Me gustaría recordarle al General Guido Manini -tal vez un día tenga la oportunidad de hacerlo- que no imagino a Artigas matando a un solitario prisionero ni fondeándolo para encubrir su crimen. Ni a Artigas, ni a sus lugartenientes, ni a ninguno de sus soldados. Ni a ningún soldado de un ejército artiguista, ni a ningún general artiguista cubriendo semejante cobardía.
Tabaré, en estos días, puso en su lugar a media docena de generales que no sólo demostraron no ser leales a su mando superior, sino a su propia fuerza que se cargó de desprestigio por proteger el pacto de silencio y por seguir sosteniendo la impunidad.
No recuerdo nada igual, al menos en ésta región de América, salvo la memorable decisión de Alfonsín cuando al finalizar la dictadura metió presos a los generales que tenían más responsabilidad en el genocidio.
Tal vez sea equiparable al memorable gesto de Baltasar Brum, inmolándose para defender la República y las instituciones frente al golpe de Estado de Gabriel Terra.
En la historia reciente de nuestro país los presidentes Pacheco Areco, Bordaberry, Sanguinetti y Lacalle fueron timoratos y cobardes frente a los desbordes castrenses. Timoratos y a veces cómplices. Tal vez Jorge Batlle escapó a esta regla, pero muy poco.
A mí me parece que separando la paja del trigo y dejando para la Justicia la investigación de las responsabilidades penales, habría que destacar que ahora se sabe mucho más que antes de cómo fueron las cosas y los crímenes desde antes de la dictadura que cuando aún había un gobierno blanquicolorado y se torturaba a civiles en los cuarteles absolutamente al margen de la Constitución y de la ley, con la responsabilidad política, moral y penal de los mandos militares y civiles de la época en tales hechos y que aún hoy hay gente que, en el mejor de los casos, cree que les hace bien a las fuerzas armadas el ocultamiento y el silencio.
Toda esta infamia dejó de ser el resultado de los testimonios de las víctimas, ya que pasó a ser confesada por los propios asesinos. Confesiones que se hacen ahora en todo su esplendor, con sus episodios de mezquindad, horror, cobardía y corrupción.
Quiero descartar de todas estas reflexiones aquellas manifestaciones que están teñidas de colores electorales de protagonistas que están desde distintos ámbitos en la contienda política electoral y procuran llevar agua para su molino.
También las que son obviamente operaciones de inteligencia como la que cristaliza en la “investigación” periodística de Leonardo Haberkorn y la publicación de las actas por parte de un medio de prensa “conservador”, como bien lo definió el general Manini, hoy candidato.
De esto, y de quiénes son los que se benefician y perjudican, habrá que reflexionar e investigar con más elementos-aunque ya hay bastantes-.
En estos momentos, los medios concentrados y hegemónicos, de prensa escrita, radial y televisiva parecen haber entrado en cadena para hacer aparecer, o sugerir, un presidente irresoluto, vacilante, que no cumple cabalmente con sus funciones, y que se equivoca porque firma o no tal papel, difundiendo cualquier tontería mentirosa por el estilo.
Disimulan y confunden, procurando ocultar que el presidente Tabaré Vázquez viene de descabezar a la cúpula del Ministerio de Defensa, y pasar a retiro a la mitad del generalato uruguayo, al disponer de elementos que prueban irrefutablemente -en el caso de los militares- su vinculación con el ocultamiento de graves violaciones a los derechos humanos en tiempos que se iniciaron mucho antes del golpe de Estado del 27 de junio de 1973, comienzo de la última dictadura.
Es decir, en el largo y terrible período que abarca los gobiernos de Jorge Pacheco Areco y Juan María Bordaberry, violadores o cómplices de violación de los derechos humanos, ellos y sus ministros, ya que eran informados regularmente de esas acciones (que incluían apremios varios, arrestos ilegales e incluso fusilamientos como el de los ocho obreros, que pudieron ser muchos más, en la Seccional Nº 20 del Partido Comunista, el 17 de abril de 1972) por los mandos militares y policiales, como figura en el libro El cronista y la Historia (2017), de Julio María Sanguinetti, que fuera ministro de Industria de Jorge Pacheco y ministro de Educación y Cultura de Juan María Bordaberry hasta el 27 de octubre de 1972.
Los presidentes Pacheco y Bordaberry y sus ministros eran funcionarios públicos (¡y de qué rango y responsabilidad!) y tenían la obligación de parar los actos ilegales, denunciarlos o al menos tener la dignidad de renunciar. Por el contrario, los dos presidentes y sus ministros siguieron en sus altos cargos, sirviéndose de todos los beneficios del poder, mientras en Uruguay se imponían la muerte y la tortura, y actuaba un Escuadrón de la Muerte que había sido «sugerido» por el después presidente Jorge Batlle según un documento desclasificado del Departamento de Estado publicado por el semanario Búsqueda.
Estos «grandes» medios, que acusan veladamente al presidente Tabaré Vázquez, ocultan totalmente que los cuatro gobiernos democráticos que siguieron a la reinstitucionalización tutelada de marzo de 1985 (los de Sanguinetti, Lacalle, Sanguinetti y Jorge Batlle) impidieron toda acción legal sobre los civiles y militares culpables de violaciones de los derechos humanos, a pesar de contar con un instrumento que lo hacía perfectamente posible, que es el Artículo 4º de la maldita ley de Impunidad o de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, Nº 15.848, sancionada el 22 de diciembre de 1986. La misma (que no era una Ley de Amnistía, como había querido siempre Julio Sanguinetti, que extinguiera todos los delitos) habilitaba que, ante cada denuncia, el presidente de la República podía enviar el expediente respectivo al Poder Judicial o «ampararlo en la caducidad». Sanguinetti, Lacalle, Sanguinetti y Jorge Batlle, entre 1986 y 2005, no vacilaron en «amparar en la caducidad» todas las denuncias que les llegaron, o sea, se decidieron por la impunidad.
Por el contrario, Tabaré Vázquez llegó a la Presidencia de la República y, utilizando dicho instrumento legal, envió a la Justicia, que luego procesó con prisión, a personajes como el expresidente Juan María Bordaberry, el excanciller Juan Carlos Blanco, y militares como el exdictador Gregorio Álvarez, José Nino Gavazzo, Jorge Pajarito Silveira y otros asesinos igualmente peligrosos, culpables todos ellos de ensuciar el uniforme del general José Artigas.
En esa senda de búsqueda del fin de la impunidad continuaron los tres gobiernos del Frente Amplio, y ahora ocurre esta histórica instancia en la que el presidente Vázquez, ante elementos claros y contundentes, procede nada menos que a sustituir la cúpula del Ministerio de Defensa Nacional y pasar a retiro a la mitad del generalato, empezando por el comandante en jefe del Ejército.
El general no tiene quien le escriba
La política es más difícil que la guerra y Manini recibió un primer revolcón. En la cabeza del comandante en jefe ya rodaba la idea de su candidatura presidencial cuando fue consultado por el Tribunal de Honor sobre la confesión de José Gavazzo y la eventualidad de que se hiciera la denuncia penal y se suspendieran las actuaciones del mismo. Podía haber dado la orden de hacer la denuncia que correspondía, pero eso postergaría la sanción hasta el fallo de la Justicia civil. Sin embargo, además de parecerle injusto porque conocía las chicanas de Gavazzo, no convenía a su inminente candidatura. Vio mejor seguir de largo porque, entre los generales, la versión de Gavazzo era harto conocida y ya había acuerdo en degradarlo por su conducta frente a la prisión de su colega Gómez. Así Manini terminaba su gestión en la comandancia con el mérito de ser el que sancionó a Gavazzo y por un largo tiempo se postergaba la consideración del Honor de otros militares presos y condenados cuyo proceso en los tribunales de Honor podían hacer demasiado ruido. Es verdad que informó al ministro cuando el tribunal falló y es verdad que no tocó ni una coma. Pero tampoco hizo olas. Cuando Vázquez se enteró de cómo eran las cosas y cuando las actas se conocieron, no tuvo consideración. A Manini lo trató como un candidato presidencial y las reglas no son las mismas. Ya Manini sabe que se equivocó al dar la orden de seguir las actuaciones y no hacer la denuncia en la Justicia penal. También sabe que para la opinión pública él fue cómplice para perpetuar el pacto de silencio. Lo que había proyectado para su campaña política, un candidato enérgico, fuerte, caudillesco, artiguista, latinoamericanista, nacionalista y católico, le quedó demasiado grande porque su público hoy se reduce a medio millar de fachos nostálgicos del régimen militar que poco tienen que ver con las ideas que expone en la cátedra. En ese difícil arte de la táctica en el que triunfa el que aísla al adversario, Tabaré le ganó por goleada, al menos por ahora. Manini es experto en la estrategia de la guerra, pero, de política, aún no sabe un pito.