Cualquier lector atento de los devenires de la época sabe perfectamente que ningún proceso político es sometido al escarnio por su carácter antidemocrático. La revolución venezolana no es una salvedad. Si sus líderes hubiesen seguido con disciplina las orientaciones del mercado, la gran prensa mundial les habría concedido el beneficio del aplauso o la garantía del ocultamiento. No dedicarían cien tapas por año en ciudades remotas a denostarlos. Por años Venezuela ha sido instalada en la agenda de los países de Europa y América Latina como el gran ejemplo de lo que está mal. Mucho antes de la muerte de Hugo Chávez o de la crisis del petróleo, Venezuela ya era una palabra usada por políticos, medios y creadores de opinión pública para significar el infierno en la tierra, y los dirigentes chavistas eran tratados de delincuentes, narcotraficantes, ignorantes y tiranos. El bombardeo incesante de información falsa o sesgada durante los casi veinte años desde que Chávez ganó su primera elección terminó por consolidar antipatías a la experiencia política venezolana en buena parte de los habitantes de la mayoría de los países occidentales. Para ese fin, la distorsión ha sido el componente central y no marginal del tratamiento noticioso de la realidad venezolana en la prensa mundial. Nunca importó el contenido democrático de un proceso político que realizó más elecciones que ningún otro en igual período, todas internacionalmente observadas, con el chavismo triunfando en general y respetando el resultado siempre, incluso en las contadas derrotas. Tampoco importaron los variados intentos de subvertir el orden constitucional llevado a cabo por fuerzas opositoras, abiertamente apoyadas por Estados Unidos. El problema siempre fue el propósito. Siendo Venezuela la primera reserva mundial comprobada de petróleo, una de las más importantes de gas, y poseedora de yacimientos minerales codiciados, como oro y diamantes, un proyecto político de inspiración socialista, dispuesto a la distribución de la renta de esos recursos y su explotación soberana, era inaceptable. Así que, de inmediato, tan pronto como logró discernirse con claridad el rumbo elegido por el movimiento liderado por Chávez, ya sin detenerse en detalles, la maquinaria de propaganda comenzó a andar y no se detuvo nunca más. A la propaganda, como se conoce, somos vulnerables todos. Pero algunos son más vulnerables que otros. Y no siempre los más débiles en formación e información son los más susceptibles. Cuando el discurso es muy dominante y hasta se parece a un consenso racional o incluso la unanimidad, se advierte su poder en los ámbitos en los que la “reputación” importa, donde cierta imagen de respetabilidad es un valor preciado, como en la política, los medios y la academia. Allí, situarse en frente de lo correcto, decir algo distinto a lo que hay que decir de acuerdo a la línea que baja desde quién sabe dónde, supone una capacidad de transgresión inusual y, rara vez, gratuita. La Revolución Bolivariana ha enfrentado la propaganda sistemática y el asedio de Estados Unidos, que tan sólo en los últimos cinco años declaró a Venezuela por dos veces “peligro extraordinario para su seguridad nacional”. Sumado a ello, toda la órbita de influencia del Departamento de Estado, que incluye organismos y cancillerías alrededor del mundo, incorporó como asunto primordial la campaña antivenezolana. Nadie falló. Hubo países donde ministros renunciaron por eso. La opinión sobre Venezuela pasó a ser medular en campañas electorales, en reportajes a políticos, a artistas, a deportistas, en intervenciones parlamentarias, en series televisivas. Venezuela adquirió centralidad en los programas de noticias. Centralidad muchas veces superior a los problemas locales. Y siempre con una línea condenatoria. Todo esto nos demuestra el poder del poder, cuando se lo propone. Sólo el poder es capaz de lograr que los presidentes de todos los países tengan que opinar sobre Venezuela todas las semanas, que las cumbres internacionales dediquen jornadas a discutir a Venezuela, que los medios se plaguen de consignas temerarias advirtiendo que tal política conduce hacia “Venezuela”, que los políticos a defenestrar pasen a ser acusados de “chavistas”. Que políticos, académicos, parlamentarios, presidentes y expresidentes firmen comunicados, solicitadas condenando a un país, e ignoren otras realidades mucho más vergonzosas, violentas y antidemocráticas sin que se les mueva un pelo de la vergüenza. Este domingo la revolución busca una salida a la crisis en las urnas. La revolución se discute a sí misma mediante la elección de una Asamblea Constituyente. La vía bolivariana al socialismo se encuentra asediada desde afuera y combatida adentro por una oposición que creció a la par de la crisis económica provocada por el derrumbe del precio del petróleo y la guerra económica del empresariado, hasta el punto de ganar su primera elección parlamentaria, pero decreció al ritmo de la violencia instalada en los últimos meses y la respuesta organizada del Estado al desabastecimiento. El desafío para el la revolución es obtener este domingo un respaldo contundente de los venezolanos en la elección de los constituyentes. Es indispensable que millones de venezolanos comparezcan para dotar de legitimidad interna un camino institucional que permita superar la crisis y restablecer la paz y la tranquilidad. La prensa mundial y lo que graciosamente se conoce como la “comunidad internacional” ya han decidido impugnar este proceso, desconocerlo, deslegitimarlo, y pondrán en tela de juicio su adhesión y su resultado. No se van a detener ni las sanciones, ni las condenas, ni los reproches, ni las declaraciones ni la propaganda. Pero el verdadero partido se juega adentro. Con los trabajadores y con los más humildes. Si el pueblo mayoritario, el que acompañó a Chávez hasta el último día, mantiene la decisión y el rumbo, entonces Venezuela seguirá su marcha soberana a la construcción del socialismo, aunque el imperio se deshaga en imprecaciones y amenazas, y sus súbditos se amontonen para secundarlo.
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