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Qué vale más: ¿Carreras, ubicaciones o marcas?

Por Rafael Bayce.

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Más o menos en una de cada 5 columnas mías, el científico social le cede el lugar principal al entrenador deportivo, aunque las reflexiones deportivas contienen un porcentaje variable pero apreciable de insumos explicativos desde las ciencias sociales. No podía ser de otra manera en estos días de fiebre olímpica por todo el mundo. Cada país siguiendo a sus competidores y presenciando los grandes y espectaculares eventos. Un gran tema a debatir en cualquier sobremesa familiar o de amigos es si los Juegos Olímpicos fortalecen la unión de la humanidad más allá de las rivalidades ancestrales o puntuales, o si, por el contrario, toda esa grandiosa parafernalia igualadora, esos abrazos luego de cruzar las metas, son meros modos de disimular emociones divisivas. Otra cuestión es si los competidores son cultivadores frenéticos y desvergonzados de enormes egos, o si, por el contrario, se ven más como representantes y servidores de pueblos, gobiernos y organizaciones deportivas, tuercas de engranajes mayores que los han formado, sustentado y financiado. Quizás las respuestas no sean tanto en blanco y negro como en variados tonos grisáceos.

 

Carreras, ubicaciones y marcas

Pero vayamos a la pregunta del título, que cuestiona qué vale más: uno, un triunfo en una carrera presencial contra otros; dos, una ubicación o clasificación, relativamente independiente de resultados puntuales en carreras concretas contra otros; tres, las marcas obtenidas independientemente de triunfos o ubicaciones.

Al día de hoy, en todas las competencias internacionales de importancia hay una coexistencia de la importancia de los triunfos en carreras concretas, de las ubicaciones logradas aunque no provengan de triunfos en carreras concretas, y de las marcas obtenidas en cualquier ubicación obtenida. Por ejemplo, la clasificación para participar en los Juegos depende de la obtención de una marca mínima, que no tiene por qué provenir de ningún triunfo o ubicación particularmente aventajada; las clasificaciones en las diversas instancias competitivas obedecen a un criterio mixto: clasifican a la instancia siguiente los 2, 3, 4 o 6 primeros, hagan la marca que hagan, pero también lo hacen los que no llegaron en esas ubicaciones pero obtuvieron las mejores marcas en posiciones de no-clasificación.

Pero, tanto los podios, como las medallas y hasta los diplomas para los 10 mejores, los premios máximos, dependen de resultados en carreras concretas de enfrentamientos interpersonales presenciales y concretos.

 

Un poco de historia deportiva

Hay una explicación histórica, en la evolución del deporte, que ha producido esta mezcla de criterios para premiar, con sus matices y privilegios. Veamos. El deporte es una actividad cultural de manifestación de capacidades y habilidades, proveedoras de ingresos, poder y estatus a través de la historia. Consisten en la exhibición de destrezas que eran necesarias en la lucha por la supervivencia, pero que ahora no lo son tanto, superadas por la tecnología sapiens del Homo faber. Ya no se necesita correr tanto, ni nadar o remar tanto ni luchar; de modo que las virtudes para esas actividades son culturalmente resignificadas, desde medios para la supervivencia, la obtención o el escape, en cosas en sí mismas, que no se hacen para proporcionar algo o huir con esa carrera, sino solamente para atestiguar capacidades, habilidades y destrezas que fueron instrumentales para la supervivencia, pero que ya no lo son más, o lo son en una medida mucho menor.

Se supone que correr más, como en atletismo, en natación, en vela o canoa, que el lanzamiento de pesos (ex piedras), de la jabalina, el tiro o las flechas, se pueden hacer, modernamente, sin utilidad biológica que las trascienda, sino meramente como modo de jerarquizar personas, y por su intermedio localidades, naciones, regiones, y hasta regímenes político sociales y razas. Además de esas actividades primitivas de supervivencia resignificadas, los juegos han ido incorporando deportes individuales o colectivos que han surgido como manifestación de habilidades ya directamente no-útiles para la supervivencia (surf, patinetas, tenis, ping-pong y bádminton) o como modo de educar el carácter y la solidaridad en su utópico origen (fútbol, básquet, vóley).

Esta progresiva resignificación cultural de destrezas, habilidades y capacidades físicas y psíquicas, sumadas a habilidades nuevas no utilitarias, ya comenzó organizadamente en la antigua Grecia, y se ha multiplicado desde los juegos modernos de 1896 hasta ahora. De acuerdo al areté griego, que equilibraba el aprecio por las destrezas físico-psíquicas con las intelectuales-artísticas, los juegos deportivos eran acompañados por juegos poéticos, que eran tan valorados como para que algún rey, que sospechaba que los poetas de un reino rival le ganarían el torneo, cortara por lo sano y mandara hundir la flota del reino rival antes de su llegada a la sede olímpica.

De modo que, ya desde siempre, si bien los Juegos Olímpicos eran interrupciones de las luchas bélicas con exhibiciones de grandezas en honor a los dioses, y en este sentido promotores de unidad y paz, eran también promotores de luchas de segunda generación, ya que, no solo se producían catástrofes como el hundimiento de los poetas favoritos, sino grandes peleas entre los aficionados en las tribunas y en sus entornos, en especial luego de las competencias colectivas, de equipo, tales como las carreras de aurigas; ya en Grecia había una policía deportiva especializada para esas competencias que llevaban a riñas como evacuación de las emociones agonísticas y quizás de las rivalidades inter-locales. También había ya profesionalismo: atletas cotizados eran contratados con promesas de privilegios y beneficios, habiendo ya ‘pases’ entre reinos, y ‘profesionalismo marrón’, remuneraciones en especie, algunas como la provisión de bueyes para los luchadores; se decía que Milón de Crotona comía uno entero antes de pelear.

Pues bien, originariamente solo había carreras concretas, en las que se ganaba o no, y se entraba en posiciones más o menos secundarias. Las ‘carreras’, en tierra o agua, definían a un ganador y perdedores, surgiendo posteriormente la premiación diferenciada de segundos y terceros (el podio con medallas).

Pero cuando los competidores para una carrera concreta exceden en cantidad a los que pueden enfrentarse directamente en una sola carrera, empieza a pensarse en los mecanismos necesarios para clasificar o no -desde un número grande de aspirantes-, a un número manejable de competidores directos. El primer y obvio recurso fue dividir a los aspirantes en grupos, y clasificar a los ganadores de las ‘eliminatorias’ o ‘clasificatorias’ (eran ambas cosas, clasificaban a algunos y eliminaban a otros) para la disputa final. Pero pudo suceder que, debido a imperfecciones, intenciones o azares en la agrupación de los aspirantes, clasificara, solo por ser ganador, algún competidor que quizás hubiera perdido con algún otro, perdedor porque le habían tocado mejores rivales que al afortunado ganador; y había que prever el modo cómo evitar tal injusticia. Es entonces que sucede lo siguiente en nuestra breve historia.

 

Aparecen los récords, alternativa a triunfos concretos

Casi coetáneamente con esta problemática de la justicia en la clasificación debido a la disparidad posible de las series clasificatorias, aparece un tercer modo de distinguir a los especialistas en las diversas disciplinas, además de la superioridad interpersonal en una carrera concreta, y de las clasificaciones o eliminatorias en secuela: las marcas personales, o récords, que pueden ser personales, de campeonato, nacionales, regionales, continentales, internacionales (i.e. sudamericanos, panamericanos, olímpicos, mundiales). No todo ganador de un evento posee sus récords. Entonces, el carácter de vencedor en un evento no necesariamente implica que posee los récords de ese campeonato; recíprocamente, alguien que quiebra un récord en una prueba clasificatoria puede no ser el vencedor en una final ulterior.

 

De carreras y récords a ‘clasificaciones’

A esta dualidad vencedor-récord se le suma una nueva variedad de triunfador, que puede no ganar ninguna prueba concreta, ni tampoco quebrar récord alguno, pero que, con esa actuación no-ganadora y no-recordista, sin embargo, por una combinación de buena ubicación y buena marca, es premiado con el pase a una instancia competitiva ulterior, en una mezcla moderna de premio al lugar obtenido en una prueba concreta y a la marca lograda en ella: es la clasificación, alternativa a la victoria concreta y al récord como criterio de premiación o de esfuerzo medido. La clasificación, muchas veces, introduce un insumo antideportivo en la competencia deportiva, porque limita la intensidad del esfuerzo inmediato en aras de un resultado mediato, y entroniza el cálculo racional por sobre la inclinación lúdica, expresiva y simbólica encarnada por la lucha agonista y la búsqueda de la excelencia y de la primacía interpares.

 

El diverso prestigio de los atletas según el resultado logrado

Esta breve historia ayuda a entender por qué determinados resultados son diversamente valorados por los especialistas y competidores, y por la prensa y la opinión pública. El hecho de que las confrontaciones directas hayan sido el modo originario de mostrar superioridad deportiva, y de que los podios premiados también surjan de carreras concretas, hace que las clasificaciones obtenidas sin triunfo y los récords sean secundarios frente a las confrontaciones directas, lo que puede ser un error técnico en la apreciación de los méritos deportivos, pero es lo que funciona a nivel de prensa masiva y de opinión pública. Por ejemplo, hasta ahora, la mejor actuación de Uruguay fue el 6º puesto conquistado por los remeros del doble par. Pero fue obtenido mediante un último lugar en la final principal (final A) con los 6 mejores clasificados de las instancias eliminatorias; creo que, por ejemplo, si hubieran ganado, aunque en la final secundaria (final B), con los clasificados del 7 al 12, y con ello hubieran logrado el 7º puesto, su performance hubiera sido más celebrada que un último lugar en la final A, a pesar de que con ese último lugar fueran sextos y no séptimos, como los serían como vencedores de la final B. Del mismo modo, el penúltimo lugar de Déborah Rodríguez en una de las semifinales de 800 metros llanos no es celebrado porque esa ubicación, visualmente, cuenta más que su supuesta mejoría en la clasificación olímpica (19ª), lograda por su clasificación a las semifinales e independientemente del puesto obtenido en ellas.

A la gente y a la prensa los impresiona más la ubicación en confrontaciones concretas, que clasificaciones, rankings y récords, que son criterios más técnicos, de élite, menos agonísticos e icónicos, como son las oposiciones directas. Un ganador icónico vale, masivamente, más que varios clasificados, raqueados y recordistas no icónicos; por lo tanto, también un perdedor icónico puede impresionar más que sus logros teóricos; por eso, también los ídolos deportivos, hasta en los deportes colectivos, son quienes hacen jugadas espectaculares, salvando de derrotas o dando victorias, resignificación civilizada del prestigio de que disfrutaban los que proporcionaban vida y la protegían, haciendo, vital-existencialmente, las mismas cosas que hacen hoy, cultural-simbólicamente, quienes compiten deportivamente. Aunque también hacen algo por el prestigio de las comunidades de las que forman parte y a quienes representan; de ahí su disfrutada idolatría, de la que disfrutaban antes quienes corrían, saltaban, lanzaban, nadaban, remaban, arrojaban, luchaban, aunque no deportivamente sino sociobiológicamente, por la supervivencia y el honor -este último fin se extiende al deporte aún-. Los ganadores deportivos alimentan los egoístas egos colectivos; por eso son, totémicamente, tanto adorados fetiches de esperanzados como vituperados chivos expiatorios de desilusionados. Ese variable equilibrio entre el logro personal y su representatividad colectiva se muestra cuando los atletas se golpean el pecho (logro personal), pero también señalan el nombre del país impreso en su vestimenta y se cubren con la bandera patria (logro totémico, representativo, identitario).

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