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Prestigio político en picada

Por Rafael Bayce.

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Políticos y gobernantes son las ‘profesiones’ que menor prestigio cosechan cuando la gente es consultada sobre el prestigio y la confianza que se les tendría a diversos profesionales. Este fenómeno se consolida en la encuesta que releva, cada dos años, en diferentes países, la empresa Ipsos.

Si bien Uruguay no figura en el muestreo, entre nosotros, ya en 1985, un sondeo entre amas de casa los ubicó en el lugar 13 entre 15 profesiones. Otro sondeo de ese mismo año, de recuperación democrática, los evalúa positivamente, pero ya en 1987 puntúan negativo y en 1992 aparecen en el último lugar, debajo de militares, estancieros y vendedores de autos. Otros sondeos posteriores reúnen consenso respecto a que la política y la seguridad son las áreas que más se han deteriorado; y preguntados los uruguayos sobre qué mencionarían como vergüenza nacional, los políticos lideran el ránking. Todo esto en el Uruguay de los 90.

¿Qué está pasando con los políticos en el mundo? Varias cosas interligadas que muy apretadamente podemos listar: conversión creciente de los políticos en fetiches y chivos expiatorios, secularización y cotidianización de los liderazgos, atracción por líderes socioculturalmente cercanos, abrupto ascenso del narcisismo de masas.

Fetiches y chivos expiatorios

La especialización estructural y funcional inherente a la división del trabajo social, para su mejor eficacia, llevó a la existencia de diversos grupos de superordinados-subordinados, en primera instancia jerarquizados por la capacidad física de ataque y defensa para la supervivencia, luego por la capacidad simbólica de administración de salud material y espiritual. En la medida en que se van especializando encargados de la cosa pública colectiva, mayores son las esperanzas depositadas por los subordinados en las habilidades, capacidades y logros de los superordinados, que se vuelven fetiches, objetos que encarnan irracionalmente deseos e ilusiones, a los que se inviste de ‘carisma’. Pero esta erección de fetiches esperanzados y carismáticos tiene su contracara en que los mismos fetiches arriesgan a convertirse en chivos expiatorios de todos los males sufridos por los colectivos, normalmente en exceso respecto de su responsabilidad por esos males, así como era excesiva también la esperanza puesta en ellos.

Todo básicamente irracional y de la psicología profunda de masas. Pues bien, la sociedad de la abundancia y del consumismo, hedonista y narcisista, está cada vez más relativamente deprivada e insatisfecha respecto de las necesidades creadas y sentidas en explosión: la gente, mucho más que autoculparse por las insatisfacciones crecientes sentidas, erigirá en chivos expiatorios a los encargados de la gestión pública. En la medida en que cada vez hay menos superordinados y más subordinados, y más insatisfechos que satisfechos, aumenta la probabilidad de que los superordinados en la gestión de lo público-colectivo se conviertan en chivos expiatorios de satisfacciones cada vez menos probables pero creídas como obtenibles mediante la mágica gestión de fetiches.

La gente cree, por ejemplo, que el ministro del Interior debería poder con la seguridad y la criminalidad (fetiche) y que se debería remover ante cada asesinato acaecido (chivo expiatorio). Así sucede, como también se evidencia en el terreno claramente simbólico del fútbol, en toda la vida social cotidiana. Esto genera, con el ya mencionado desequilibrio creciente entre deseos y satisfacciones, que los políticos serán cada vez más chivos expiatorios que fetiches, y no querrán bajar las expectativas populares porque las necesitan para ser fetiches y aspirar a ser elegidos. Porque la gente también necesita, cada vez más, fetiches y chivos expiatorios, en un círculo vicioso infernal que explica muy bien el creciente desprestigio político. Terrible: los políticos son cada vez más chivos expiatorios desprestigiados de un juego letal que necesita nuevos fetiches, un juego que nadie se anima a dejar de jugar pese a su patogenia, porque de cierto modo les facilita caminos y metas tanto a superordinados como a subordinados.

La secularización de los liderazgos

Al tiempo del juego de fetiches y chivos expiatorios, los líderes políticos pierden su radicalidad como líderes al perder ‘distancia’ social respecto de sus eventuales liderados. En efecto, los superordinados por su fuerza y habilidad física ceden su lugar progresivamente a aquellos que disponen y operan armas; y la tradición oral de chamanes, magos, hechiceros y brujos se rutiniza, abriéndose a más, como con la sustitución de la fuerza personal por las armas. De ello resulta una secularización y cotidianización de los liderazgos, progresivamente abiertos a más y menos dependientes de pertenencias, tradiciones y exclusividades cerradas. Las élites y los superordinados no son tan intocables, ni están tan ancladas su superioridad y superordinación en algún sustento trascendente, como cuando la fuerza física personal o la capacidad o habilidad espirituales hipercapacitaban para la superordinación.

El sufragio universal y la democracia política partidarias culminan con este proceso de cotidianización y destrascendentalización de los liderazgos; en efecto, y como tan bien temía Max Weber en 1917, la democracia representativa republicana arriesga a devenir en populismo demagógico, en la medida en que progresivamente nadie aspirará a persuadir sino a concordar con el terrible y narcisista ‘soberano’; nadie a convencer intelectualmente, arriesgado y costoso, sino a seducir.

Los antiguos líderes superordinados o aspirantes a ello, en realidad serán subordinados a sus supuestos subordinados del sentido común, de la opinión pública, de los consensos mayoritarios prefabricados del ‘soberano’ cotidiano narcisista y resentido, orgulloso del poder de su ignorancia compartida. Cada vez hay menos políticos que aspiren y busquen convencer de algo minoritario: se plegarán, de forma cobarde y pusilánime, al sentido común, a la opinión pública y al mundo cotidiano. Los líderes se han destrascendentalizado, secularizado y cotidianizado; las mayorías se han descolonizado y colonizan el mundo de la vida con su imperial medianía. Cada vez los tomarán más como chivos expiatorios, por ende más desprestigiados, deslegitimados y con confianza menor.

Atracción por líderes cercanos

Los ídolos y superhéroes de masas cada vez son menos superiores a sus masas admirativas. Su historia revela la menor radicalidad tendencial de los superpoderes de que disponen; nadie quiere ser tan distante de la media, del promedio, nada hay más deseable que ser como la mayoría, ser popular como en Facebook, no tanto por lo que uno sea o quiera ser sino para ser aquel yo que a los otros les gusta más, que es, además, volátil y dependiente de otros y no tanto de mí. Los héroes ‘tipo Carlyle’ le ceden su lugar al héroe cotidiano, a la sacralización del cotidiano vital, a la envidia y el resentimiento, al mismo tiempo que adoración, por el impar, el destacado.

El líder político no debe parecer arrogantemente superior ni económica ni culturalmente. Los políticos de carrera, de aparato, de prédica Pinchinatti, son despojados de la corbata, se les celebra su lenguaje popular y lleno de errores y desprolijidades; porque se parece a nosotros, y votándolo nos soñamos electos, votados, poderosos. Lula es el ejemplo más claro de proyección de los subordinados y desprivilegiados, redimidos simbólicamente de una vez y para siempre. Mujica también fue un ejemplo claro de redención proyectiva de los desfavorecidos económica, estética y culturalmente. Hugo Chávez, Evo Morales, Ollanta Humala. El fenómeno Donald Trump es también un caso de outsider en los cuadros político-partidarios, al encarnar ignoradas medianías.

El líder elegido será el que se deje liderar; el que no chirríe ni desafine con el coro de gansos. Vox populi, vox dei, como nunca antes en la historia. Los que moldean la opinión pública y el sentido común desde los medios de comunicación (ya fueron la familia, la escuela, etcétera) encauzan la democracia y la anulan; será elegido el que sea como nosotros, piense y sienta como nosotros; narcisismo imperial de masas, némesis de la democracia. Los políticos son cada vez menos superordinados y líderes diversos que convencen y persuaden de ideas nuevas o minoritarias; seducen en base a la redundancia consagrada; sus virtudes son, a lo más, las del profeta ejemplar de Weber. Ya no se vota más a otro superior en varios respectos para que pueda hacernos mejores: nos votamos narcisistamente nosotros, los mejores, a través de otros que sean lo más parecidos a nuestro ser y desear. Me voto a través de quien voto; voto indirecto, a una o dos bandas.

Ascenso del narcisismo de masas

“¿Y de mi modestia no va a decir nada?”, le susurraba desesperadamente un homenajeado al disertante. Así es el proceso de contratransferencia negativa, como Jean Baudrillard calificó genialmente a la serie Gran hermano. Casi todo el cotidiano comunicacional también camina hacia un gigantesco proceso de contratransferencia negativa.

Los políticos desaparecen en su vieja especificidad de líderes superordinados; ahora son creciente y funcionalmente fetiches-chivos, cada vez más chivos, para la vox dei, cada vez más ejecutores de los designios que los poderosos inyectan a través de los medios y las redes sociales, que llegarán a contraponerse a los medios y hasta los subordinarán, aunque por ahora están conformadas por aquellos en los contenidos.

Aún con este somero pantallazo, que se me solicitó reiteradamente, queda claro que los políticos están cada vez más descaracterizados y disfrutan de menor legitimidad, prestigio y confianza, pero se les paga mucho para que desempeñen su nuevo rol en la división del trabajo social, rol tan desmayado como rutilante.

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