El título me parece que suena muy oportuno luego de escuchar al economista Ernesto Talvi, que, sin ninguna pretensión más que la de que le otorguen el poder absoluto, está dispuesto a salvarnos. No me estoy refiriendo a las numerosas oportunidades de salvación personal, éxito y sanación que ofrecen en muchas audiciones radiales una serie de pastores; te hacen encontrar a Dios y te curan “en vivo y en directo” con la única condición de que relates pormenorizadamente los males del cuerpo y/o la fortuna que has estado padeciendo. Luego, con invocaciones al supremo, sea Dios o el espíritu santo, convocan el milagro. Este se produce de inmediato y te vas curado mientras el público asistente eleva loas. En épocas en que la santa Iglesia Católica imponía castigos, el correspondiente a la simonía se penaba con la hoguera. El pecado se llama así por el episodio en que Simón el Mago quiso comprarle a Jesús la facultad de hacer milagros. Ahora, ni siquiera se piensa que podría ser explotación de la credulidad pública. Desde que Trump pusiese de moda la palabreja “posverdad”, se ha ganado un lugar en el diccionario de la Real Academia. Merecido lugar. Vivimos inmersos en posverdades; son el principal componente de las noticias con las cuales creemos estar informados. Tampoco la salvación que nos ofrece Talvi tiene que ver con nuestra alma inmortal, cuestión que preocupaba a la reina Isabel de Castilla, mucho más que los asuntos de gobierno que debían esperar hasta que ella terminara de confesarse. No, no, Talvi nos ofrece la “salvación nacional”. Considera que no estamos tan mal, pero vamos en una mala dirección y patrióticamente se ofrece para enderezar la ruta y llevarnos al paraíso del Desarrollo. Sí, al Desarrollo, con mayúscula. Y a la salvación y la felicidad, creo que eternas. O, por lo menos, tan durables como el tiempo que él pueda mantenerse en el timón de la nave. Y su exigencia es mínima si tenemos en cuenta su entrega, que será total, y lo pequeño de su reclamo: no nos pide más que lo dejemos hacer. Si él puede conducirnos, sin interferencias y sin consideraciones de ningún tipo, nos salvará. A esta altura uno puede optar por dos caminos: uno de chacota y otro de análisis político y prevención. Lo primero es reírnos un poco de la pretensión y de la manera en que la fue elaborando y de cómo esta se mantuvo, pero en distinto formato. El ilustre economista Talvi no nació ayer a la consideración pública; podemos considerarlo el hijo dilecto (o el Frankenstein) elaborado por el Dr. Ramón Díaz, apóstol del neoliberalismo si es que los hubo, y no de los que predicaban en el desierto; hasta la llegada del Frente Amplio al gobierno, sus opiniones, sus análisis de la realidad económica, sus catastróficos anuncios de lo que nos esperaba si seguía el descontrol y sus consejos para “salvarnos” fueron muy tenidos en cuenta por blancos y colorados. Fue la voz misma del neoliberalismo económico, y sus consejos, con otro disfraz, eran lo mismo que la antigua “austeridad”. Una especie de fórmula mágica: equilibrio fiscal, contención de salarios, apertura económica y libertad absoluta para los empresarios. Desde la reforma monetaria y cambiaria de Azzini, con creciente rigor y siguiendo al pie de la letra las órdenes del FMI, se nos han aplicado por décadas. Todos sabemos que su aplicación exigió un creciente autoritarismo para doblegar la resistencia popular. Con ella fracasaron los políticos, fracasaron los militares reprimiendo y fracasaron los gobiernos que sucedieron a la dictadura, para terminar en el gran final de la crisis de 2002. Todos hemos oído la fórmula que explicaba el fracaso “porque las políticas indicadas no se habían implementado a fondo”. En otras palabras, porque el hambre popular no había sido suficiente. Este “salvador” creció bajo el ala de Ramón Díaz, tuvo su Centro de Estudio de la Realidad Económica y Social (CERES), fue prohijado por todos los medios de la derecha y disertó frecuentemente en los desayunos de los patrones, a los que, para mi vergüenza, los nuestros van con más frecuencia que a su fuerza política o al movimiento sindical porque ¡hay que rendir cuentas! Nuestro ofertado “salvador” hace un par de años se largó a una especie de gira pueblo por pueblo tratando de convencer y reunir adeptos. Su prédica, despojándola de lo accesorio, se puede reducir a que “no estamos tan mal, pero caminamos al desastre y el único que puede evitarlo soy yo”. ¡Modesto el muchacho! Su éxito fue un tanto escaso, magro, insuficiente. Reunió a los empresarios del lugar, a los interesados medio en la luna y poco más. Menos gente que la necesaria como para aspirar a romper las barreras partidarias y crear ese partido conservador que tanto el imperialismo cuanto nuestros ricachones están reclamando. Creo que ninguno de los asistentes, poseído de fe en la salvación ofrecida, se levantó a loarlo y proclamarlo candidato. Lo mismo pasó con Edgardo Novick y la Concertación. Una cosa es que blancos y colorados intenten una maniobra departamental para superar sus insuficiencias en Montevideo y otra es que abdiquen de ser para alinearse detrás del recién llegado que ellos crearon. Ambos partidos tienen historia; más desgastado y desteñido el sobretodo de Batlle que el mítico poncho blanco de Saravia, pero tienen estructura, caudillos y una red de alianzas y compromisos que no están dispuestos a regalar. Ambos casos, Novick y el “salvador” Talvi, son expresión de una fundada inquietud del poder económico. El gran capital nacional, pese a que no le ha ido nada mal con el Frente Amplio, ahora se encuentra con que el viento está en contra, el margen de ganancias se angosta y el futuro es incierto. En cuanto al amo del norte, hace tiempo que decretó el fin del recreo y reagrupa a las fuerzas de la derecha. No le fue bien en Ecuador, y Venezuela está resultando un hueso más duro de lo que esperaban, pero impusieron a Mauricio Macri y apadrinaron la caída de Dilma Rousseff, eso sí, sin conseguir estabilizar sus logros. En fin, somos “campo de batalla” y el “gran dinero”, junto con la prensa de la “posverdad” y los acólitos nacionales tratan de imponerse. En nuestro país, me parece que desconfían de las posibilidades de que Lacalle Pou, que ya se midió, ya mostró lo que daba, pueda encabezar una derecha triunfante. Hoy me siento bíblico: manes, takel, fares (pesado, medido y hallado en falta). Creo que no infunde confianza como para considerarlo la carta de triunfo. ¿Y entonces quién? Queda poco en la galera. Soñar con la vuelta de Lacalle padre es creer que los milagros son posibles a condición de ansiarlos. La duda ya no es si nos pueden ganar, sino si por lo menos nos pueden quitar la mayoría absoluta en las dos cámaras. Yo les agregaría una duda mayor. A mi juicio, en ese bloque que consideramos “la oposición” hay diferencias visibles. El Dr. Jorge Larrañaga, por quien siento en lo personal un gran respeto porque lo conocí gobernando, ya ha proclamado que su candidatura significa que no cree que sea bueno para el país ahondar la brecha y dividirnos en dos mitades irreconciliables. No es el único. Así que a nuestro “candidato a salvador” no le ha quedado otro camino que ofrecerse como ministro de un gobierno opositor. Eso sí, siempre y cuando le dejen hacer sin ninguna consideración. Los economistas se especializan en dulcificar palabras. Así, al hambre, la desocupación y el sufrimiento popular han dado en llamarlo “costo social” o “sacrificio patriótico” y en la próxima elección habrá muchos votantes que no conocerán la realidad que eso disfraza porque no la vivieron. Pero no tienen más que preguntar a sus padres. Todos los que vivimos en 1984-1985 o 2002 podemos darles referencias personales de lo que es la “austeridad”. El porvenir, para el Frente Amplio, no tiene que ser de derrota y catástrofe. Eso sí, los únicos que lo podemos arruinar somos nosotros mismos. El viernes pasado reclamaba a nuestros gobernantes menos cogote y más proximidad; hoy siento que también debemos aflojar el cogote nosotros, comprender la situación en la cual estamos debatiéndonos como país y como gobierno y buscar los caminos de encuentro. No es cuestión de internarnos en senderos que se bifurcan como en el jardín borgiano Unas pocas palabras finales a nuestro comandante en jefe del Ejército. En una buena, porque me doy cuenta de sus esfuerzos, pero también de sus limitaciones: no se guíe por falsas impresiones. Si hago una encuesta entre los manifestantes de los 20 de mayo, el resultado sería el contrario al que usted encontró entre los inundados. Y fueron sus principales –pero no únicos– auxiliares porque un país entero les dio su apoyo. Desde sus sueldos, sus cuarteles y sus uniformes, hasta la comida que repartieron. Fueron una gran ayuda. En esa tarea todos los podemos apoyar. La cuestión no es un simple y formal pedido de perdón. Este pasa por una revalorización completa de su rol, que a lo mejor lleva a una reformulación de sus cometidos y de su organización. Y pasa, sobre todo, por superar la desconfianza que les tenemos. Yo no necesito que me pidan perdón; lo que yo quiero es que dejen de sentirse la “reserva moral de la nación”. No hay tal “nación”, concepto fascistoide, hay voluntad del cuerpo ciudadano expresada por los caminos que la Constitución establece.
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