El pasado 2 de enero se conmemoraron 153 años de la caída de Paysandú en manos de una extraña coalición entre colorados, porteños mitristas y adictos al emperador Pedro II, la misma coalición que será a la postre invasora y destructora del Paraguay de Francisco Solano López. La mismísima triple alianza fue parida en las calles de Paysandú y amortizada en la sangre de Leandro Gómez y sus hombres. Una historia épica, nacida de una lucha que sobrepasaba los mismos horizontes partidarios nacionales, una historia en la que se jugaban piezas de este lado como del otro del océano Atlántico. Allí, en el medio de una ciudad sin murallas, al mando de 800 hombres, Leandro Gómez resistió durante un mes ante Venancio Flores, los colorados, los porteños unitarios, Mena Barreto y hasta el almirante Tamandaré -bautizado el Nelson brasileño– y sus casi 20.000 hombres. No podía nacer otra cosa de aquella resistencia más que épica y heroísmo. Gobernaban por aquellas estaciones los fusionistas liderados en aquella fecha por Atanasio Cruz Aguirre, presidente del Senado, quien tomó el poder de manos del referente fusionista (y por cierto nacionalista) Bernardo Prudencio Berro, quien había sufrido la invasión de la alianza. “Pelearemos contra los brasileños y contra Flores, y si nos toca morir, aquí moriremos por la independencia de la Patria”, gritó fuerte Leandro Gómez el 26 de diciembre de 1864 ante las fuerzas colorado-brasileño-argentinas que se iban juntando en la ciudad sin murallas hasta llegar a 20.000. Del otro lado, 800 hombres preparados para resistir. El resultado fue el esperado: venció la coalición de colorados, monárquicos brasileños y unitarios argentinos. Paysandú fue el ensayo de la Guerra de la Triple Alianza y hasta Leandro Gómez murió, pero la gloria quedó del lado del vencido y allí nació la leyenda. Esa es la que amortizan -de forma cuasi perversa- los blancos, sacando de la tumba la gloria de Paysandú y llevándola al terreno mundano, intentando que la sangre de los hombres de Leandro y del mismo héroe curen las heridas del presente. Como una especie de bálsamo curatodo, los blancos se acercaron en manada a Paysandú el pasado 2 de enero para limar asperezas. Ya casi no importa quién fue Leandro o cuáles eran sus ideas, sino que los asistentes esperaban el abrazo, así como los periodistas expectantes preparaban y ajustaban sus lentes para inmortalizar a los dos líderes blancos tan distanciados hasta hace unos días. Escribió Zitarrosa alguna vez que “no hay nada más sin apuro que un pueblo haciendo la historia, no lo seduce la gloria ni se imagina el futuro”. Pues no hay nada más contrario a esa frase que un par de políticos analizando, craneando, calculando cada movimiento en pos de su llegada al poder. Tiene apuro, es seducido de forma carnal por la historia y se imagina el futuro, o por lo menos ese futuro alternativo en el que vence en las elecciones. Pero piénsese en esa utilización de la historia, en esa cuasi caricaturización de la misma en pos de sustentar el presente por pusilánime que este sea. José Rilla escribió hace algunos años un libro fundamental que se encuentra en la delgada línea que une historia, historiografía y ciencia política, titulado La actualidad del pasado. Rilla analiza los usos de la historia en la política de partidos en Uruguay entre 1942 y 1972 y allí encuentra un quiebre a finales del siglo XX de cierto relato histórico que había organizado canónicamente el pasado en una dicotomía central entre blancos y colorados. Muchas cuestiones fueron causantes de ese quiebre, pero una de ellas fue sin dudas el advenimiento de la izquierda organizada y, sobre todo, peligrosa electoralmente después de la dictadura. Aquel proceso (recordemos la reforma constitucional de 1996 para sostener la supremacía) llevó inevitablemente a relecturas del pasado, ya no por cierto tan violentas ni reivindicadoras de ese pasado sagrado y supremo. O sea, el enemigo, ya no aquel colorado, sino este frenteamplista. En ese discurso y ese cambio de paradigma político es que los hitos y los mitos fundantes cambian de forma contundente. Leandro Gómez luchaba por la soberanía, luchaba en contra de los intereses extranjeros, dejó la vida en aquella plaza, y dos preguntas subyacen a la luz del presente: primeramente, ¿dónde está esa lucha hoy en día? Y más mundano, ¿los blancos representan hoy en día esa lucha? Un lector atento podría sostener que el antiimperialismo dejó de ser reivindicación “blanca” desde que murió Luis Alberto de Herrera. Pero más allá de ese análisis subyace la mezquindad de la caterva blanca, buscando mártires, buscando hitos y mitos sólo para darse un mezquino abrazo calculando cada paso para las próximas elecciones. El pasado 2 de enero no fue Leandro el protagonista, no fue el antiimperialismo, no lo fue la lucha por la soberanía, sino que lo fue Bascou (y las estaciones de servicio), Ezquerra (y alguna copa de más), Alonso (y la imprenta) y, sobre todo, las luchas intestinas que hacen peligrar la victoria blanca en las elecciones. Lacalle Pou sostuvo aquel día en Paysandú: “Estamos entre hermanos, y yo estoy dispuesto a hacer lo que tengo que hacer si estoy en compañía de ellos. El que crea que esto es una tarea personal y singular, se equivoca. Yo quiero significar mi discurso en dos personas, en Jorge Larrañaga y en Nicolás Olivera, que son mis compañeros, con los cuales tengo algún matiz pero también tengo muchas más cosas que me unen. Yo le tengo un enorme agradecimiento a Larrañaga”. El diputado Olivera (locatario) fue muy crítico del presidente del Directorio Blanco, Luis Alberto Heber. Parecería que nada hubiese pasado en la interna del partido ante estas hermosas palabras del candidato del herrerismo, quien no ve diferencias (quizás necesite unos lentes de graduación) y sólo ve unión. Por su parte, Larrañaga sostuvo: “Yo no veo dificultades en el partido, veo las legítimas diferencias que tienen que emerger y no hacen más que a una diversidad que fortalece”. Todo esto en el contexto de la épica Paysandú, en la que parecería no sucedió nada en 1865. Quizás ese deba ser el karma de Leandro: haber luchado contra los “malos europeos y peores americanos” y que se lo utilice solamente para dirimir rencillas domésticas un tanto pusilánimes. Leandro quedó sobrevolando el acto como un héroe zombi al que no dejan descansar, un muerto vivo que seguramente no se reconoce en sus nuevos compañeros de partido. Quizás observe atentamente a su nuevo líder y no vea los ideales por los que dejó la vida, un partido blanco americanista, de patria grande, antiimperialista, artiguista aunque sostenido en la oligarquía rural; en eso sigue igual, general.
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