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Con el senador Charles Carrera: El núcleo duro de la herencia maldita

Doctor en Derecho y Ciencias Sociales, Charles Carrera ingresó al Senado en lugar de la actual vicepresidenta Lucía Topolansky. Durante siete años se desempeñó como director general de Secretaría del Ministerio del Interior. Con él hablamos acerca de la particular coyuntura que se vive en materia de seguridad.

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Senador, en el curso de una semana asistimos a tres crímenes de género particularmente aberrantes. Eso generó algo parecido a una alarma social, en la que se alternó la indignación con discursos demagógicos, en los que se llegaba a pedir el retorno a formas de justicia medievales ¿Qué lectura hace de ese tema? Para abordar el problema de la violencia de género, no podemos obviar la violencia que tenemos como sociedad. Alimentamos la leyenda de que los uruguayos somos pacatos, que somos pacíficos, pero si consideramos algunas cifras, veremos que en realidad somos una sociedad muy violenta. Si consideramos los homicidios, tenemos 7,6 homicidios cada 100.000 habitantes, lo que nos convertiría en la sociedad más pacífica de América Latina. Eso en el contexto del continente más violento y desigual del mundo. Pero hay otros datos que contradicen esa visión. Uno es que los muertos en accidentes de tránsito casi son el doble, 14,2 cada 100.000 habitantes, y los suicidios el año pasado casi fueron el triple: 21,2 cada 100.000 habitantes. No tengo la cifra exacta acá, pero tenemos más de 23.000 lesionados por año. Entonces es preciso dar respuesta a una pregunta: ¿por qué tenemos tanta violencia acumulada como sociedad? Si analizamos los homicidios, veremos que un porcentaje altísimo (82%) se da entre personas que se conocen, ya se trate de violencia de género, de problemas familiares, entre vecinos o ajustes entre criminales. Para mí, la explicación social de esta modalidad de violencia está en la violencia de género. Allí tenemos que considerar que un tercio de nuestros niños se están criando en lugares donde hay reportes de violencia de género y de hecho no son sólo víctimas, sino reproductores de esa violencia. En otras palabras, si nosotros no procuramos un cambio cultural en la sociedad, esto no lo vamos a solucionar.   Violencia de género y políticas educativas Está hablando de un tipo de violencia más implosivo que explosivo. Y que además está enmascarado culturalmente. Sí. Es así. Teniendo en cuenta esa realidad, votamos hace unos días la “Ley integral contra la violencia de género”. Esa ley lo que busca es dar un soporte legal a ese cambio que reclamamos. Entre otras cosas marca que cada organismo del Estado procure generar políticas contra la violencia de género. Por ejemplo, el artículo 21 del proyecto habla de las directrices en materia de políticas educativas. Eso apunta precisamente a que haya un cambio cultural en esta materia. En el literal L se dice que uno de los requisitos para integrar los planteles de la educación formal sea la ausencia de antecedentes administrativos o penales en asuntos de violencia física, psicológica, sexual o doméstica, considerándolos como inhabilitantes para la función docente. Es decir, que personas con esos antecedentes no puedan participar en la educación de nuestras futuras generaciones.   ¿Se busca además transversalizar la lucha contra la violencia de género? Sí, se trata de que todas las instituciones del Estado estén involucradas en el tema, lo que implica que no se trata solamente de un problema punitivo, sino de una construcción social que requiere de un esfuerzo y una articulación colectiva, con especial énfasis en el sistema educativo. Esta ley también declara como prioritaria la erradicación de la violencia ejercida contra las mujeres, niños, niñas y adolescentes, debiendo el Estado actuar con la correspondiente diligencia para dicho fin. Esta declaración de “prioridad” es un asunto político. Y no es caprichoso, así lo marcan los datos de la realidad. Si nosotros consideramos la franja etaria que va entre 0 y 3 años, la violencia ejercida sobre niños y niñas es prácticamente igual, pero cuando la niña comienza a desarrollarse y sobre todo a interactuar con el género masculino, la proporción se dispara y los índices de violencia sobre los sexos guarda una proporción de 80 a 20 en perjuicio del género femenino. En otras palabras, aumenta la asimetría de esa violencia y se mantiene a lo largo de toda la vida. Si no nos remitimos a esto, no tenemos explicación social contra la violencia. Si allí está el núcleo de la explicación, todos estos reclamos de castración química, de pena de muerte o de establecer registros de personas con antecedentes no aportan absolutamente nada. Es más, obstaculizan la visión de la realidad, bloquean todo tipo de explicación social del tema. Además, cuando es perceptible el dolor social que ha provocado esta sucesión de crímenes, es al menos poco oportuno y de mal gusto salir a hacer estas propuestas. Creo sí que el momento es oportuno para discutir y aprobar esta ley que da un marco para el cambio cultural que se requiere.   La herencia maldita como legado Los cambios culturales son cambios lentos, requieren de un período de incubación. Pero esta realidad dolorosa también se incubó con fracturas que la sociedad vivió en el pasado reciente. Sí, el desarrollo de los cambios culturales también hay que interpretarlo para visualizar de dónde vienen estos dolores. Yo hace pocos días fui entrevistado en un programa televisivo y hablé de “la herencia maldita, maldita, maldita”. Por esa expresión me salieron a pegar de todos lados. Pero me reafirmo en la expresión, ya que implica el reconocimiento de que como sociedad no atendimos ciertos problemas que un día nos iban a golpear en la cara. Y no me refiero específicamente a los delitos aberrantes que padecimos en estos días, sino a una realidad más general. Durante años se implementaron políticas que no estaban focalizadas en la sociedad, en su gente, y el resultado fue la exclusión social de una parte importante de nuestros compatriotas. Si esa exclusión social se dio en tiempos relativamente cortos, la reincorporación de esos bolsones de ciudadanos marginados al colectivo social es un trabajo arduo y penoso, que, por otra parte, estamos realizando.   Supongo que eso tiene que ver también con el cambio cultural que se ha ido cristalizando alrededor de esa exclusión social. Algo que hay que saber interpretar. Procurar entender cómo esa marginalidad va de la mano de la promoción de la delincuencia, de la depreciación del trabajo y del estudio como herramientas de inclusión social. En definitiva, con el surgimiento de la exclusión social se alimenta una cultura de la exclusión, provista de nuevos códigos que le son funcionales. El trabajo para revertir ese proceso que se inicia en 2005 ha hecho mucho para cambiar esa historia. Entre otras cosas, bajamos de un millón de pobres a 330.000. Es decir, bajamos 75% el índice de pobreza del país. El desempleo, que había llegado a 20%, hoy es 7,8%. Ahora lo que nos queda es trabajar sobre el núcleo duro de la pobreza, para lo que precisamos de otras herramientas y además despojarnos de ciertos prejuicios, como vincular pobreza con delincuencia. Pero, además, la tecnología ha cambiado la realidad. Por ejemplo, si entendemos que uno de los temas principales es el cuidado de la infancia, tenemos que tener en cuenta que hoy el uso indiscriminado de los medios de comunicación la expone mucho más. ¿Con quién se conectan nuestros hijos en internet? ¿Con quién interactúan en esos foros virtuales? Les damos un celular sin percibir que estamos abriéndoles una ventana al mundo y que a través de ella se pueden comunicar con estos enfermos. La deducción que hago es que nosotros no sólo tenemos que controlar más a nuestros niños, sino que la calidad de la atención debe cambiar porque los peligros también han cambiado cualitativamente. Es otro mundo y los peligros pueden venir también desde flancos completamente novedosos.   La crisis de la familia tradicional Asistimos también a la ruptura del concepto tradicional de familia. Eso cambia toda la ecuación. El problema es que estamos inmersos en un cambio social, te diría que hasta civilizatorio, que no sabemos bien a dónde nos conduce. Entonces, no nos vale de nada añorar un modelo de familia que hoy está siendo fragmentado y puesto en tela de juicio por la realidad, sino generar cambios culturales que no pueden ser una vuelta al pasado, sino pensar, debatir y generar acciones concretas para defender a la sociedad -y sobre todo a sus segmentos más vulnerados- de estos cambios que van más allá de las gráficas, de la disminución de los índices de pobreza o de la elevación de los estándares de vida. Es un mundo nuevo que requiere de respuestas nuevas, como la que está contenida en la Ley integral contra la violencia de género. El literal L de la ley, al que anteriormente me refería, nos costó mucho incorporarlo. Y cuenta con antecedentes. Cuando elaboramos la Ley de la Seguridad Privada, introdujimos un artículo similar. A saber, que quienes cuenten con antecedentes no pueden participar en las actividades de la seguridad privada. Aprobar esa ley nos costó muchísimo y hoy podemos decir que algunos de sus artículos son precedentes tenidos en cuenta en la Ley contra la violencia de género.   Deduzco que le da fundamental importancia a la aprobación de esta ley. Sí, pero siempre y cuando la entendamos no como un suceso, sino como un eslabón más de un proceso. Yo ingresé al Ministerio del Interior en 2010 y puedo testimoniar la gradualidad del proceso de transformación que encaramos. Las gráficas de reducción de los índices de criminalidad no hablan nada de ese proceso ni de lo trabajoso que ha sido. Profesionalizar la Policía, incorporar tecnología, abrir camino a la nueva Ley Orgánica, provista de un concepto democrático del cuerpo, la instrumentación de programas operativos que se demostraron muy eficientes, como el PADO, que exista un código de procedimiento policial, un código de ética, todo nos costó muchísimo. Además, todo esto debe ser concebido como política de Estado porque una institución como la Policía no puede ser cambiada cada cinco años. Con ese propósito hicimos un acuerdo multipartidario en el que se planteó una hoja de ruta para la gestión. Y ese acuerdo hoy podemos decir que lo cumplimos 100%.   Los subproductos de la impunidad ¿Cómo incide el tema de la impunidad en este proceso de deterioro y reconstrucción? Cuando dimos inicio a este proceso de construcción, teníamos claro lo empapada que está la sociedad del concepto de impunidad. Y en lo que tiene que ver con sus principales emergentes, priorizamos el combate al delito de cuello blanco, derogamos las Sociedades Anónimas Financieras de Inversión, luchamos por mejorar los sistemas de transparencia fiscal, combatimos el narcotráfico, la proliferación de bocas de pasta base. Es decir, nosotros luchamos contra la cultura de la impunidad y contra sus manifestaciones en distintos ámbitos. Los crímenes aberrantes a los que asistimos en los últimos días también son una manifestación de esa cultura, no sólo por sus terribles características, sino también porque los cometen personas y se dan en los ámbitos donde esa cultura de la impunidad se reproduce, junto con la violencia de género. Por eso, creo que apuntamos bien con la ley contra la violencia de género porque ese es el perfil que está adoptando la violencia en ese núcleo duro al que aludíamos y que nos remite a problemas más de fondo que padece nuestra sociedad. En esos casos vemos que es imprescindible el abordaje integral del problema. Ya no alcanza con la Policía, que es la que llega cuando el fuego se ha declarado. En los casos en que en estos problemas tiene que intervenir la Policía como último recurso, es en los que estamos fracasando como sociedad.   Hablamos de algunas de las manifestaciones ocultas de la violencia social, pero no mencionamos que tenemos el récord de prisionización en América Latina. ¿Ese tema no es también preocupante? Sí, extremadamente preocupante, porque es una moneda de dos caras. Por un lado habla de la efectividad del accionar policial, pero su cara siniestra es el fenómeno de infantilización de la pobreza. Y eso nos remite nuevamente a los problemas sociales que generan eso. La inmensa mayoría de los muchachos que hoy están en prisión crecieron en entornos marginales y la formación y expansión de esa marginalidad es producto de políticas que hoy esgrimen argumentos vindicativos como la castración y la pena de muerte. Se olvidan de que fueron ellos mismos los que crearon el caldo de cultivo para que la delictividad y estas aberraciones de las que estábamos hablando se reprodujeran. Resumiendo, entiendo que este tema no se soluciona sin un shock de políticas sociales, sin una nueva generación de políticas sociales dirigidas a atacar el problema de la infantilización de la pobreza. Hay programas que están dando resultados en esa materia, como “El Uruguay crece contigo”, y en ese rumbo hay que trabajar, pero con mucho mayor énfasis. No renunciamos a las políticas policiales, al ejercicio de la autoridad, pero también debemos atacar más decididamente las causas, que vienen de lejos, y que son parte de esa herencia maldita, maldita, maldita, que hoy se refleja en datos como que el mayor porcentaje de pobreza esté radicado entre los jóvenes de menos de 18 años. Es la más clara fotografía que podemos tener de esa herencia triplemente maldita que nos han dejado y que pone en entredicho nuestro futuro y el de nuestros jóvenes.

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