Particularmente rico me resultó el último ejemplar de Caras y Caretas. Me gustaría partir de tres de los artículos publicados en ese número, con los que concuerdo fuertemente, para formularles algunos matices y adiciones que pienso podrían potenciarlos más allá de sus dimensiones originales. Judicialización mediática de la política El artículo de referencia, firmado por Emir Sader, se titula ‘La guerra jurídica’. Es un artículo muy claro y didáctico sobre el tema, especialmente útil para quienes aún no tienen seguridad en la comprensión del fenómeno. De todos modos, y aunque el autor lo menciona (“es un acto de guerra, pero en las condiciones actuales se da por medio jurídicos y de manipulación de la opinión pública”), lo fundamental no es tanto la leguleyería utilizada para la judicialización, que por supuesto es importante, sino, sobre todo, el novedoso uso y papel de los medios de comunicación de masas en la difusión de esa judicialización. A título personal, vengo planteando el tema de la judicialización desde hace 20 años, la primera vez en un congreso de la Fundación Wilson Ferreira Aldunate. Enriquecí luego ese planteo con un énfasis en la ‘mediatización de la judicialización’ desde las columnas en Caras y Caretas, a partir del año 2016. El mecanismo inicial fundamental se instala en la búsqueda o magnificación de alguna sospecha judicializable acerca de alguna conducta de algún político. En esta instancia, es necesaria la servicial leguleyería de juristas adictos para buscarle ‘tres pies al gato’ y encender así la sospecha en la mente de los destinatarios eventuales, que son los electores futuros. Pero lo central para la persecución del impacto político electoral de la judicialización es la mediación de los medios de comunicación (prensa y redes sociales) para la simplificación del contenido jurídico de la denuncia judicial y para la maximización de la falta moral supuestamente cometida por su intermedio. Los leguleyos encienden la sospecha y los extremos judicialmente perseguibles; pero lo que le llega a la gente no es tanto la sofisticación jurídica de la acusación, para la que no está formada para entender a cabalidad, sino la implicación moral de la conducta focalizada, que podría hacerlo sospechable como persona y como gobernante eventual en un futuro electorable. La judicialización, sin la mediatización, que simplifica legalmente y dramatiza moralmente, no estaría ni cerca de conseguir sus efectos deseados: disminuir, por sospecha, la reputación moral y como gobernante de alguien político electoralmente vigente. ¿Quiénes piensan por ti? Con este título, Enrique Ortega Salinas muestra, con mucha claridad conceptual y muy convincentes ejemplos, cómo y en forma creciente los medios de comunicación ‘piensan por sus receptores’. Entre otros recursos, mediante la selección de los temas a editar y de los no editables, y mediante la fuerte inducción en la opinión pública de la evaluación de lo editado. No solo los medios fijan la agenda de los hechos (agenda setting) a intercambiar en el cotidiano, sino, y peor, inducen fuertemente su evaluación, siendo incierto que comuniquen toda la realidad tal como es y que narren los hechos como para que los receptores puedan evaluarlos con autonomía y a partir de información veraz y completa. Es posible que el más temible y novedoso modo de ‘pensar por ti’ sea la innecesariedad de siquiera sugerir evaluaciones de la realidad para reproducir simple o ampliadamente su evaluación. El mecanismo funciona así: en la medida que determinadas opiniones han sido impuestas hegemónicamente a partir de determinados hechos que han permitido su imposición, ya no es preciso reiterar las opiniones para reforzar o imponer esas opiniones en el público. Basta difundir nuevamente el tipo de hechos que dio base original a esas convicciones para que todo el imaginario y el complejo ideológico se revitalicen. Ejemplo: la difusión de alguna rapiña, violencia en estadios, consumo de drogas, despierta reflejos ideológicamente condicionados tales como “no se puede salir a la calle”, “la familia ya no puede ir al fútbol”, “la Policía debe instalar más cámaras y vigilar más”, “los jueces deben ser menos benignos”, “la legislación debe endurecerse”, “los menores deben ser más precozmente imputados y sus antecedentes registrados judicialmente”. Todos lugares comunes patentemente equivocados y, en algunos casos, soluciones ya fracasadas. Es por eso que al inicial agenda setting se le ha sumado un fuerte adoctrinamiento ideológico a propósito de hechos escogidos según el doble criterio de su comerciabilidad y de su funcionalidad político-ideológica-editorial. El efecto de todo este proceso, y de su implementación semántica, sintáctica y pragmática, es la implícita reproducción de ese imaginario cuando los hechos editados como noticia se reiteren, sin siquiera precisarse de discurso explícito; la mera narración reiterada reflota el discurso. Y como la clase de hechos se repite mucho, porque ya ha tenido éxito comercial editorial, y el proceso semántico-sintáctico-pragmático se asemeja, se desata un círculo vicioso de hechos y evaluaciones particularmente peligroso y duro de enfrentar. Los novelistas ficcionan la realidad Por último, Carlos Luppi escribía un erudito e importante artículo en el que, entre otros temas, muestra cómo durante la segunda mitad del siglo XX y hasta hoy, en el XXI, una serie de novelistas y cuentistas estadounidenses hacen los análisis más profundos y crueles sobre el profundo deterioro del sueño americano (american dream) y del modo de vida americano (american way of life), y sobre la transformación del sueño en pesadilla y la proliferación en el cotidiano de indeseados ‘Frankensteins’ en ese interesante laboratorio económico, político y social que se fundó ideológicamente a fines del siglo XVIII. El análisis se centra en la inquietante, variada y torrencial producción de Stephen King, aunque Truman Capote, Gore Vidal, Ray Bradbury, entre muchos otros, son listados como ejemplos de que la ficcionalización de la realidad hace digerible y perdonable una crónica particularmente ácida de la realidad que sería más cuestionable e indigesta si proviniera de periodistas, científicos sociales y políticos. Estoy seguro de que podría hacerse una lista similar de directores cinematográficos que han producido sobre la base de inquietantes guiones basados en obras como esas. Déjenme agregar que en ese mismo ejemplar de Caras y Caretas (y también en otros anteriores) nos hemos referido a los tres tipos de amenaza de violencia masiva no bélica cotidiana en Estados Unidos: el terrorismo islámico; los frustrados del sueño americano, en especial entre los inmigrantes de segunda generación; los victimarios de ‘crímenes de odio’ (hate crimes). Todos personajes muy probablemente encontrables en la ficción, tanto más profunda que los temerosos análisis de la ‘realidad’ que proliferan. La literatura no sólo puede mentir la realidad, como dice Onetti; también puede revelarse con mayor impunidad y profundidad vívida que los análisis científicos no saben, no se animan o son censurados si hacen. Debemos mencionar el maravilloso libro de David Riesman La muchedumbre solitaria (The lonely crowd), que analiza la formación del carácter social estadounidense de fines de los 40 (probablemente hegemónico, agrega proféticamente) a través de insumos de socialización cotidiana, ya desde entonces mucho más influyentes que las instancias clásicas de socialización (familia, barrio, sistema educativo formal). Los grupos de pares, los medios de comunicación, las historietas, los dibujos animados, los informativos, los cuentos infantiles modernos, las publicaciones románticas y de difusión ilustrada, el Reader’s Digest. Agentes de socialización informales forman más que los formales; analistas informales con máscara ficcional son más profundos y reveladores que los formales, por diversas razones. Hay que estar atentos para entender el hoy.
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