cuando Sanguinetti se distanció de Jorge Batlle y se dividió la lista 15, Atchugarry optó por acompañar a Batlle. Si simplificáramos, diríamos que fue más liberal, menos estatista y menos batllista que los sanguinettistas. Sin embargo, en conversaciones más íntimas, solía usar terminologías marxistas como “ejércitos industriales de reserva” o el concepto de “plusvalía”, porque, como alguna vez dijo, “se cayó el muro, pero no se cayeron todas las ideas”.

Desde 1989 fue elegido parlamentario, primero diputado y luego senador, hasta la crisis de 2002, cuando fue nombrado ministro de Economía y Finanzas.

Renunció al ministerio al año de iniciar su gestión, reintegrándose al Senado hasta el final del período de gobierno de Jorge Batlle. Desde ese momento no aceptó ninguna de las propuestas políticas que se le hicieron y se retiró sin haber integrado las listas del Partido Colorado, en las que había sido el primer senador en las elecciones anteriores.

Para ser más preciso, en el año 2004 podía haber sido candidato a primer senador por la lista 15, sin embargo, Jorge Batlle no quiso resignar ese lugar en la lista, por lo que Atchugarry se retiró y no participó en esa campaña electoral ni en las siguientes.

Alejandro Atchugarry fue un personaje político muy curioso en este Uruguay tan confrontativo.

En verdad fue un liberal muy duro –tal vez un poquito más a la derecha que el centro derecha–, fue un inteligente político, un excelente polemista, un ingenioso negociador capaz de encontrar atajos con el propósito de acercar posiciones políticas. Entre muchos jóvenes políticos colorados brillantes, fue el primero entre pares. Se trataba de un buen tipo, con gran sentido del humor, creíble, austero, humilde, modesto, amable, tolerante y que, sobre todo, dialogaba en momentos en que nadie quería hablar. Mostraba además una sonrisa permanente, un talante amistoso, un talento especial para evitar estrellarse, talento que en sus años jóvenes ponía a prueba piloteando una avioneta hasta que su novia se lo prohibió.

En su vida personal también fue un personaje muy particular. Enviudó muy joven en el año 2000 y fue padre y madre de sus hijos Gastón, Mariana y Tania. Vivía en Parque de Solymar, en la casa que había sido de su padre. Al asumir el Ministerio de Economía tenía un Fiat Elba viejo. En él concurría manejando todas las mañanas al Palacio Legislativo, y también al Ministerio de Economía mientras duró su breve paso por la cartera, y regresaba entrada la noche hasta las oscuras calles de Solymar. Se levantaba a las seis de la mañana. A veces iba a ver a Peñarol –aunque cada vez menos–. Consumía cuatro cajillas de cigarrillos cada día y tres litros de Coca-Cola y se alimentaba de nada.

Todos le aconsejaban una vida más saludable –máxime que unos cuantos años antes había sido intervenido por una patología vascular encefálica– sin embargo, al menos hasta hace algunos años, Atchugarry no le daba mucho corte a quienes le advertían de los riegos.

Alejandro era un lector consecuente de Caras y Caretas, de la cual era suscriptor desde que asumió el Ministerio de Economía, donde descubrió que le robaban las revistas que llegaban.

Dos por tres hablábamos telefónicamente y algunas veces nos encontrábamos para tomar un café. En esas ocasiones yo percibía el cariño que la gente le tenía a Alejandro porque los transeúntes se arrimaban a la mesa del bar y charlaban o le daban la mano recibiendo como respuesta afecto, amabilidad y muy buena educación.

Me llamó la atención –no voy a decir que me sorprendió– la hipocresía de muchos políticos blancos y colorados que elogiaron el día del sepelio a Alejandro Atchugarry y su estilo de vivir y actuar en política, que está tan pero tan alejado de lo que ellos hacen hoy. Desgraciadamente no nacen muchos como Atchugarry, y cuando nace uno, se retira a tiempo o se muere prematuramente.

Atchugarry –más allá de acuerdos y diferencias con sus ideas– era un patriota y ponía los intereses de la República por delante de los suyos y los de su partido. En ese sentido, su legado es de buscar acuerdos y encontrar consensos para hacer y para servir al país y a los ciudadanos.

Tal vez convendría recordar, a manera de epílogo, unas palabras que Atchugarry dijera en nombre del Partido Colorado en un seminario sobre Servicios Públicos y Políticas de Estado convocado en el año 2001 por el general Liber Seregni. En esa ocasión Atchugarry invitó “a todos los partidos para trabajar con su mejor gente para ver si es posible encontrar acuerdos para hacer cosas concretas en la defensa de los usuarios de los servicios del Estado, en mejorar la competencia, en bajar los costos y mejorar las regulaciones”.

“Luego haremos los discursos”, finalizó ese día Alejandro.

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