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“Soy putita, pero no tuya”

Por Marianella Morena.

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Caras y Caretas Diario

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Un amigo me comenta que su hija se escribe eso en una campera. Las nuevas generaciones y sus reacciones frente a los discursos imperantes. El mundo se sacude y cada uno formula puntos de vista.

Mi hijo (19 años) me comenta que muchas veces le gritan puto por la calle. Lo hacen varios varones, de forma grupal, por lo general es desde un vehículo y él va solo, caminando, a lo que comento: “No se te ocurra hacer nada”. Y él, con esa sonrisa aniñada, me responde: “Mamá, para mí no es un insulto que me griten puto”. Y agrega: “No tiene ninguna carga, no significa algo malo o bueno, me causa gracia que para algunos eso sea un insulto”. Nuevas generaciones, eso es evidente. Crié sola a un varón, y algunas cosas me obsesionaron; que no sea machista fue una de ellas, pero claro, no pude cubrir todos los frentes. Para algunas cosas soy la mamá que mima a su bebé, el niño no sabe hacerse un huevo frito. Ahora, ¿es importante eso? Para mí no, aunque claro está que atenta directamente contra la economía. Si supiera cocinar, podría ahorrar más, aunque el ahorro que más me ha interesado es el ahorro de inteligencia, de belleza, de humanidad, sobre ese ahorro hablé siempre con él.

Intenté quebrar con la estética cultural que determina rosado para nenas y celeste para varones y lo vestí de diferentes colores, diciéndole que los colores responden a los colores, lo mismo que con los juguetes bélicos. La batalla fue de una gran soledad. En la escuela la maestra de jardinera le preguntó de forma burlona frente a todos sus compañeros: “¿Por qué siempre tus medias son diferentes?”. En los cumpleaños le regalaban pistolas y “juguetes para varones”. Ir a comer a McDonald’s era lo que seguía. Criarlo sin un plan de apoyo para una madre que quiere ser artista profesional, que ensaya de noche, y que no gana un peso, para lidiar con una sociedad que mantiene las estupideces más grandes, se hace difícil. Entonces un día una se sienta y piensa: “Qué priorizo, qué elijo”, y elegí. Cuando una elige la maternidad es para sumar, es para ser más fuerte, más, no menos. Más para decir que se puede, porque se puede, porque de eso se trata la evolución en cada uno, no la renuncia. Renunciar es parte de la herencia religiosa que se ha metido en nuestros comportamientos y razonamientos: debo renunciar para ser feliz.

Elegir es de un esfuerzo constante, porque el afuera ya está instalado y uno a veces apenas puede reaccionar; accionar es el doble de energía. Pero de eso se trata cuando uno piensa en la felicidad. ¿Qué es? La felicidad es elegir. Elegí para mi hijo que pudiera desarrollar sensibilidad y opinión, que no se dejara arrasar por el comportamiento imperante, pero también que pudiera defenderse. Dejé de lado que ordene su cuarto, que sepa cocinar, estar pendiente de las notas en los estudios, las cosas tiradas o en su sitio. Me preocupé en ver sus señales de identidad, darle espacio para el error, que aprendiera de las frustraciones. Pero no es suficiente, uno elige porque sabe que todo no se puede, al menos yo no pude.

Cuando hablábamos sobre opciones sexuales, le decía que él podía elegir libremente, mujer, hombre. Lo importante es el respeto hacia uno y hacia el otro. Llevó mucho que él pudiera escucharme, le costaba, le daba vergüenza, claro, solos en la inmensidad del prejuicio.

Cada uno en su hogar trabaja, milita, cada uno desde su vida privada, laboral, pública, tiene aciertos y contradicciones. ¿Cuánto aplica uno sobre lo que critica a otros?

Ese es el debate que me interesa. ¿Hasta dónde somos capaces de sobrellevar esa evolución que descargamos hacia afuera cuando sentamos a los otros en el banquillo de los acusados?

Uno también concede, negocia, uno en pos de estar con alguien hace concesiones, que están naturalizadas, como los celos, por ejemplo. No hablo de algo que le haya ocurrido a alguien de enfrente, me sucedió a mí hace poco; el control sobre los “me gusta” en Facebook, sobre la gestualidad en las fotos, la forma que las otras personas me abrazaban o no, el compartir la foto en una “asamblea de amigos” para ver si mi comportamiento era acorde a alguien que estaba en pareja. Ir sola a un bar es porque estás de levante, tener personalidad es seducir y las artistas son todas provocadoras. En síntesis los celos son lo más parecido al infierno. El asunto es más y más complejo que señalar la cancha de enfrente. Los celos y el control están naturalizados en una pareja, matrizados a fuego en el corazón.

Vivimos en una sociedad en la que el prestigio de tener pareja es alto, tanto para varones como para mujeres, sin excepción de orientación erótica. No hablo ni de amor, ni de deseo ni de compañerismo; hablo del peso cultural y social que tiene: tener marido, tener mujer. Tener. Verbo que define el lugar de prioridad en los vínculos.

El atraso en las relaciones afectivas que tenemos es descomunal y no está solamente en las relaciones hetero, lo veo en todas las construcciones, sean hetero, homo, bi o con la combinación a gusto.

La pareja rankea como el máster o el doctorado, y si tiene un aporte económico, académico o de belleza, el puntaje acumula.

Es un modelo que nos resistimos a cuestionar, nos resistimos a mirarlo desde las grietas, hace agua por todos lados, pero nos gana la comodidad, el confort de lo logrado. Sincerarnos es el primer camino cuando uno intenta cambiar algo. Sin sinceramiento no hay nada posible.

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