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Tabaré o el primer mito nacional

Por Marcia Collazo.

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La obra Tabaré, de Juan Zorrilla de San Martín, ha pasado a integrar nuestra mitología narrativa, a pesar de que los uruguayos la hemos reducido a una vaga memoria colectiva destinada al anecdotario, al nombre de una calle y al monumento. A todo, en fin, menos a su relectura. Pero Tabaré sigue siendo algo más que una imagen en tonos ocres y sepias, que oficia como tapa de cuadernos escolares antediluvianos; algo más, también, que la epopeya de un indio mestizo asesinado por un español.

Tabaré era, para la inmensa mayoría de los niños que lo contemplaban en la tapa del cuaderno, solamente un cadáver. No hablaba por sí mismo. No habló nunca. En cierto modo era un ser mudo, privado por lo tanto de esa condición humana por antonomasia, que constituyen el lenguaje y el logos, o sea el verbo y la razón. De niña, yo no me fijaba demasiado en ninguna de esas cosas, en primer lugar porque mi intelecto y mi poder de abstracción no llegaban a tanto, y en segundo término porque, para mí, Tabaré no pasaba de ser un dibujo de un cuaderno escolar. Eso sí, me provocaba una vaga piedad y, por qué no, cierto temor. No me habría gustado estar al lado de su cadáver, en la orilla de ese río oscuro, cuyas aguas siempre me parecieron ominosas.

A Tabaré lo rodeaba un peligro, y por eso terminó como terminó, muerto sobre la orilla, con su pollerita y su tocado de plumas. Esa intuición infantil fue certera. El indio corría peligro, precisamente porque a los ojos de los conquistadores no era humano, y esa idea se ha venido perpetuando a lo largo del tiempo, aunque más no sea de forma inconsciente. Por un lado, siempre ha primado la idea de que Tabaré fue salvado de la monstruosidad de la barbarie únicamente por esa mitad de sangre ibérica que lo vino a redimir, a ennoblecer, a hacer un poco humano, digamos. Por otro lado, su mitad india subsiste. Su mitad india sigue siendo un hecho, y en ese hecho se basó Zorrilla para construir su epopeya; bien podríamos volver, por lo tanto, a esa condición indígena, para intentar una hermenéutica profunda, capaz de sacar a la luz otras interpretaciones, que no pasen únicamente por la connotación racista y centrada en el arquetipo europeo que ha querido darse a la obra.

Yo creo que Tabaré es, de algún modo, nuestro primer mártir nacional, y no exagero. Su sustancia de mártir arranca en una suerte de mito fundante, que no nos hemos molestado en explorar. Buena parte de nuestra indiferencia o de nuestro escepticismo se origina, sin embargo, en aquel viejo arquetipo eurocentrista que tanto ha influido en nuestra cultura.

Pensemos que, sin ir más lejos, a mediados del siglo XIX –en plena Guerra Grande (1839 a 1851)– había en Montevideo más de 40.000 franceses. Por otra parte, no contamos con culturas indígenas vivas, y esto ha sido recalcado con inocultable orgullo por parte de más de un agente turístico. Yo llegué a escuchar algún programa radial en el que se sostenía que Uruguay era un destino apetecible para los extranjeros, entre otras cosas, porque acá no había indios. Población de origen europeo, nos denominaban, ignorando entre otras cosas el profundo mestizaje imperante en todo nuestro territorio.

Para mucha gente, además, Tabaré no tiene el menor atractivo como producto literario; la obra entera de Zorrilla de San Martín es visualizada como vieja de solemnidad, y su destino natural debe ser la tumba de madera y papel de una biblioteca. Sin embargo, la literatura no tiene y no tendrá nunca, por suerte, fecha de vencimiento. Las obras de Homero y Hesíodo tienen al menos 2.500 años, y siguen constituyendo fuente de interpretación, de elaboración de mitos, de psicoanálisis, de poesía y hasta de películas de entretenimiento popular.

Si Homero relató en La Ilíada y en La Odisea las vicisitudes de la aristocracia aquea y troyana, Hesíodo se centró en los campesinos y en su vida infeliz y miserable, a través de Los trabajos y los días. Uno y otro han alimentado el caudal de la imaginación y el arte de Occidente desde aquellos tiempos hasta hoy. Y qué decir de Shakespeare; aunque pueda parecer increíble, ha llegado a enlazarse con el magma de los orígenes latinoamericanos. Una buena parte de la filosofía de América Latina ha tomado las figuras literarias de Ariel y Calibán, los dos personajes más importantes de la obra La Tempestad (de principios del siglo XVII), a fin de explorar en los contrastes entre amos y siervos, dominados y dominadores, oprimidos y liberados, así como en las ideas rectoras de civilización y barbarie, de estereotipos o modelos de humanidad, y de símbolos de lo que puede entenderse por espíritu americano.

Los artistas siempre se han servido de los grandes relatos surgidos de la mitología o de la poesía para llevar a cabo la representación de la vida humana y de la sociedad en la que están inmersos. Zorrilla fue uno de ellos. Zorrilla entrevió el drama de la conquista y la tragedia del indio, allá a fines del siglo XIX, y aunque no lo exploró en sus contornos más profundos, dejó “picando” dos o tres conceptos. El principal tiene que ver con la inhumanidad del indígena. “Esa raza feroz no es raza humana”, exclama en un momento una de las protagonistas. De la misma manera, Próspero (en La Tempestad) se refiere a Calibán, nacido en una ignota isla americana, como monstruo rojo y montón de estiércol. El lector puede asentir a tales epítetos como si fueran la cosa más natural del mundo, o puede escudriñar en ellos, darles la vuelta, desarmarlos y hacerse otras preguntas.

La riqueza de la buena literatura hace posible que el lector aborde una escena o un problema desde muy diferentes puntos de vista. En la pintura pasa lo mismo: se han pintado miles, millones de vírgenes en la historia del arte, y ninguna es igual a otra, y todas encierran multitud de interpretaciones. Decir que Tabaré no era humano, o que murió porque era inferior, o que Zorrilla era racista, es decir solamente una parte del asunto. La historia y su hermenéutica continúan ahí, cargadas de su simbolismo, para quien se atreva a explorarlas.

Homero y Hesíodo representan las dos caras o las dos resonancias principales de aquellas sociedades de la Edad Oscura, en la que sobresalían los poderosos –léase los reyes y los nobles, que transcurrían su existencia entre banquetes y expediciones bélicas– y eran olvidados y pisoteados los pobres, o sea los campesinos, los artesanos, los pequeños comerciantes y los esclavos, que siempre estuvieron en el fondo del tacho. Pero Tabaré sigue siendo nuestro primer mártir nacional, porque representa la zona oscura en la que se debaten los símbolos primordiales, esos mismos que anidan en el corazón humano y que retornan una y otra vez desde sus territorios inquietantes.

A Zorrilla lo inspiró, en buena medida, el recuerdo de su propia madre, muerta cuando él tenía apenas dos años. “Aquella mujer blanca y mística que Tabaré presiente no habría sido evocada sin el recuerdo tristísimo, que me asalta de continuo. Y fue aquel manso dolor de ausencia, de lo no conocido, la gran fuente de inspiración”. En cuanto a Tabaré, en su mestizaje reside lo principal de su drama. No es enteramente indio y no es enteramente español, por lo que resulta repudiado en uno y otro mundo. No es humano a los ojos de los conquistadores, eso ya lo sabemos; pero acaso tampoco lo era a ojos de los “legítimos” indios. Allí se resume su tragedia, porque no pertenecerá jamás a un universo ni al otro.

Carlos Fuentes hace decir a uno de sus protagonistas, en Las dos orillas: “Yo, que también poseía dos voces, la de Europa y la de América, había sido derrotado. Pues también tenía dos patrias, y esta fue mi debilidad, más que mi fuerza… Yo conocí las dos orillas”. A Tabaré ni siquiera le fue dado conocerlas; se murió sobre una sola de ellas, que hasta ahora no se sabe bien cuál fue.

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