Hacete socio para acceder a este contenido

Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.

ASOCIARME

Yo te viá dar

Por Marcia Collazo.

Suscribite

Caras y Caretas Diario

En tu email todos los días

“Yo te viá dar” es una frase que los uruguayos usamos con mayor frecuencia de la que suponemos, y que indica algo así como un correctivo ejemplarizante ante alguna conducta ajena que entendemos tácitamente inaceptable y que, por lo mismo, no nos molestamos siquiera en analizar. Es una cosa indecente e indefendible, y punto. Hemos escuchado hace algunas semanas, casi hasta el cansancio, la noticia sobre el peón rural que fuera castigado por un capataz a puro talerazo. Frente a este hecho, lo primero que viene a la mente es el símbolo del látigo, que apareció en la mano del ser humano desde que el mundo es mundo: el que usó siempre el fuerte contra el débil, el poderoso contra el infeliz, el abusador contra su víctima. Por estos lares del nuevo mundo, el látigo se asocia con el castigo al negro de las plantaciones y al indio de las minas; también se utilizaban otros métodos de represión y de castigo, como la persecución con perros, el cepo y el enchalecamiento del infractor entre cueros frescos que lentamente iban apretando el cuerpo, a medida que se secaban. De esta práctica se llegó a acusar al propio Artigas, en el marco de la leyenda negra que oportunamente fraguó Buenos Aires. Más allá de tales desafueros de la historia y de sus manipulaciones, el látigo y sus derivaciones aluden sin duda a una práctica de barbarie. Sin embargo, la cosa no es tan simple ni lineal: el mismo término barbarie se presta a equívocos o a interpretaciones que varían según los tiempos y los lados del mostrador. Para los griegos la cosa era bastante simple: estaban ellos por una parte y los bárbaros por la otra. Cuando una sociedad humana cataloga a determinados seres como inferiores o subhumanos, les está colgando el rótulo de salvajes y además está infiriendo que en ellos se encierra todo lo feo, sucio y malo de este mundo. Está implícita, además, en esta concepción la propia idea de justicia, de la que deriva el término justificación. Podría pensarse que la golpiza al peón rural fue un simple hecho de violencia, como podría serlo una rapiña, una trifulca o una riña de pulpería, y, sin embargo, el asunto va mucho más allá y hunde sus raíces en cuestiones cuya hondura nos atañe un poco a todos, porque encierra una verdadera concepción ética y de pretendida legitimación sobre el universo y sus entes. En América Latina, configurada a partir del siglo XVI como una región de riguroso sometimiento colonial, el problema se torna bastante más complejo, puesto que las relaciones de poder, de opresión y de marginación llegaron a constituir los cimientos mismos de nuestro desenvolvimiento histórico. Para el filósofo mexicano Leopoldo Zea, a quien he citado ya a propósito de otras reflexiones, es necesario trascender los conceptos de marginación y de barbarie, por un lado, y de pretendida civilización por el otro, para llegar a comprender que, en definitiva, las fórmulas de lo superior y lo inferior no son más que enmascaramientos de expresiones concretas de lo humano. Al peón rural de Salto lo castigaron mediante procedimientos que son, en sí mismos, degradantes y por lo tanto bárbaros; esto está claro, supongo, para la mayor parte de los uruguayos. Pero lo hicieron bajo la idea implícita de que él era un ser inferior que merecía el castigo. Desde siempre, en esta región continental americana, se ha catalogado como salvaje a la inmensa legión de indios, negros y gauchos y sus mezclas concomitantes: se les ha llamado desobedientes, díscolos, arteros, cimarrones, matreros, delincuentes no sólo por oficio y por vocación, sino por una especie de maldición congénita. Como el propio Zea expresa: “Unas sociedades se inconforman por lo que están perdiendo, otras por alcanzar lo que siempre les ha sido negado. El problema está, precisamente, en tratar de conciliar tan encontrados intereses; en la búsqueda de una solución en la que los hombres puedan continuar desarrollándose sin que tal desarrollo tenga que ser pagado por otros. Conciliación difícil de realizar y aun de imaginar, pero es, precisamente, de esta dificultad que habrá de partirse para imaginar sociedades del futuro igualmente deseables para unos y para otros”. Zea, como filósofo de la liberación, organiza sus reflexiones en torno a una denuncia, encaminada a desenterrar y sacar a la luz los viejos discursos opresores, que sustentan prácticas igualmente opresivas. Se trata en definitiva de quebrar las estructuras de pensamiento anquilosado en una dinámica perversa: la que no solamente esgrime la violencia contra los que considera inferiores, sino que se cree con el derecho y la justificación para hacerlo. Sucede que el mal, derivado de la conquista y de la colonia, no solamente está en el eventual dominador de afuera, sino que se arraiga en las constelaciones mentales de los de adentro: es necesario, por lo tanto, abandonar el sentido de dependencia que nosotros mismos, en tanto latinoamericanos, reafirmamos de maneras más o menos implícitas cuando creemos, por ejemplo, que un patrón o un capataz tienen derecho, después de todo, a castigar a talerazo limpio a un subordinado escandalosamente alzado contra sus normas y sus concepciones ideológicas. Podríamos preguntarnos, de acuerdo a las palabras de Zea, si la vieja dicotomía civilización-barbarie, o salvajismo versus legalidad, estará entrañando solamente una estructura de sometimiento o si, además, reflejará la decadencia y la crisis de esos discursos hegemónicos. El interior profundo de nuestro país parece estar cargado de semejantes contradicciones. Rosas, el dictador argentino de mediados del siglo XIX, quien consideraba que el Uruguay entero sería “una linda estancia”, dictaba su propia ley en sus campos. Defendía sus posesiones mediante sus célebres ejércitos “colorados” o de color punzó, y allí no entraban más normas que las suyas; y es famosa la anécdota de que, para mejor asentar su disciplina, obligó a sus peones a que lo azotaran a él mismo, en cierta ocasión, como medida ejemplarizante. Cuando Lorenzo Latorre comenzó el alambramiento de los campos, allá por 1876, arrasó con las casi nulas garantías de los habitantes anónimos del interior. Es notorio que el alambre eliminó una enorme mano de obra rural, y condenó a los desposeídos y desarraigados a una vida de privaciones, rancheríos de ratas y robos ocasionales para sobrevivir. Así, los que siempre habían sido catalogados como vagos y malentretenidos, pasaron a engrosar los nutridos ejércitos de los salvajes de turno, que eran apresados como animales, por medio de la leva forzosa, en cuanta patriada y guerra civil ocurriera. El reciente incidente del peón rural curtido a talerazos se inscribe limpiamente, como si no hubieran transcurrido ya más de 150 años en la estructura de aquellos sucesos, procedimientos y mentalidades. Vuelvo, por tanto, a Zea, y a la necesidad de tomar el toro por los cuernos, no solamente desde nuestra conciencia moral y nuestras prácticas ciudadanas, sino también desde la propia filosofía: “A partir del ineludible reconocimiento que el hombre haga del hombre, podrá ser respetado en lo que es, en su individualidad, en su personalidad y, como tal, ser considerado apto para colaborar en lo que ha de ser el futuro de la humanidad”.

Dejá tu comentario