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coronavirus | pandemia |

Retorno a clases (presenciales) y tres dilemas candentes

Por Marcia Collazo.

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El gobierno ha anunciado el retorno a clases presenciales. No dijo una sola palabra -yo al menos no la escuché- de reconocimiento o de mínimo agradecimiento a la labor que vienen llevando adelante todos los docentes del país para continuar con los cursos en medio del aislamiento. Por más que se trata de un aislamiento muy relativo, el hecho es que los alumnos y alumnas de todos los niveles educativos no están concurriendo a las aulas reales. De ahí la decisión del retorno a las clases (presenciales). De ahí los anunciados propósitos de que los estudiantes no pierdan el año lectivo. De ahí la descripción somera de un protocolo sanitario que es muy fácil de decir y muy difícil -por no decir imposible- de cumplir en los hechos.

No es mi intención ejercer una crítica inconducente, maliciosa o meramente destructiva ni defender el teletrabajo, que no es una panacea, sino contribuir a mostrar los riesgos y las carencias en las que se verifica este retorno. Estamos ante un dilema o, mejor dicho, ante varios dilemas, sobre los cuales sobrevuela una gigantesca obviedad que está siendo olímpicamente ignorada. El primero de estos dilemas está relacionado, naturalmente, con la protección de la salud y, por ende, de la vida, bien supremo del cual dependen los restantes bienes. El segundo dilema está relacionado con la pregunta del millón: ¿es verdaderamente necesario el retorno a clases presenciales para que los estudiantes salven el año? El tercer dilema tiene que ver con un asunto que, no por minimizado o despreciado, deja de tener capital importancia, y se vincula al trabajo docente.

El artículo 54 de la Constitución de la República expresa que “la ley ha de reconocer a quien se hallare en una relación de trabajo o servicio, como obrero o empleado, la independencia de su conciencia moral y cívica; la justa remuneración; la limitación de la jornada; el descanso semanal y la higiene física y moral”. Dicho artículo debe ser interpretado en el contexto que hoy por hoy viven Uruguay y el mundo. De lo contrario, fácil es concluir que sería solo letra muerta. No hablaré de la docencia universitaria porque la Universidad de la República ha tomado la sabia decisión de no operar el retorno a clases (presenciales) hasta pasado el invierno. Claro está, el gobierno se habrá olvidado del invierno.

Un docente de educación secundaria con 20 horas de trabajo (carga horaria promedio) tiene cuatro grupos a su cargo, más cuatro horas de coordinación institucional. El número de alumnos por grupo, en educación secundaria, es en promedio de 30 estudiantes. Ese docente tendrá, por tanto, 120 alumnos en aula. Aunque concurriera la mitad de ese número a cada clase, en aras de la prevención sanitaria, tendría 60 estudiantes por semana; 15 por aula.

¿Cómo cumplir con las aludidas medidas sanitarias, en un salón que, también en promedio, tiene unos 30 metros cuadrados, para mantener a cada estudiante a una distancia de dos metros de los otros? Saquen la cuenta si tienen fuerzas y ganas. Si concurrieran siete u ocho alumnos por clase (la cuarta parte), ¿no quedarían reducidos a la cuarta parte, asimismo, los contenidos educativos?

Se estaría evaluando la posibilidad de que el docente, además de dictar la clase presencial, la grabe para los que no concurren, pero ¿es posible cumplir con dicho extremo en la educación pública, a la que asiste la inmensa mayoría de nuestro estudiantado, y cuya carencia de recursos de toda índole es notoria?

Y cumplidos que fueran todos estos locos y absurdos extremos (ya no en la realidad, sino en una película de ciencia ficción), ¿quién garantiza a los docentes contra un posible contagio, en el aula, en los pasillos, en la sala de profesores y aun en la misma vereda de las instituciones, puesto que en un liceo de 1.200 estudiantes se espera la concurrencia de al menos la cuarta parte, es decir unos 300 estudiantes en cada jornada? ¿No se está exponiendo a los docentes (dejo expresamente fuera a los mismos alumnos) a una enorme insalubridad laboral, en su cuerpo y en su psiquis, en su organismo y en su dignidad como trabajador, que incumpliría groseramente con el precepto constitucional relativo a “la higiene física y moral”?

Volviendo al segundo dilema (si un retorno presencial, errático, altamente desorganizado, y encima voluntario, será o no efectivo para que los estudiantes salven el año o al menos para proveer contenidos educativos mínimos a los mismos), deberá contestarse que estos contenidos ya están siendo brindados, en profundidad y en frecuencia, a un ritmo igual o superior a la carga horaria de los cursos presenciales, por lo menos al ochenta por ciento de los estudiantes de educación secundaria y acaso al cien por ciento de los estudiantes de educación terciaria (Consejo de Formación en Educación). Deberá insistirse enfáticamente en esto porque constituye una de las obviedades “ignoradas” a las que me refería al principio.

Los estudiantes no han caído en el abandono ni mucho menos. Yo puedo estar de acuerdo en que existe una población estudiantil de especial vulnerabilidad que hoy por hoy no está recibiendo educación virtual porque no tiene acceso a internet o a un ordenador, o porque las condiciones en que vive no son las más adecuadas para asistir a una clase a distancia. Pero ¿quién nos asegura que esas y esos alumnos concurrirán efectivamente a las aulas a partir del retorno a clases (presenciales)? Y en el supuesto caso de que todos ellos concurrieran, extremo sumamente dudoso, ¿qué educación van a recibir? ¿Durante cuántas horas diarias? ¿Y en qué condiciones sanitarias, si estas en épocas normales han brillado siempre por su ausencia y nada (pero nada) nos asegura que ahora van a ser mejoradas?

Un retorno voluntario a clases presenciales es, en la práctica, un retorno parcial, y ello vulnera la equidad en educación, además de vulnerar la justicia (ya que la equidad y la justicia no son la misma cosa). Vulnera, en suma, los derechos, deberes y garantías emanados del texto constitucional, tanto para docentes como para estudiantes, y distorsiona de manera grave los altos objetivos de la educación.

Esto es así porque, como reza el refrán popular, del dicho al hecho hay un gran trecho. La voluntad de reiniciar las clases (presenciales) se transforma en voluntarismo. Y el voluntarismo, en ausencia de las condiciones institucionales y estructurales mínimas (recursos humanos, personal capacitado para controlar la higiene y para efectivizarla, implementación rotativa de cursos que aseguren el cumplimiento de los contenidos programáticos de las asignaturas), se convierte en una parodia inconsistente, absurda e incluso patética.

Un dilema, para terminar, es algo inevitable: está ahí como problema contundente, que exige una respuesta. Un dilema es algo moralmente irresoluble, y en el caso de la educación pública uruguaya, es además materialmente irresoluble, por falta de recursos. Por eso, estos dilemas no se pueden resolver de manera eficaz. No van a ser resueltos. Y ni siquiera estoy hablando del peligro del contagio, sino de los restantes círculos del infierno, que no estamos queriendo ver. Y por eso estos dilemas son un asunto trágico, difícil, complicado.

Ser conscientes de que estamos lidiando con todos estos dilemas nos puede ayudar a comprender por qué ninguna solución, en este tema, es una verdadera solución, y por qué el inminente regreso a clases (presenciales) en las actuales circunstancias no nos deja tranquilos. Será por eso que la doctora en Filosofía María Lucía Rivera, profesora del Departamento de Bioética de la Universidad El Bosque de Bogotá, Colombia, expresa lo siguiente: “Una manera que a mí me parece bella para describir un dilema es estar sometido a una decisión imposible”. Para tenerlo en cuenta a la hora de armar escenarios que a primera vista podrán parecer políticamente correctos, pero que detrás del telón son ética y normativamente peligrosos.

 

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