“Decíamos ayer”, recomenzó fray Luis de León al retomar sus lecciones luego de una larga prisión durante la cual la inquisición debatió si quemarlo por hereje o considerarlo un doctor de la iglesia. A mí me gusta para retomar un tema que dejé apenas esbozado en el artículo pasado: ¿Trump podrá o no aplicar su política radicalmente proteccionista? ¿O el estado actual de las relaciones económicas se lo impedirá?
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Luego de más de medio siglo de globalización e interdependencia parecería imposible superar esta maraña en que se ha convertido la fabricación de un producto industrial de cierta sofisticación. No hace mucho me enteré de que 150 partes de un avión caza inglés vienen de cuatro regiones del mundo para ser ensambladas finalmente en Reino Unido y ajustan al milímetro. Bueno, los asientos de automóviles de alta gama alemanes que se fabrican en Brasil parece que están hechos con cueros uruguayos. Cosa que me consuela, ya que, pese a nuestra pequeñez, participamos en la industria automovilística. Las ricas posaderas que se asienten en estos autos carísimos lo harán sobre cueros nacionales, ¡qué también!
Entonces, no parece tan sencillo tirar de la punta de la madeja y que la misma se deshaga fácilmente. En esto confían los optimistas. A Trump y a cualquiera le costaría mucho tiempo y esfuerzo anular la globalización y lograr que todo sea “hecho en América y por americanos”, esto de América y americanos en la acepción que le dan los estadounidenses. Igual que con el asunto del billón ellos llaman así a los mil millones, lo que en español sería “millardo”, pero…
Por otra parte, estos mismos optimistas están confiados en que los norteamericanos no trabajarán por los miserables jornales que se pagan en las maquilas del mundo. Confían mal. Luego de años de años de pérdida de puestos de trabajo en su país, no están tan dispuestos a despreciar jornales bajos. Bajos y bajísimos. Lo que el inmenso sector de la comida rápida paga son salarios de tercer mundo. Y consigue trabajadores. Emigrantes y yanquis de varias generaciones. El hambre, la desocupación, la baja calificación y la necesidad de subsistir ablandan. La central sindical Afl-Cio, otrora poderosa, hoy casi ni tiene afiliados y sus filiales languidecen. Ni tiene fuerza ni tiene impulso como para defender el valor del trabajo, del mismo modo que no impidió que las fábricas emigraran de Detroit y Toledo al resto del mundo en busca de salarios miserables.
Puede ser, quiero creer, que los trabajadores yanquis reconquistarán puestos de trabajo con mejores salarios de los que se pagan en México, Pakistán o Uganda, pero ya no serán tan buenos y los niveles de productividad exigidos serán mayores. En los años 90, cuando Estados Unidos (EEUU) presionaba a Japón, que le estaba compitiendo demasiado, los empresarios japoneses contestaban airados que los obreros estadounidenses eran haraganes, faltadores, poco cuidadosos y estaban demasiado bien pagados. Comparativamente era cierto, pero hoy en día los obreros japoneses tienen más días libres y han perdido la seguridad de permanencia en el trabajo que les otorgaba un tipo de relación patrón-empleado que tenía mucho de la solidaridad feudal.
Ni unos ni otros tienen asegurado el trabajo y los derechos sindicales, en la práctica, se han borrado. En estas condiciones Trump podrá traer mucha maquila a EEUU para que en ella trabajen sus votantes.
Más allá del muro y las expulsiones, siempre dispondrán del número suficiente de medrosos migrantes clandestinos que acepten realizar las peores tareas por los salarios más bajos. Por arriba se llevan cerebros y por abajo hacen la vista gorda a la migración de los hambrientos y desesperados del sur.
Si esos salarios son más altos, los terminaremos pagando nosotros en el precio final. Porque tienen el poder de imponerle a sus competidores que no se desacoplen de sus precios.
Pese a que, como yo lo veo, no se trata sólo de relaciones de poder económico y fuerza negociadora, sino de legalidad. Hace algunos años se puso de moda un libro de Hart y Negri, Imperio, y del mismo quiero rescatar lo que señalaban respecto de la necesaria “legitimidad” de la cual debe estar rodeado el poderío imperial.
Cuando hay un “imperio”, y coincido en que este no necesita de la ocupación militar para serlo, lo fundamental es la aceptación por todos de que esa legalidad, la legalidad del imperio, es legítima y aplicable. Es decir, que todos se sometan a la justicia del centro imperial.
Muy bien. ¿Qué nos pasó con Philip Morris? El pleito no se dilucidó aquí, no fueron nuestros jueces ni nuestras leyes. Fue un Tribunal de Conciliación de Intereses que laudó en EEUU. Así como el fallo de un juez de un distrito de Nueva York le impuso a Argentina el pago a los fondos buitres que acaba de saldar Macri.
Todas, absolutamente todas las inversiones de empresas extranjeras, las famosas Inversiones Extranjeras Directas, están protegidas por tratados que les aseguran que sus posibles entredichos con las autoridades nacionales no serán laudadas por nuestra Justicia.
No nos sucede únicamente a nosotros, no somos los únicos sometidos: esta supranacionalidad se aplica para el mundo. Justamente, la interdependencia de las relaciones económicas deja a todo el mundo sometido a la ley yanqui.
El proceso empezó en 1977 con la ley Foreign Corrupt Practices Act (FCPA), que otorgó al fisco facultades extraterritoriales, y se completó luego del 11 de setiembre con la Patriot Act: la ley y la jurisdicción de Estados Unidos de América le es aplicable a toda empresa o país que comercie con ellos o que utilice el dólar como moneda en sus transacciones. Recuerdo el emblemático caso de Bull, empresa que De Gaulle quiso impedir que se vendiera a IBM. La primera trasladó su sede a Suiza y fue adquirida, mejor dicho, engullida. La Grandeur, la Force de frappe y todos esos mitos fueron superados. El mundo había cambiado y seguiría cambiando. Traducido a la práctica, quiere decir que ninguna empresa que tenga trato comercial con EEUU queda libre de ser enjuiciada bajo esa ley y en esa jurisdicción.
Es muy complejo de explicar, pero todas las agencias de control y espionaje de EEUU, por vías públicas o subrepticias, pueden obtener información que les permita iniciar un juicio contra cualquier empresa que haya tenido algún contacto con dicho país y la acusada tendrá que elegir entre “declararse culpable” de inmediato y negociar el monto de la sanción o demorar y que el costo sea mayor.
Las multas llegan a cifras astronómicas y pueden llevar a la quiebra a las empresas extrajeras atrapadas, lo que en general no sucede porque terminan por ser absorbidas, engullidas, por sus similares norteamericanas.
Esto no se puede convertir en un tratado acerca de cómo opera el imperio, pero sí es una advertencia acerca de cómo funciona el mundo.
Por supuesto que Trump no podrá engullir todo y a todos, pero puede ir llevándose lo que le sirva. Ni siquiera él: las empresas. Ya están siendo beneficiadas por rebajas impositivas y estimuladas a concentrarse en el país sede. La velocidad, la voracidad con la cual actúen es algo que está por verse. Pero una cosa a tener presente es que sí pueden y tratarán de hacerlo. El mundo está entrando en una nueva fase de signo contrario a la dislocación asociada a la globalización.
No soy, no puedo ser optimista, pero no por eso creo que haya que dejarse tragar sin resistir. El cuándo, el cómo resistir es algo aún en la nebulosa.
El asunto es tener la voluntad. Por largo que sea un recorrido, empieza con un paso.