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Los caminos de la revolución II

De setiembre a diciembre de 1811

Poe Leonardo Borges.

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“Redota” fue el nombre con el que los orientales bautizaron inconscientemente a una considerable migración de familias detrás del caudillo oriental. Un proceso iniciado en setiembre de 1811 llegaba a un cruce de caminos en aquel octubre. Debían abandonar el territorio oriental, dejando atrás el sitio de la ciudad capital, utilitaria, conservadora y esencialmente regentista. Abandonando los pueblos, las villas, sus hogares, en número de 6.000, aproximadamente, eran momentáneamente derrotados. La historia de esta emigración -tan extraña como simbólica- ha sido releída e interpretada por la historiografía de varias formas, pero tal vez la que ha calado más hondo en el imaginario colectivo es una de corte netamente religioso en un país tan laico. A fines del siglo XIX, el historiador Clemente Fregeiro, de profunda fe católica, vio en aquellos tiempos a Artigas como una especie de Moisés llevando a su pueblo y hasta cruzando, en este caso, el río Uruguay, su mar Rojo. De esta forma bautizó aquella peregrinación como “Éxodo del pueblo oriental”. La analogía perdió, empero, con el tiempo, su sedimento católico y hoy día es tomada en general como una expresión propia de este movimiento. Pero en definitiva fue una derrota y así la sentían estos hombres, pues entonces, años más tarde, apareció el término, que a pesar de esto no ha calado tan hondo como la analogía bíblica. Ante el asombro del caudillo, no sólo los improvisados soldados partieron, sino también parte del pueblo oriental. Una mezcla de miedo a los portugueses que merodeaban por los campos orientales, el temor a las represalias de Elío y la adhesión al caudillo serían seguramente los sentimientos que paseaban por aquella caravana despareja que parecía no tener fin. Al principio, Artigas no aceptaba aquella migración e intentó frenarlos, pero era imposible en aquel contexto. Le escribía a un amigo: “Un mundo entero me sigue, retardan mis marchas y yo me veré más lleno de obstáculos para obrar”. Eran demasiados los peligros de llevar tanta gente; eran blanco fácil para los lusitanos que andaban merodeando. Pero, igualmente, finaliza su epístola a su amigo Mariano Vega: “Pero si no se convencen por estas razones, déjelas usted que obran como gusten”. Si el trazado de esta emigración es complejo de llevar adelante hoy, imaginemos hace más de 200 años, en aquella Banda Oriental tan virgen y salvaje. Eran unas 5.000 personas, según el censo que mandó levantar el caudillo, y unas 846 carretas. Otros agrandan el número y la leyenda. Berruti habla de 6.000, o el impactante número de 11,000, relatado por Ramón de Cáceres. Un cura de nombre Figueredo plantea que de los 80 matrimonios que había afincados en Florida sólo quedaron seis. Y José Rondeau, el jefe porteño, declaraba que “toda la campaña queda hecha un desierto” y que en algunos pueblos no quedaron habitantes. Y hasta los indígenas -de los que poco se habla en general- le presentaron sus armas al general que siguen, y él mismo lo declara: “Los indios infieles, abandonando sus tolderías, inundan la campaña, presentándome sus bravos esfuerzos”. Arribaron en diciembre al río Uruguay y tardaron casi un mes en cruzarlo todas aquellas almas. Hombres, mujeres, niños, ancianos, todos, todos juntos. “Mujeres ancianas, viejos decrépitos, párvulos inocentes, acompañan esta marcha, manifestando todos la mayor energía y resignación en medio de todas las privaciones”, escribía, apenado tanto como orgulloso, el caudillo al gobierno de Paraguay el 7 de diciembre de 1811, cerca de Navidad. La pobreza en medio de la procesión era grande; aquellos hombres habían dejado todo para seguirlo. De nuevo a la Junta de Paraguay: “Unos, quemando sus casas y los muebles que no podían conducir, otros, caminando leguas a pie por falta de auxilios…”. Allí se establecieron, en el campamento del Ayuí, en la otra banda, pero en casa. Relata Carlos Machado: “Se suceden partos, bautismos, casamientos y entierros”. El cruce del río Uruguay fue complejo. Hombres que se lanzan a nado, otros abrazados a los caballos como si fueran sus queridas, otras familias en balsas o pelotas de cuero. Así culminó el año once, doce meses agitados que les cambiaron la vida a todos. Y que escribirían, mucho después, una página especial en la historia del territorio oriental del Uruguay. Era, pues, el primero de nueve largos, agitados y libertarios años.

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