Ni siquiera la Sociedad Rural, principal beneficiario del régimen macrista, apuesta todas sus fichas al actual mandatario, a pesar de su gabinete salido del Colegio Cardenal Newman. La desesperación por la impericia gubernamental se palpa en los comunicadores oficialistas, que desesperan por hacer entender a un gobierno que parece estar solamente atento a sus negocios personales mientas su vulnerabilidad sólo es superada a nivel global por Turquía. En la fastuosa cena de celebración del 40º aniversario del think tank conservador Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI, institución fundada por Carlos Muñiz y hoy presidida por el excanciller Adalberto Rodríguez Giavarini), el tema jocoso fueron los “cuadernos de Cristina”, pero el tópico que recorrió las mesas como un fantasma, cortando el buen humor, fue el del frenético proceso de deterioro de la confianza de los argentinos en el gobierno de Mauricio Macri y sus aristocráticos ministros. La celebración se realizó en la Sociedad Rural y en su mesa principal estuvieron Félix Peña, Roberto Lavagna, el fiscal Carlos Stornelli y Jorge Fontevecchia, entre un centenar de grandes empresarios, diplomáticos y altos funcionarios. Macri y sus secretarios de Estado siguen demostrando que no constituyen en realidad un gobierno de CEO (empresarios triunfadores que se caracterizan por su sentido práctico y por tener planes y estrategias), sino un gobierno de “hijos y nietos de”, guiados por un gurú de cuarta, negador de la política y partidario de las fake news como el ecuatoriano Jaime Durán Barba, sin méritos ni ningún poder de conducción, por no hablar de cuestiones éticas. El único que los tenía, además de una invalorable experiencia, Alfonso Prat-Gay (que con 33 años fue director de Estrategia de Tipos de Cambio de JP Morgan en Londres y presidente del Banco Central entre 2002 y 2004, con el ministro Roberto Lavagna), se ha sentado a ver pasar cadáveres de colegas, encabezados por Marcos Peña, que lo expulsaron del Ministerio de Economía acaso por verlo como el próximo presidente argentino, o sólo aplastados por su petulancia, comprensible cuando de esta gente se trata. Por supuesto se habló de la Cumbre del G20 de noviembre (en la que estará Donald Trump) y se escuchó el mensaje de Richard Haas, presidente del Council on Foreign Relations (el único centro verdadero de poder con ese nombre en las tres Américas), además de otros temas, pero al fin y al cabo -salvo los ministros de Macri, que tienen sus patrimonios a buen recaudo en el extranjero- todos, particularmente los volátiles diplomáticos, que dependen del poder de turno, estaban muy preocupados. Es que son el FMI (al que jugaron todas sus fichas), el Banco Mundial y la corporación Bloomberg los que dan las malas noticias. Las previsiones del “amigo” FMI Christine Lagarde, la procesada directora gerente, y Alejandro Werner, director del Departamento del Hemisferio Occidental, representaron al FMI en la Reunión de Ministros de Economía y Presidentes de Bancos Centrales del G20 realizada en Buenos Aires entre el 20 y 22 de julio pasado. No estuvo presente el economista jefe y “hombre fuerte” del organismo multilateral, Maurice Obstfeld, lo cual da la pauta de la poca importancia que el poder real concedió al encuentro. Más allá de las sonrisas, las fotos y las lujosas cenas compartidas con la procesada Lagarde, el FMI informó que la región crecería a un promedio de 1,3% a 1,6%, en tanto que recortó la previsión de crecimiento del PIB de Argentina a 0,4% del PIB en 2018 y 1,5% en 2019. Se responsabilizó a la sequía y a la gran crisis cambiaria de mayo y junio, finalizada en el acuerdo stand-by con el FMI por US$ 56.500 millones, aprobado el 20 de junio, mientras la tasa de interés de referencia del Banco Central de la República Argentina (BCRA) trepaba a 40%. Este escenario determina que la cifra anunciada de crecimiento implica que, en realidad, la actividad económica caerá en Argentina en el año en curso. Werner, que es el encargado de dar las malas noticias, declaró que “mientras la sequía redujo la cosecha agrícola, las presiones sobre la divisa de mayo y junio han pesado sobre la inflación y la confianza de los inversores, y creado la necesidad de mayores políticas de ajuste monetario y fiscal”. Así de claro y previsible. El informe Perspectivas de la Economía Mundial (WEO), emitido entonces, afirmó que “se proyecta que el crecimiento de América Latina experimentará un ligero aumento, de 1,3% en 2017 a 1,6% en 2018 y 2,6% en 2019 […] aunque el alza de los precios de las materias primas continúa brindando respaldo a los exportadores de la región, el empañamiento de las perspectivas respecto de la edición de abril refleja la complicación del panorama para grandes economías”. Werner, la voz de la verdad, añadió que “el crecimiento en Argentina se proyecta que se vuelva negativo en el segundo y en el tercer trimestre de 2018” y que se espera que se produzca una “gradual recuperación en 2019 y 2020, apoyada por la restauración de la confianza bajo el programa de estabilización del Fondo, menores costes de capital, menor inflación y una fuerte demanda de exportaciones”. Según las cifras difundidas a fines de junio, el PIB cayó 0,9% en abril en términos interanuales y 2,7% con respecto al mes anterior, en la primera caída en 14 meses. El propio gobierno de Macri afirmó que se avecinan “meses un poco más recesivos”, en tanto que se deben reducir “gastos por US$ 7.100 millones por los compromisos asumidos con el FMI”. La deuda externa (en constante crecimiento por emisión de letras) asciende a US$ 342.000 millones (a los que habrá que sumar los US$ 56.500 del stand-by del FMI, con lo que llegará a US$ 398.500 millones, 60,47% del PIB), cifra intolerable (salvo que medie algún tipo de “luna de miel”, que en este caso se está agotando) para las calificadoras de crédito y los propios organismos multilaterales como el FMI, el Banco Mundial y el BID. Según La Nación, “el horizonte de la deuda externa argentina no ofrece respiros. El perfil de vencimientos ya comprometidos por el Estado nacional supera en 2018 los US$ 71.399 millones (tomando en cuenta títulos públicos y préstamos en moneda local y extranjera) y continúa por encima de los US$ 21.400 millones hasta 2022, en una evolución que no contempla el uso que en el futuro haga el gobierno del préstamo recientemente negociado con el FMI”. Las crisis recurrentes El gobierno de Mauricio Macri ha sido una sucesión de efímeros “éxitos” que derivan en crisis recurrentes, cada vez mayores. El 10 de agosto tuvo lugar un nuevo “viernes negro”, en el cual se produjo otra corrida cambiaria, se desplomó el Merval (mercado accionario) y el riesgo país aumentó 700 puntos básicos, lo que determina que el interés a pagar por futuras obligaciones aumentó 7% para Argentina. El lunes 13, el dólar, que en el “espasmo” llegó a picos de $A 31,50, parecía haberse estabilizado en el entorno de $A 30,68, lo que significa una devaluación de 62 % en lo que va del año. Sin embargo, la competitividad, al menos en materia turística, acaso no se vea afectada porque es comprobable que los precios al consumo, sobre todo en materia de alimentación, han acompañado ese proceso, lo que habla de una inflación muy superior a la oficial, que marcó 29,5% a junio. El BCRA también intervino, aumentando la tasa de referencia a 45%, nivel claramente impagable para cualquier negocio lícito. En este marco fue que Bloomberg, la gigantesca corporación norteamericana especializada en software financiero, que ofrece noticias económicas con el valor virtual de una calificadora de crédito, anunció en febrero pasado que “conforme a la volatilidad y a tipos de interés más altos que sacuden los mercados mundiales, las economías emergentes se enfrentan a una nueva prueba ante el apetito por activos de más riesgo. Y en ese grupo, Argentina y Turquía parecen el eslabón más débil”. Justamente, estas dos naciones fueron las más castigadas globalmente por las turbulencias el fin de semana pasado. ¿Qué ocurrió en Turquía? El estratégico país, una república de 783.562 km cuadrados de superficie, con una población de casi 81 millones de personas y un PIB (tomado a PPP) de US$ 2.133.000 millones (cifra que la ubica entre las grandes potencias económicas mundiales), es gobernada desde 2014 por el economista Recep Tayyip Erdogan, y en 2017 la economía creció 5,1%. Sin embargo, el mandatario, que ha venido asumiendo un talante crecientemente autoritario, comenzó hace años un proceso de megaconstrucciones en infraestructuras y palacios que aumentaron el endeudamiento y la inflación. Ese mismo talante lo hizo congeniar desde un primer momento con Donald Trump, pero esto cambió bruscamente cuando Erdogan enfrentó públicamente a Trump y este respondió duplicando los aranceles de importación del acero y el aluminio turcos. Esto, unido a los malos indicadores de endeudamiento e inflación, así como la huida de capitales hacia Estados Unidos, formaron una tormenta perfecta, y el 10 de agosto, “viernes negro”, la lira turca cayó 17% ante el dólar, sumiendo la economía del país en un caos y provocando la caída del euro, que retrocedió hasta valer 1,14 por dólar y afectó las principales bolsas europeas. En el mundo, solamente Turquía, atacada por Donald Trump sobre un escenario de gran volatilidad, supera en materia de vulnerabilidad y devaluación monetaria a Argentina. Pero Turquía es un país bisagra intercontinental (basta con recordar el papel crucial que jugó en la Crisis de los Misiles entre EEUU y la URSS, en octubre de 1962, que estuvo a punto de provocar la Tercera Guerra Mundial, lo cual fue evitado por el entendimiento entre John F. Kennedy y Nikita Jruschov), integra la OTAN y el G20, aspira a ingresar en la Unión Europea y tiene un carácter altamente estratégico para Estados Unidos, Europa e Israel, por lo cual es previsible que vuelva pronto a recibir ayuda que la saque de su crisis. En cambio, Argentina carece de valor estratégico y ninguna potencia parece interesada en frenar su crisis, provocada principalmente por las medidas de su propio gobierno. Las previsiones oficiales, incumplibles, tanto por el “efecto arrastre” como por la desesperanza que se palpa en las calles y en las palabras de los empresarios (los voraces insaciables de la Sociedad Rural, que son los únicos que se benefician, igual exigieron más en su gran acto anual), son que el año 2018 cierre con una inflación de 30% y el dólar cotice entre $A 31 y $A 32. Todas las previsiones ya fueron sobrepasadas. Nada ni nadie augura crecimiento económico, aumento del empleo y mejora en las condiciones de trabajadores, jubilados y pequeños empresarios. “El objetivo central de este gobierno sigue siendo evitar una gran crisis económica”, declaró el influyente jefe de gabinete Marcos Peña, quien afirmó que Argentina es el país más expuesto a las turbulencias financieras, coincidiendo con Bloomberg. Es lógico que este panorama ahuyente las esperadas inversiones extranjeras a las que el equipo económico de Macri (como otros de la región) jugó el destino económico del país. No fueron suficientes ni la disminución o exoneración de impuestos, ni el acuerdo con los holdouts o “fondos buitres”, ni el gigantesco blanqueo ni el privilegio a los más poderosos. La confianza no vuelve a Argentina. Nadie tampoco señala que la causa de este desbalance que hunde al país es la eliminación de las retenciones (impuestos a las exportaciones agropecuarias, similares a las detracciones que aplicaron en Uruguay gobiernos blancos y colorados a los grandes productores rurales durante décadas), el primer acto de gobierno de Mauricio Macri, que creó un agujero fiscal que se intenta cubrir inútilmente con los tarifazos. Es en la voracidad oligárquica, y la sumisión absoluta a sus intereses, donde reside la causa del fracaso económico de la actual administración argentina. Lo que puede esperarse Sobre este panorama sin horizonte (con un gobierno que dice discursos optimistas y sonríe, como si las soluciones vinieran solas, y que carece absolutamente de un plan de desarrollo integral a mediano y largo plazo), se alzan, inevitables, las turbulencias políticas, gremiales y sociales, que en Argentina han alcanzado históricamente niveles muy altos de violencia, como ocurrió en el “Cordobazo”, a fines de mayo de 1969, que tumbó a Juan Carlos Onganía y obligó a abrir un proceso de democratización; en el tumulto sindical que expulsó a José el Brujo López Rega en 1975; y, más cerca, en los disturbios de diciembre de 2001, que terminaron con el gobierno de Fernando de la Rúa. El desempleo y la miseria populares no se resuelven con discursos sonrientes, pronunciados por aristócratas satisfechos con sus vidas y muy pagados de sí mismos. La situación económica, social y política argentina deriva hacia nuevas crisis cada vez más violentas, y eso sólo puede tener malas consecuencias para ellos y para el resto de la región, comenzando por nuestro país.
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