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Editorial

Arbeleche, las auditorías y el presidente

Puro verso

Por Alberto Grille.

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Caras y Caretas Diario

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Había una vez un joven político que, al haber quedado sin trabajo, recibió como premio arrendarle un auto con chofer al servicio del ministro de Deportes, Jaime Trobo.

El joven, exwilsonista y hoy senador, era un destacado luchador de sumo y participaba en el esquema de clientelismo del ministro herrerista en el gobierno que presidía Jorge Batlle.

Hoy, ya prescriptas sus responsabilidades,  alardea de honestidad administrativa y amenaza con denuncias a los jerarcas de la administración pasada si se comprobaran irregularidades en las auditorías divulgadas por la ministra Azucena Arbeleche.

En ese gallinero cualquier pollo cacarea.

Una auditoría debe ser un procedimiento exigente, realizado por técnicos competentes y que procura tener una utilidad. Podría servir para saber si la contabilidad es confiable, si los resultados de la gestión han sido buenos, regulares o desastrosos, si se advierten riegos o debilidades que no se habían percibido, si se han cometido delitos, fraudes u otras ilegalidades, si se han manejado los recursos con descuido, sin responsabilidad, con o sin apego a las leyes. Para bien o para mal, para reconocer una gestión muy bien hecha o con errores desapercibidos y graves, una auditoría es útil y se practica regularmente en todas las instituciones del Estado. En general las auditorías detectan estos errores y sugieren corregirlos. La administración toma las medidas sugeridas y todo vuelve a la normalidad. El resultado de estas auditorías es público, son realizadas por un organismo estatal, la Auditoría Interna de la Nación, cuyas competencias técnicas hasta ahora no han estado en tela de juicio.

Las auditorías no se hacen con fines políticos, no se hacen por ese motivo y nunca fueron utilizadas con esos propósitos.

No tienen como finalidad principal descubrir delitos, aunque ocasionalmente pueden contribuir a su detección.

En general es un procedimiento respetuoso en que se intercambian informaciones y del mismo suelen surgir recomendaciones para que no se repitan errores, inconsistencias o procedimientos imprevistos o irregulares, o para que mejore la gestión de los recursos públicos.

Tampoco han sido pensadas como un arma eventualmente letal de una administración vigente a una que ha cesado ni tampoco como una amenaza extorsiva con el propósito de meter miedo o desviar conductas de los adversarios o de quienes simpatizan con ellos.

Hay muchos tipos de auditorías, obligatorias o voluntarias, internas o externas, completas o parciales, financieras o contables.

La amenaza que hemos escuchado en estos meses de que “te voy a hacer una auditoría” no significa nada. Es como “contarle a la maestra”, un recurso infantil que procura exhibir un argumento de autoridad para atemorizar a un rival ingenuo que se siente culpable de algo que permaneció oculto.

Es una verdadera estupidez que apela a la mala conciencia del otro, pero que suele resultar insustancial toda vez que -muy excepcionalmente- se encuentran irregularidades graves o dolosas y, mucho menos, delitos.

Las auditorías que presentó el presidente de la República, Luis Lacalle Pou, en el Consejo de Ministros son el producto de una rutina del personal técnico que el Estado ha dispuesto para esta gestión.

Sus resultados, sin embargo, fueron presentados a los medios en el curso de un show mediático que tiene el propósito de convencer a la opinión pública de la  transparencia de una administración que recién se inicia y la oscuridad de la que la precedió. El lenguaje utilizado en la redacción de los textos divulgados es más parecido el de una usina publicitaria que al  de los contadores que hacen las auditorías y que usualmente permanecen en sus cargos cualquiera sea el gobierno.

Algunos adjetivos usados- desprolijo, descuidado- son propios del juicio del carné de una escuela primaria.

El show es una payasada a la que se prestó el presidente de la República, el protagonista principal del sketch.

Los ministros fueron convocados para una parodia sin sustancia para echar sombras contra el adversario y disimular un debate presupuestal que ha puesto en evidencia el carácter antipopular del ajuste que proponen la ministra de Economía, Azucena Arbeleche, y el director de la OPP, Isaac Alfie.

En verdad, algunos ministros están molestos y se han excusado de hacer declaraciones a los medios porque resulta difícil hacerse eco de una tontería suprema que no es más que una nueva “pompita de jabón” y un insulto a la inteligencia de la gente.

Es indignante que en momentos en que asistimos a un crecimiento muy preocupante de infecciones de covid-19, que se anuncia que terminaremos el año con 100.000 nuevos pobres, que se constata un deterioro del salario real de los trabajadores y de las pasividades, que hay un crecimiento inédito del déficit fiscal, que la desocupación supera el 10% y la inflación está arriba de los dos dígitos, la preocupación del gobierno sea suministrar los titulares de la prensa adicta y de la comprada. Da pena que cuando se vaticina un verano horrible para los operadores turísticos y el Mides anuncia que se duplicaron o triplicaron los pedidos de asistencia, el presidente y su mano, derecha Álvaro Delgado, no tengan otra ocurrencia que hacer perder una mañana a todos sus ministros para decirles que en una docena de auditorías rutinarias realizadas, algunas incluso antes de que asumiera el nuevo gobierno, se han detectado situaciones puntuales de desidia, ineficiencia, negligencia, descuido, irresponsabilidad, imprevisión, debilidad, desapego, incumplimientos y manejos de recursos que no se corresponden con el de un buen padre de familia.

No faltó la cara de Arbeleche para cerrar este spot en el que los ministros cumplieron el penoso rol de actores de reparto.

La ministra exhibió el despoblado y pedregoso rostro de la mezquindad, poniendo el acento a este ridículo episodio protagonizado por el elenco de gobierno. No olvidó amenazar con nuevas auditorías e investigaciones administrativas y eventualmente denuncias penales a los responsables de tales desatinos.

El presidente podría dejarse de mamarrachos y dedicarse a ver lo que hace con todos los líos que tiene entre manos y para los que aún no ha encontrado solución.

En particular debería insistir reiterando sus llamados telefónicos al presidente de Argentina, Alberto Fernández, porque si Fernández abre sus fronteras al turismo uruguayo, peligramos de asistir a un nuevo éxodo de los orientales que irán con las billeteras llenas de dólares y volverán con las valijas llenas de compras baratas y los bronquios llenos de virus.

En lugar de seguir con sus pompitas, debiera “hacerse cargo”.

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