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¿Se viene la ley uruguaya antiterrorista?

Por Rafael Bayce.

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El gobierno uruguayo todavía resiste, por suerte, a la tentación y a la incitación de varios fundamentalistas que buscan la sanción de una ley contra el terrorismo y financiamiento que complete el texto aprobado en 2016 sobre lavado de activos. Estos fundamentalistas arguyen que esta nueva aprobación pondría a Uruguay en línea con los países del mundo que se han conjugado, a través de la ONU, para legislar en común en esos temas. Brasil lo hizo en el año 2016. Argentina, en 2011. Pero eso no obsta para que podamos afirmar que el crescendo legislativo punitivo que sucede en casi todo el mundo es una lamentable y facha tendencia que Uruguay haría bien en evitar, o al menos postergar tanto como las presiones internacionales lo hagan posible. Ya es una señal positiva que no se haya hecho siguiendo los ejemplos de Argentina y Brasil, y que no hayan completado la sanción de la ley cuando se legisló en lo relativo al lavado de activos, que tampoco cuenta con mi entusiasmo, si es necesaria la aclaración. Nadie debe legislar sobre aquello que no ocurre ni tiene riesgos serios de ocurrir, porque lisa y llanamente servirá en un futuro para desbordes interpretativos en su aplicación en otros fines acaso diversos y siempre negativos. Uruguay no tiene por qué adaptarse a la legislación mundial sobre deshielo de glaciares, ni de alpinismo radical ni de fugas de materiales subatómicos en centrales nucleares; porque no tiene de esos fenómenos, así como no tiene terrorismo. Si lo tuviera, sería muy fácil legislar inmediatamente sobre ello; si fuera útil hacerlo. Pero, mientras tanto, mejor no darle herramientas a las fieras para que lo apliquen a conductas individuales o colectivas de índole política, social, sindical, religiosa o profesional. Aclaremos que la ley no lo establece en principio así, pero si se sanciona, ya habrá quienes se las arreglen para desvirtuar reuniones políticas, sociales, sindicales, religiosas o profesionales argumentando sospechas de acciones terroristas o preparatorias de actividades de tal tenor. Las penas merecerían de seis a 25 años de penitenciaría y los actos preparatorios (fáciles de calificar forzadamente como tales), la tercera parte. Si se involucran funcionarios públicos, las penas crecen desde 15 a 30 años. Tengamos en cuenta que hay figuras delictivas tan peligrosas de ser malévolamente imputadas -aunque no sean terroristas ni preparatorias de terrorismo- como “poner en peligro la libertad de las personas” o “causar daños graves al medioambiente y/o a bienes públicos o privados”. Ya habrá especialistas en imputación de terrorismo a rivales o enemigos, aprendiendo de lo hecho en otros países. Y también habrá funcionarios especializados que buscarán ‘terroristas’ ávida y rapazmente o serán usados políticamente para malherirlos con esos motes. No olvidemos que estamos en pleno auge de la judicialización mediática de la política y nada mejor que una acusación de terrorismo para provocar histéricos miedos ignorantes, sobre todo en temas sobre los cuales hay falta de información y, por tanto, facilidad para crear fantasmas atemorizantes. Sería un peldaño más en la escalada hacia el autoritarismo punitivo de Estado, que es tendencia triunfante en el mundo desde que las democracias paradojalmente se consolidaron. Democracias autoritarias El puntapié inicial en el tema, luego de sugerencias anteriores de Rosa Luxemburgo, Robert Michels y Max Weber, lo da Walter Benjamin, en 1921, cuando, luego de una serie de estudios históricos, afirma que “los estados de excepción se hacen cada vez más normales”, ya que la esencia del dominio es la fuerza y su eufemización histórica en las democracias es frágil. La Escuela de Fráncfort, a la que perteneció, estudió muy profundamente los autoritarismos, en especial el nazismo y el estalinismo, con miradas furtivas al fascismo y al franquismo, desde los años 30. Masivamente deportados a Estados Unidos por el régimen nazi, estudian in situ la ‘personalidad autoritaria’, que afirman es independiente del signo político, y a través de Erich Fromm investigan ‘el autoritarismo democrático’, consecuencia de aquella personalidad y datos estructurales agregados: recuérdese el macartismo de ese entonces, en los años 40. El neoliberalismo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher acuña más tarde criminologías de derecha funcionales a la contención social, al mismo tiempo que comienza la crisis del Estado de bienestar posterior a la Segunda Guerra Mundial; son criminologías y auges policíacos que duran hasta hoy y que se han exportado y han sido cálidamente importados por los gobiernos izquierdistas y progres de todo el mapa. Claus Offe, en los 80, profetizaba el recurso de los gobiernos de izquierda a políticas punitivas, autoritarias y policiadas. Loic Wacquant describía el tránsito de los Estados sociales a los Estados penales. Jean Baudrillard preveía el surgimiento de un control global con la excusa terrorista que impondría un ‘terror de guerra fría’. El episodio de las Torres Gemelas y acontecimientos posteriores en Europa hacen surgir una legislación antiterrorista que eclipsa en punitividad y autoritarismo todo lo antes previsto. Todos los países endurecen sus legislaciones; hasta el propio Uruguay, sin torres derribadas ni terrorismo alguno, promueve la más autoritaria y peligrosa ley de la historia democrática del país: la Ley de Procedimiento Policial de 2007, vergonzosa monstruosidad que casi convierte la discrecionalidad en arbitrariedad, ignora códigos y pactos internacionales y transforma al auxiliar subordinado de la Justicia en superordinado real; sin contar que todo el régimen penal y criminal se endurece sin techo previsible. (Las medidas prontas de seguridad pachequistas, 40 años antes, habían sido un ejemplo anterior del macrotema del estado de excepción). El autoritarismo posterrorista origina la versión doctrinaria penal más radical: ‘la doctrina penal del enemigo’, de Gunther Jakobs, que le niega estatus ciudadano de persona, sujeto de derechos y garantías, a los criminales que, prospectiva o actualmente, ataquen la integridad del Estado (2003). Desde Michel Foucault, a mediados de los 80, se impone otra explicación del crescendo punitivo: la aparición de un biopoder que controla y define la vida cotidiana desde el control productivo, llegando hasta a la manipulación biopolítica del cuerpo y la fisiología. El concepto tiene éxito y se multiplica hasta llegar al concepto de ‘nuda vida’, de Giorgio Agamben (1995), símil jurídico del concepto romano de la ‘nuda propiedad’, aquella parte del dominio que no se traduce en ‘uso’ y mucho menos en ‘ab-uso’, o sea usos no aprobables del dominio de la biología, del cuerpo. Es el mismo Agamben (2003) el que escribe un excelente ensayo sobre el estado de excepción, su generalización y la polémica entre el ya citado Benjamin y Carl Schmitt, defensor de la posición de que el estado de excepción puede ser legal cuando deviene legítimamente consensuado y sustantivamente provocado, como decía Jakobs. Uruguay, sin tener tantas excusas para el autoritarismo punitivo como las han tenido estadounidenses y europeos, está en sintonía con esta decadencia eufemizada de la humanidad y escala un autoritarismo punitivo que muy claramente palanquea la Ley de Procedimiento Policial, así como el aumento de las penas a mayores y menores y un panóptico tecnificado de vigilancia sin consideración por la discriminación ni la desigualdad estructural. Es una suerte que, al menos con esta extemporánea legislación antiterrorista, Uruguay mantenga algún prurito garantista, legalista y de izquierda clásica, antiimperialista. Y que tenga alguna izquierda liberal joven que haya legislado modernamente y por fuera de obsoletas religiones universalistas sobre drogas, diversidad sexual y otros temas. Que nunca falten. Y que los voraces y rapaces pitbulls inquisidores del antiterrorismo y el lavado de activos sufran un poco más su síndrome de abstinencia de sangre y activos.  

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