Desde que el ser humano existe sobre la faz de la Tierra, alimenta utopías. No importa que el nombre recién aparezca en el siglo XVI por boca del inglés Thomas Moro. Fue mucho antes, ya en la época oscura del paleolítico, cuando el ser humano inventó la utopía, por medio de la huella poderosa del color, la expresión y la línea. Hablo de la tremenda obsesión por el animal, evidenciada en el arte; por ejemplo, en las cuevas del Levante español y francés, en donde el animal, mil veces reproducido, aparece por todos los rincones, en forma de un anhelo, de una voracidad, de una búsqueda febril y constante. Dice el diccionario de la Real Academia Española que la utopía viene a ser “una representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras para el ser humano”; es asimismo un plan, un proyecto, doctrina o sistema de muy difícil o improbable realización. El problema radica en determinar para quién o para quiénes la utopía es tal. Para quién o para quiénes se vislumbra un hipotético beneficio, o una conquista encaminada al bien, sea cual sea la definición de este último concepto. La utopía, el no lugar, ha sido forjado a lo largo de los milenios de maneras muy diferentes. Para unos se reduce a una simple ensoñación o un espejismo de felicidad (o de maldad) que no ha de ocurrir nunca, pero que de todos modos sigue siendo útil y necesario imaginar. Para otros, la apuesta a transformaciones radicales es una simple cuestión de práctica: se implementa o no se implementa, se intenta o no se intenta, por loca que parezca la empresa. Y vaya si estamos llenos de historias de locura en el azaroso camino de la humanidad. No hablo de cambios ambiciosos en los que la gente termina favorecida (aunque no siempre agradecida), que son verdaderamente rarísimos, sino de verdaderos delirios emparentados generalmente con la ambición más desenfrenada, y que no siempre -y ésta es la peor de sus características- son vistos en su real dimensión; por el contrario, se cubren de propicios mantos de promesa, de justificación y de naturalización. De las utopías clásicas todos hemos escuchado hablar alguna vez. Está, por ejemplo, la de Moro, quien terminó confinado en la Torre de Londres y decapitado por pensar demasiado -y por haberse metido con los planes de divorcio de Enrique VIII-. Pero este es otro tema. Están también las otras utopías sociales clásicas, que imaginan sociedades mejores o peores, infiernos o paraísos en la tierra, seres libres y felices o ejércitos de condenados carentes de voz y de capacidad de cambio. Y están, por último, las utopías que nadie deja por escrito; las que, sencillamente, se llevan a la práctica todos los días desde muchos lugares del planeta. El capitalismo, especialmente desde fines del siglo XVIII, ha propiciado el surgimiento de esta suerte de utopías que no se consideran tales. A sus ejecutores se les llama emprendedores, visionarios y hacedores. De la mano de esta concepción arrolladora, cuya máxima expresión se ha dado en Estados Unidos, resalta un nombre: Silicon Valley. Sobresale también una concepción: la de creer que los pergeñadores de estas utopías cotidianas, ejecutadas con derroches de imaginación digna de mejor causa, son nuestros nuevos dioses. Y como dioses que son, se adueñan de la tecnología, aunque sus símbolos no hayan cambiado demasiado; mandan rayos y centellas al estilo del Zeus tronante, presentan continuamente sus brillantes e innovadoras ideas, y en definitiva inventan ingeniosos trucos y ardides con el único objetivo de amontonar millones y millones de dólares al estilo de un duende o un alquimista moderno capaz de convertir la paja en oro. En Silicon Valley, según leí hace pocos días, existe toda una red de “gurús” determinados a resolver, por medio de la denominada inteligencia artificial -léase aplicaciones virtuales a gran escala-, todos los problemas de la humanidad. “Somos exploradores; estamos descubriendo nuevos mundos”, aseguran. Acuden de todos lados, como si se dirigieran a la nueva Meca o al supremo centro de peregrinación mundial. Antes de ellos no había nada; sólo éter, problemas y miserias de variada índole, y una cansina humanidad tonta y sufrida. Después de ellos reinará el milagro, o casi. Han creado incluso un servicio bastante estremecedor, que promete nada menos que la inmortalidad: “Cuando tu corazón pare de latir, tú seguirás tuiteando”. Por medio del análisis de los mensajes cursados en vida por una persona, el servicio aprenderá “acerca de tus aficiones, gustos, sintaxis” y creará una serie de nuevos mensajes que llevarán la impronta del toque personal del muerto, como si este continuara comunicándose con los vivos desde el más allá. La cuestión se reduce, al final, a la creación de complicados aparatos y montajes de tecnología que pretenden incidir en todos y cada uno de los aspectos de la vida humana bajo el eslogan de la “disrupción”, según la cual el mundo es dominado por la idea, y aquello que puede alterarse, debe alterarse. Más concretamente, pueden ser alteradas y reconducidas las conductas, los sueños y los pensamientos humanos por medio del poderoso instrumento de la virtualidad, que hace y deshace vínculos, establece contactos, inaugura lugares y situaciones que antes no existían, o suprime otras, y todo ello en nombre de supuestas ventajas para el conjunto del género humano. Todos sueñan, todos pueden concretar sus sueños; todos ganan, ninguno pierde, y unos pocos se vuelven fantásticamente millonarios. Así surgen aplicaciones tecnológicas para que la gente pueda recordar cosas importantes; para que deje de experimentar sensaciones ingratas frente a seres y situaciones que no le agradan (la aplicación borra o vuelve invisibles tales cosas), y por supuesto, para que nadie, jamás, se aburra. Así también fueron concebidos, entre otros, proyectos como Uber o Airbnb, que supuestamente apelan a las necesidades de transporte o de alojamiento de unos, por un lado, y a la posibilidad de sacar provecho extra de nuestro propio auto, que usamos a diario para desplazarnos, y de nuestra propia casa, en la que vivimos. Todo parece muy ingenioso, inteligente e incluso mágico. Es la utopía plasmada en hechos, mutada en prácticas tangibles; los gurús de Silicon Valley declaran, con la mayor calma, que trabajan “para optimizar la galaxia”, con una taza de café al lado y un teclado frente a sus ojos, aunque la más tremenda ignorancia frente a la vida y sus misterios los domine. Falta el elemento más simple y poderoso: el contraste con la realidad. Porque, si bien se mira, la realidad es precisamente aquello que fatalmente resiste las estrategias de la disrupción: queda fuera de la danza de ideas, del frenesí de las ocurrencias, de la parafernalia de la virtualidad. La realidad, en apariencia manejable, es mucho más escurridiza y letal de lo que parece, y siempre vuelve por sus fueros, y su golpe es tanto más terrible cuanto más han crecido las torres de Babel de la tecnología virtual. Apenas se están evidenciando los costos reales de la disrupción tecnológica; no porque estén ocultos, sino porque nadie quiere verlos. El tema da para demasiado, pero quisiera cerrar esta nota con el recuerdo del cuento ‘El ruido de un trueno’, de Ray Bradbury, que dio lugar a la expresión “efecto mariposa”. Eckels, el protagonista, viaja al pasado y, sin querer, aplasta una mariposa. “Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó”. La muerte de la mariposa fue un error; nadie quiere cometer errores, y mucho menos los gurús de Silicon Valley. Pero jugar a ser dioses es demasiado peligroso. La realidad sigue instalada ahí, acechando, segura de su victoria final. Los niños ya no juegan; miran el celular. Los adultos también. Del celular y de los cristales líquidos pende, como de un sutil hilo electrónico, nada menos que nuestra propia vida, la de las ciudades, la de la sociedad, los vínculos humanos, las emociones y los sentimientos, las creencias y la vieja esperanza. Y no exagero. “La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?”.
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