Yo creo que sí, al menos como la entendimos desde hace 35 años, desde que acabó la dictadura y asumió Julio María Sanguinetti hasta el día de hoy.
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Me llama la atención que Sanguinetti respalde este proceso liberticida en que nos vemos envueltos, aunque no lo veo a ni él ni a sus compañeros de Batllistas participando activamente en la caza de brujas, aunque sí acompañando leyes inspiradas por el herrerismo y que van en el mismo sentido cercenador de libertades.
Quiero decir que he hablado unas cuantas veces con Sanguinetti y también con Larrañaga en los últimos 35 años. La primera vez que vi a Julio María en Uruguay fue en 1985 en un asado en que el recientemente electo presidente agasajaba a los periodistas.
Yo había vuelto clandestinamente a mi país después de 10 años de exilio y aún no tenía ni cédula de identidad. En una calurosa noche de febrero conversaba con Cristina Morán y René Jolivet.
Un año y poco antes yo había coordinado con el que después fuera ministro de Cultura, Julio Aguiar, una reunión en Buenos Aires en la calle Florida en la que conspiraron Sanguinetti y Rodney Arismendi, secretario general del Partido Comunista.
Con el asado casi pronto, llegó Julio María con su esposa Marta Canessa y saludaron a los presentes que se agolparon para felicitarlo.
Sanguinetti me reconoció y se dirigió a mí muy afectuosamente y a quienes me acompañaban que eran muy conocidos y distinguidos periodistas. Cristina saludó a los dos con mucha familiaridad y el presidente siguió con el besamanos.
Cuando Julio María se alejaba, Cristina me dijo con cierto orgullo: “Este es mi país. Le dije a René que notara que Julio se puso la remera Lacoste de Marta”.
Esto me quedó grabado porque yo venía de países en donde los presidentes tenían veinte trajes y percibí el orgullo de mis compañeros que me mostraban un presidente republicano que tenía una sola remera con la marca del Lagarto que usaba indistintamente la pareja presidencial. Conste que Julio estaba en línea y, según cuentan, aún practicaba esgrima.
Seis años después yo era director de CX 30, La Radio, y lo había sido durante seis años de terribles penurias económicas y duras batallas políticas contra el gobierno de Sanguinetti, incluyendo la aprobación parlamentaria de la Ley de Caducidad y el referéndum contra la misma.
Unas semanas antes se habían desarrollado las elecciones que había ganado Luis Lacalle Herrera.
Nos encontramos en la reunión de despedida de año del Comité Central Israelita en que los asistentes aprovechaban para despedir al presidente saliente y alcahuetear un poco al ganador.
Cuando nos saludamos, le agradecí la actitud que los funcionarios y ministros habían tenido con la 30 y particularmente la cooperación que habían mostrado los organismos del Estado, la Presidencia y el Banco República para ayudar a resolver los temas de la propiedad, los papeles, el crédito y la relación de la 30 con BPS y la DGI, que habían sido tan enredados por disposiciones del Ministerio de Defensa y la Dirección de Telecomunicaciones durante la dictadura.
Sanguinetti se rio y me advirtió que con Lacalle iba a percibir la diferencia. Y así fue. En pocas semanas se cortaron los créditos, se cortó la publicidad oficial y la 30 debió ir a concordato.
Desde 1985 al día de hoy lo he visto a Julio María muchas veces en el Campeón del Siglo, en reuniones sociales, en su casa, en aviones, en velorios, en casamientos y curiosamente hasta en una iglesia.
En estos años he estado unas cuantas veces de acuerdo con sus actos políticos y la inmensa mayoría de las veces en contra.
Las veces que he estado a favor he sido mezquino y las que he estado en contra he sido muy duro y se lo merecía, y a veces exageradamente duro. Alguna vez he dicho cosas que tal vez no merecía porque Julio María es muy inteligente y astuto hasta el punto de que muchas veces uno ve la piedra y el vidrio roto, pero no la mano que la arroja.
La verdad que nunca he percibido un trato hostil cuando ocasionalmente me encuentro con él, como corresponde a un estadista liberal y tolerante, aunque hace ya unos cuantos años que luce un sesgo pachequista que lo ha vuelto un político bastante más a la derecha del político centrista que era al salir de la dictadura.
Con Larrañaga la relación es más corta y cordial aunque ocasionalmente ha sido muy dura y difícil como el año en que disputó y perdió la elección con Tabaré.
Lo conocí personalmente cuando vino a encararme en diciembre de 2004 a preguntarme por qué había escrito algunas cosas en la campaña electoral que en su opinión no merecía. Y en realidad no merecía. No me gustó reconocerlo, pero me gustó que viniera de frente y desde entonces hemos hablado muchas veces, la última vez hace pocos días.
Si yo tuviera que hablar de mi relación con Jorge, diría que es muy afectuosa; si tuviera que definirlo ideológicamente, diría que es de centroderecha, más allá de que, como Beatriz Argimón, desde que se volvieron herreristas, me cuesta menos entender qué es lo que quieren y mucho más entender qué es lo que piensan.
No obstante, el Guapo no es Gianola. Habrá que ver hasta dónde llega, pero no puedo creer que aquel que hace un par de años en mi casa me dijera “Yo no soy Macri” se haya convertido en Patricia Bullrich.
No lo puedo creer porque, para ser eso hay que ser además servidor de la Embajada de EEUU y de la CIA. Lo puedo creer de Alvaro Garcé, el director general de Inteligencia Estratégica y de Luis Almagro, pero no de Larrañaga.
¿A qué viene esta perorata previa?
A esa curiosa ceguera de Sanguinetti, Larrañaga y también de Germán Coitinho, Adrián Peña, Germán Cardoso, Tabaré Viera, Eduardo Lust, Beatriz Argimón, Guido Manini por citar solo a algunos de los más conocidos, quienes hablan con voz tan engolada de la fortaleza y el ejemplo de nuestra democracia y que parecen mirar indiferentes o ceden o apoyan ante esta brutal embestida de la derecha herrerista contra el que opina diferente, contra la oposición, contra las empresas públicas y contra la convivencia en paz.
Yo entiendo la obsesión de Sanguinetti en preservar la coalición y evitar que el Frente Amplio gane las próximas elecciones, pero también sé que sabe que, aunque no sea su deseo, probablemente habrá otros gobiernos de izquierda y que con una perspectiva patriótica hay que preservar la democracia, las libertades públicas, la convivencia entre diversos, el laicismo, la fortaleza de las empresas del Estado, la enseñanza y los bancos públicos, las organizaciones sindicales autónomas, la llamada clase media, los Consejos de Salarios y las raíces culturales que se expresan en la máxima artiguista de que sean los orientales tan ilustrados como valientes.
Me temo que algunas de estas cosas están en peligro, pero admito que a veces son parte del juego político que regulan alternativamente las alianzas, las mayorías legislativas o los resultados electorales.
Pero la libertad de opinión es otra cosa y no puede estar en manos del terrorismo de las redes sociales, el impacto de los trolls o los robots, las campañas de los operadores políticos y las empresas que controlan los medios hegemónicos, las billeteras del Estado que financian a estos medios y los cerebros de los que no creen en ninguno de los valores que mencionamos anteriormente, sino en otros que han sido los estandartes de los conservadores a lo largo de toda la historia del país.
La libertad de expresión no es negociable ni está en ningún documento fundacional de la llamada “coalición multicolor”.
Sobre todo, no puede estar en manos del presidente de la República, el secretario de la Presidencia, Álvaro Delgado, y el grupo de adláteres que lo rodean, Nicolás Martinelli, Pablo Landoni, Luis Satdjean, Pablo Da Silveira, Roberto Lafluf y Nicolás Martínez.
Yo no me he quejado. Pero desde el primer día de gobierno y aún antes he soportado los ataques contra Caras y Caretas a la que agravian, insultan y discriminan, y sobre la que mienten permanentemente, hasta llegar a violar la ley al no pagarle publicidad que está emitida y documentada y que el Ministerio de Cultura se niega a reconocer y honrar.
Tal vez nunca se haya realizado contra un medio de prensa una campaña tan orquestada de denigración como contra Caras y Caretas, nunca ha habido semejante ensañamiento, en el que han participado desde El País hasta El Bocón, desde el director de los medios públicos, Gerardo Sotelo, hasta el diputado colorado Felipe Schipani, todos reclamando que el gobierno corte la publicidad del Estado a Caras y Caretas para que cierre y para que quien paute publicidad en ella, sea público o privado, o quien la compre o la lea se sienta observado por el “gran hermano” y candidato a integrar la lista de los enemigos del “poder”.
En cualquier lugar del mundo sería un escándalo que hubiera una campaña en la que participaran incluso legisladores, que reclamaran que hay que ahogar un medio de prensa, denunciarlo, cortarle la publicidad y eventualmente fundirlo.
Yo no me quejo de los insultos y amenazas y de los comentarios imbéciles, obscenos o escatológicos de los trolls en mis editoriales de la página web, que no censuramos justamente para evidenciarlos. Y mucho menos de la discriminación en la pauta publicitaria porque sé que a ley de juego, todo dicho.
Me quejo de la bestialidad de que no se pueda decir nada sin que se responda en la prensa hegemónica y en las redes con fanatismo y con insultos, la mayoría de las veces anónimamente, agraviando a quienes solo se manifiestan políticamente, y a veces ni eso, como es el caso de una periodista que escribió en el diario La Vanguardia de España y que ni siquiera saben si es uruguaya o española, pero mereció la acusación de la inefable senadora Graciela Bianchi de “traición a la patria”. Y también es el caso de la nota de CNN en la que el periodista uruguayo Darío Klein entrevista a médicos intensivistas en su lugar de trabajo y que también mereció la amenaza de la senadora Graciela Bianchi que pretende fusilar a Klein y los médicos entrevistados por traidores a la patria. Tal vez no hoy, sino “tarde o temprano”.
Me quejo porque nunca antes en democracia se había llegado a esto, ni hablemos de los gobiernos de Frente Amplio, que merecieron el reconocimiento del mundo entero e incluso de la SIP en lo que respecta al ejercicio de la libertad de expresión.
Me quejo porque se llama a los medios para dictar la agenda desde la Presidencia de la República, me quejo porque se dictó al diario La República la orden de despedir a su secretario de redacción, Gustavo Carabajal, me quejo por el cese de Georgina Mayo y el despido de numerosos periodistas de las radios públicas y me quejo porque presionaron a Canal 10 para que despidiera a su jefe de informativos, Eduardo Preve, y tengo entendido -ojalá me equivoque- que consiguieron su despido.
Me quejo porque lo que se está haciendo no tiene retorno. Me quejo porque estoy convencido de que se hace a conciencia, sin escrúpulos, esperado la respuesta para dar una vuelta más a la rosca, aprovechándose de la inmovilización que provoca el temor a los contagios y la responsabilidad de la gente y protegidos por el blindaje de un sistema de medios que apuesta a la destrucción de adversario y al exterminio de las voces de los “otros”.
En esa misma dirección va la calificación por parte del presidente del Directorio del Partido Nacional de rastrero a Javier Miranda, el anuncio del presidente de que no se arrastra en el barro con el presidente del Frente Amplio, los insultos a Aldo Silva por unos dichos relativamente inocentes o la prisión de tres personas en Maldonado por expresarse contra las vacunas o negando la pandemia, una equivocada e inofensiva concentración de algunos cientos cuyas consignas son rechazadas por la mayoría de la sociedad, pero que carece de sentido encarcelarlos o formalizarlos.
Al fin de cuentas, Isaac Alfie salió el domingo de tarde de Panini’s en Carrasco sin tapabocas arriesgando, al menos, contagiar a otros y nadie lo lleva preso. Pero es sabido que Alfie tiene coronita, puede actuar contra el Estado en el juicio de Aratirí sin que Graciela Bianchi diga que es traidor a la patria y puede andar con la boca abierta por Carrasco un domingo de tarde sin que el fiscal de flagrancia lo formalice.
A la diputada Virginia Matto, el diputado Daniel Lema, presidente de la Cámara de Diputados, le quitó la palabra, al diputado Sabini le impidieron hablar en la Comisión de Educación, a 15 profesores de San José los sancionaron por opinar, ponen el grito en el cielo por La letra chica, escandalizan por un semanario de la Intendencia de Montevideo, se proponen hacer un Consejo de Laicidad que funcionaría como un tribunal inquisitorio, obstaculizan la protesta sindical, despiden trabajadores de los medios públicos, desmantelan VeraTV, pretenden apagar las voces disidentes imponiendo una suerte de blindaje mediático ahogando los medios alternativos y llenando la caja registradora de los medios dominantes.
Cuando me hundían la cabeza en el submarino por enésima vez y la capucha llena de agua podrida se me metía hasta la garganta, escuché la voz de un torturador que decía: “Yo sé que se va a dar vuelta la tortilla, pero por ahora mando yo”.
No puede ser que semejante energúmeno sea más inteligente que los nabos que se creen dioses y piensan que nunca se les va a terminar la fiesta.
Esto se está poniendo muy mal y me temo que se pondrá aún peor, pero al menos apelo a la inteligencia de los que saben que nada es para siempre, aunque sean cabildantes, blancos o colorados.
Porque la libertad es libre y si no la defendemos a muerte, seremos infelices para siempre.