Hace algo más de 80 años, en un acto por el “día de la raza”, en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936, un discurso cargado de odio contra catalanes y vascos mereció la réplica vehemente de Miguel de Unamuno. La intervención valiente de Unamuno para poner un límite a la exaltación fascista fue contestada desde el público por el general franquista José Millán-Astray: “Muera la inteligencia. ¡Viva la muerte!”, gritó Astray. “¡Viva la muerte!”, coreó el fervoroso público falangista, obligando a Unamuno a retirarse entre insultos, pero no sin antes advertirles que semejante caterva de irracionales podía vencer, pero no convencer. Traigo a colación esta referencia a Millán-Astray y la consigna fascista de “¡Viva la muerte!” a propósito de las peculiaridades de la crisis política que atraviesa Venezuela. El análisis de los objetivos políticos y los intereses económicos en disputa en la crisis venezolana nos puede hacer perder de vista un componente central en la dinámica de los acontecimientos: el odio de clase. En Uruguay no estamos acostumbrados a manifestaciones organizadas del odio de clase. La referencia local al fascismo nos remite al terrorismo de Estado, a la persecución política e ideológica, al ejercicio autoritario de un poder ilegal e ilegítimo y al desarrollo de un programa antipopular y oligárquico. Todo terrible, pero en general todo con cierta pátina de institucionalidad despersonalizada. No albergamos en la memoria colectiva tantas postales de la cara atroz del fascismo social de las clases altas contra los pobres tal vez porque en nuestro país siempre hubo una pretensión de homogeneidad que tendía a amortiguar las contradicciones sociales. Quizá habría que admitir que somos un país más integrado, porque si bien es cierto que en Uruguay hay clasismo, hay racismo y hay xenofobia, también lo es que algunas cosas no suceden y, si suceden, no son masivas y públicas: son minoritarias, aisladas o inconfesables. Recuerdo hace pocos años, en Buenos Aires, en el marco de una masiva convocatoria contra la entonces presidenta Cristina Fernández, que se conoció como “8N”, cómo la multitud de decenas de miles de personas cantaba entusiasta: “Hay que saltar, hay que saltar, el que no salta es negro y K”. No me lo contaron. Lo vi y lo tengo grabado porque, como escribió Osvaldo Soriano, ese es un odio que conviene no olvidar. Cómo olvidar que las manifestaciones blancas, de hace un par de años, de los sectores medios y altos en las grandes ciudades de Brasil contra el gobierno de Dilma y Lula tenían el mismo componente de odio, de racismo y –también– de misoginia. ¿O es que acaso es posible olvidar el contenido de los discursos cuando destituyeron a la presidenta para poner a Michel Temer? Estas semanas hemos podido observar algunas demostraciones más de este odio visceral contra el otro que atraviesa las bases sociales de la derecha. Ahora en Venezuela. Porque es imposible obviar que un montón de jóvenes con máscaras antigás, smartphones, mochilas para laptop y ropa de marca que se manifiestan contra el gobierno de Nicolás Maduro, por las calles de las zonas más ricas de Caracas, están, en el marco de sus protestas, dispuestos a linchar y a prender fuego a una persona por tener cara de chavista, que no es más que portar el aspecto físico o la forma de vestir o hablar de una zona popular y no cumplir con la pertenencia de clase obligatoria. Este tipo de hechos, como el que que cobró notoriedad en los últimos días, no es la excepción; son la norma y explican más muertes que ninguna represión policial. Pese al esfuerzo de los medios en ignorar y tergiversar los acontecimientos, cada vez más gente lo va entendiendo en todo el mundo porque hay inconsistencias muy grandes entre lo que se proclama y lo que se muestra. En América Latina y, en general, en todo el mundo la gente desconfía de las insurrecciones de las clases altas, sobre todo cuando dicen hacerlo por el hambre, contra la pobreza y por la democracia. Cuando la gente se levanta por hambre, rara vez lleva cámaras GoPro y chalecos antibalas. Y, sobre todas las cosas, cuando la gente se levanta por hambre nunca tiene el respaldo de las cámaras empresariales, los bancos, los medios de comunicación, los organismos internacionales, los gobiernos de Europa y el Departamento de Estado. Detrás de las manifestaciones venezolanas, más que una plataforma política, opera una tecnología del odio. Es un rencor profundo contra una clase social que se suponía subalterna y que un día, bajo el liderazgo de un genio político inesperado, alcanzó poder y visibilidad. Ese acceso del otro negado –un sujeto social que hasta ese momento se ignoraba y se despreciaba o apenas era objeto de cierta filantropía– a un coto que los sectores dominantes consideraban propio e intransferible supuso una afrenta mayor que cualquier acto de gobierno de Hugo Chávez o de Nicolás Maduro. Todo el racismo y el clasismo de la burguesía venezolana afloró con violencia desde el principio y en múltiples episodios. Y hoy se muestra en todo su esplendor. Nadie debe cometer la irresponsabilidad de soslayar el contenido de odio de lo que está sucediendo en la tierra de Simón Bolívar, menos aun en nombre de sesudas reflexiones sobre la calidad institucional y el preciosismo jurídico porque ya sabemos lo que sucede cuando se ignora el odio de los alzados. Un día triunfan, como en Ucrania, y te enterás de que eran nazis, antisemitas y rusofóbicos, dispuestos a matarte por no hablar en el idioma que ellos creen. O como en Libia, y después te enterás de que eran, entre otras cosas, esclavistas que arman mercados de esclavos con los inmigrantes del África subsahariana. O te enterás, como en Siria, de que eran un ejército de psicópatas embarcados en la aventura de construir un califato decapitando gente simplemente por no creer en su doctrina o por ser cristianos. Eso sí, cuando todavía no habían ganado, se los llamaba el Ejército Libre de Libia o la mesa democrática de no sé qué y el romántico Maidán ucraniano. Los medios las mostraban como insurrecciones de jóvenes sanos y demócratas contra una tiranía y por la independencia de los poderes republicanos, pero te escondían que adentro llevaban un monstruo, un “¡Viva la muerte!” dirigido contra los más débiles.
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