“Vaga un aroma a anteayer/ a flores derribadas”.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
Vicente Aleixandre
Duele el primer desarraigo, dicen. El día en que dejé aquella calle de arboleda somnolienta, una niña detenida sonriendo al lado de una vieja carreta, las hojas del otoño por el sendero de regreso a la casa, un columpio con siluetas azules, la tarde que se desdibuja con la sonrisa de los amigos, la mesa del tarot con claves olvidadas, y la última luna de la madrugada. Todo parece el sueño de un fantasma invicto que ha quedado inevitablemente detenido en aquel paisaje de alfombras amarillas en una esquina que recordaré para siempre.
El verano ha pasado demasiado pronto. Resta un fatal agotamiento luego de dos mudanzas en menos de tres meses hasta llegar a un lugar en el que no logro aún reconocerme. Miro a través de los ventanales, veo árboles con flores vivas, silenciosas, siento que ya no recobraré el paisaje de la hondonada con mis niñas repitiendo letras y formas en mi país de senderos avellana. Ellas quedaron ahí, con sus mochilas en el primer día de clases, saludándome a lo lejos, invadidas por el sol del mediodía. En la tarde cruzaban la avenida, me daban la mano para acompañarme a comprar pasteles en la panadería cercana. Llegábamos a la casa y en un sillón que quería –uno tiene cierto cariño innegable por las cosas– me preparaba un mate y abría los libros. Jugaban con sus amigas, yo desconocía la fatalidad agreste de la felicidad efímera. El tiempo se ha ido sin mí. He sido demasiadas mujeres en diferentes espacios. Un día abandoné mi primera casa, los abrazos de los amigos, las madrugadas.
Salí empapada en un mediodía caluroso rumbo a una villa y fui bastante feliz hasta que los volcanes estallaron todos de golpe una inhóspita noche que jamás podré olvidar. La tarde que antecedió al derrumbe leía poesía en una terminal atenta a los latidos de mi corazón en descompaso. Luego estuve una hora cerca de un río y un puente. Esa fue la última escena en que reconocí mi nombre. Quedaron las dos niñas asombradas y una mujer que se recostaba distraída a su penúltima sonrisa.
Jamás creí que iba a suceder nada de lo que por ahí leo en las noticias; esas condenas parecen siempre destinadas a otros. Hasta que un día, ignorando cómo, después de que había aprendido a amar la nueva plaza y a caminar otras aceras, me vi obligada a salir disparada de mi historia evadiendo el golpe y la furia.
Después de haber pasado por un local de cobro, tratando de juntar rápidamente dinero para mudar algunos muebles y dejar otros con sus miradas de madera y vidrio, tomé un helado con una de mis hijas. Le saqué una foto que a veces miro con un dejo inocultable de tristeza. La despedí en la madrugada. Otros se fueron antes. Eso son los hijos: la temible puerta giratoria indiscutiblemente necesaria.
Así como las sirenas de cuerpos de pan y los lobos de esteparias voluntades un día se perdieron en mis párpados con sus baldes llenos de peces pequeños en los patios maravillosos de la infancia, ese día la asiática séptima maravilla acercó sus ojos a mi boca y me quedé muda mirando cómo se perdía llena de bolsos en la espalda.
Ayer me vine a un poblado cuya existencia ignoraba, otro islote del gran archipiélago, y descubrí, no sin sorpresa, otros modos de andar. Fui a inscribir a mi hija en el liceo. En el mismo predio funciona una escuela. La directora, recientemente designada, me explica que las clases se inician la próxima semana y que es nueva ahí, por lo que debe delegar el trámite a otra persona, que me espera la próxima mañana. Una cocinera saluda amablemente. Dos personas salen cuando yo entro; gente muy humilde, que me mira hasta con cierta suspicacia.
Generalmente hay quien busca especialmente el sitio para que los hijos estudien. El que puede apuesta por la enseñanza privada; en mi caso, el mejor lugar es el que queda más cerca. Todos mis hijos han ido a escuelas públicas de ciudades o villas, y también ha sido así la educación media que se les ha proporcionado y se les proporciona. Esto es discutido por muchos. Hay colegas que me indican el mejor lugar, pero mi experiencia dice que ese tal lugar directamente no existe; en cualquier parte hay gente comprometida y gente que de verdad ocupa cargos con ojos en la espalda. La primera labor educativa corresponde a los padres y, sin pretender quebrar el orden de jerarquías, siempre lo he tenido claro.
Recuerdo un episodio de hace unos tres años. Durante mi activa militancia política –algo que jamás he descuidado–, una serie de personas consideraron el método del ataque desde otros bandos. Un grupo hizo una captura de pantalla en la red social más conocida y allí comentaron que seguramente usaba el perfume francés más caro y me hacía llamar “izquierdista”, adjuntando el término caviar de no sé qué cuatro por cuatro que seguramente me conducía por las rutas. Ese prejuicio existe y hasta puede doler. Hay que aceptarlo. Nada más lejano a la realidad.
Mi hija menor concurrirá este año a un liceo catalogado como rural, en el que se puede recibir una educación que abarca el ciclo básico. No considero que eso sea un tema que interfiera de modo negativo en su formación integral; posteriormente deberá aprender a incursionar otros universos. Conozco personas que provienen de lugares donde para llegar a la escuela cruzaba alambrados y hoy son excelentes profesionales, del mismo modo en que muchos han asistido a lugares donde se los educó con cierta superioridad y hoy son personas bastante complicadas que trabajan con escaso sentido del deber y apostando sistemáticamente a la mediocridad. Crear conciencia de clase es fundamental si uno considera posible una revolución verdadera. Creo en poder cambiar varias cosas desde el espacio que me corresponde y contribuir en lo posible a mejorar la calidad educativa de cada lugar en el que me toque vivir no ocupando la calle de la queja sistemática ni esperando retribución económica. Es el deber que me asiste, y lo hago del mismo modo que algunos maestros van a escuelas muy alejadas y son multifuncionales.
Este es el primer año en el medio siglo de mi vida que no abotonaré una túnica ni me ocuparé de armar una moña azul. Cierta innegable nostalgia contorsiona mis huesos. Hay muchas imágenes que van quedando en esos estantes que todos tenemos apilados por dentro, destinados a recopilar recuerdos como quien capta fotografías y las deja allí, existiendo para partir a otras historias que ya no nos pertenecerán en el arterial esquema de una existencia inabarcable.
No ha sido fácil dejar a los niños situados en ese universo de las fotografías palpitantes, pero el oficio humano es continuar andando, cambiando de trajes, aceptando el tiempo, habitando diferentes mundos, involucrándose. Hace cuatro años, el primer desarraigo me marcó bastante aunque solía llamarme “la no querenciada”.Hoy pertenezco a la casa que me habita, aunque a veces me pierdo en sus andamios oscilantes con madejas de arañas doradas cenicientas. Aún encuentro todavía en los pasadizos con sus lámparas una niña camino a la adolescencia con muchas preguntas para responder con paciencia apuntando a los instantes infinitos en que se apuesta a la resurrección de la esperanza, como un ave fénix de belleza extraordinaria.