Por Ricardo Pose Siempre me pregunte si aquel éxito editorial en yanquilandia de crear aquellos superhéroes escondía un deseo oculto de la sociedad norteamericana de encontrar medidas eficaces de combatir el delito o era una velada denuncia de la incapacidad policial. En 1933 ya había surgido Superman y en 1939 aparece un superhéroe más terrenal, Batman, multimillonario dado a la filantropía, empresario, y por supuesto, víctima directa de la delincuencia. Mi apreciación tal vez no sea tan descabellada si tomamos en cuenta que aquella sociedad vivía en los estertores de la Ley Seca, con la aparición de formas delictivas organizadas y colectivas y aún no se había inmiscuido abiertamente en guerras fuera de fronteras. Pero aquella sociedad que ni a fuerza simbólica de superhéroes pudo detener el creciente proceso de criminalidad y violencia, se compró, pasada la Segunda Guerra Mundial, el espejo en el cual mirarse. Así, héroes y villanos, laburantes y malandros serían dos categorías que acompañarían las sociedades modernas. El gran problema era quiénes definían las poblaciones de villanos y malandros. Tacita de plata for export Aquel Uruguay previo a la debacle de 1958 se vendía al mundo como la Suiza de América; ella tan mestiza y nosotros tan europeos; Uruguay había superado la crisis financiera mundial de 1933, Terra mediante, y en este país de apacible vida urbana en su ciudad capital, esta apenas era conmovida por algún esporádico pero espectacular, para su época, delito. La realidad era que como una mancha de aceite, el éxodo rural iba generando en constante crecimiento aquellos rancheríos donde otros uruguayos vivían en condiciones miserables; si aquellas pobres gentes excluidas de las bondades de la Suiza de América, de la Tacita del Plata, los desamparados de papá Estado como escudo de los pobres, eran el semillero de futuros delincuentes, poco importaba. En todo caso, ya había una población objetivo contra la cual disparar. El pichón sobre el cual tirar siempre fue, es y será pobre. Crónicas rojas… de los verdes La confrontación política en crecimiento empezó a destacarse en los titulares de los medios de comunicación, serviles al poder. En algún punto, además, había para esa prensa una delgada línea entre delito y acción política. No me refiero solamente a las expropiaciones que podían tipificarse judicialmente; los obreros en huelga con ocupación de sus puestos de trabajo también eran catalogados como actos de delincuencia. Delito era ingresar a robar la mansión del señor, como disminuir por medidas sindicales su capacidad de producción. La propiedad privada empezaba en el hogar y terminaba en el balancín o el horno industrial, pasaba por el cofre de algún banco; nacía en el casco de estancia y terminaba en un alambrado, miles de hectáreas más allá. Lo que empezó a enfrentar a los uruguayos con fuerza, el recurrir paulatinamente a todas las fueras coercitivas del Estado desde 1958 hasta el quiebre institucional en 1973 no fue el combate a la delincuencia. Y durante la época de la dictadura cívico militar nos permitimos cuestionar las estadísticas, de existir, sobre los niveles de delincuencia; todas las dictaduras fundamentaron, en su necesidad de legitimarse internacionalmente, que venían a poner la casa en orden. Mala propaganda política hubiera sido para ellas, que habían logrado combatir la sedición, no controlar el delito. No se lo hubiera permitido como trofeo, además, el celo policial, que bastante tenía con tener que soportar militares al frente de la institución. Quienes añoran la seguridad pública vivida en épocas de dictadura, seguramente añoren las políticas de difusión de la Dinarp, los informativos controlados, los números estadísticos manipulados. También es cierto que el clima general de miedo posiblemente abortara la actividad de algunos delincuentes que tomaran en cuenta hasta dónde podía llegar el nivel de represión con el cual deberían enfrentarse; sin embargo, las crónicas rojas de los diarios de la época hablan de una sociedad que sufría de hurtos, robos, rapiñas, homicidios. El Surme 1985. Uruguay iniciaba su período de reconstrucción democrática; estaban en auge la discusión y la lucha por esclarecer las barbaries contra los derechos humanos cometidos por la dictadura militar, pleito judicial y constitucional mediante. Algunos integrantes del gobierno de Julio María Sanguinetti argumentaron que el retorno a las libertades democráticas había oficiado de luz verde para la delincuencia; lo recordamos bien porque con ese argumento se puso en práctica el decreto de la dictadura para volver a aplicar las razzias. Aquel Uruguay era otro previo al del golpe; estaba muchísimo más pobre que el que había fundamentado la rebelión política y social; no sólo había más pobres, sino que fundamentalmente estos eran jóvenes; la infancia era pobre, la mujer era pobre, los jóvenes eran pobres. Los jóvenes que no encontraban en aquella hegemonía de gobiernos nacionales y departamentales de derecha espacios en los ámbitos laborales y educativos habían encontrado en las esquinas de los barrios un lugar de encuentro. Eran años de nuevas manifestaciones culturales; contra todo ello se dirigió la represión. Jóvenes que caminaban por la calle, que andaban en los bares, en las plazas, en los centros de estudio, en los portones de las fábricas que empezaban a cerrar, en las esquinas. Allá en el barrio de La Unión, en una comisaría, mataron a Machado, un botija que estaba haciendo novio en una plaza. Los baños de los bares más de una vez intentaron ser refugio; ni siquiera la cédula de identidad servía de salvoconducto para no terminar arriba de aquellos ómnibus que llevaba detenidos; y además necesitaban tanta cantidad de detenidos por operativo. Bajo la consiga “Ser joven no es delito”, nació aquella coordinadora antirrazzias, el Sindicato Único de Muchachos de la Esquina y otras organizaciones sociales juveniles en resistencia. No había militares en la calle; parecía que sólo con la actuación policial y un determinado consentimiento de la sociedad alcanzaba para desarrollar aquella práctica represiva en los albores de la reconquistada democracia. La misma sociedad que votaba en amarillo consagrando la impunidad. La misma sociedad que votaría gobiernos de derecha por casi dos décadas más. Tal vez lo importante no es sólo el uso de un instrumento coercitivo del Estado, sino la convalidación social. Colibríes Uruguay cambio en 2005. No me refiero a los números y estadísticas en el combate a los niveles de exclusión y pobreza, empleo, etc. Me refiero a cierto avance en el plano de las formas de convivencia, en cierto cambio generacional que nos permite ubicarnos en otra mirada; la misma por la cual el nuevo intento de tiro al pichón, bajando la edad imputabilidad, fracasó. Cada tanto aparece algún empuje cual una enfermedad, de estas ansias de represión masiva; vuelve por sus fueros esta lógica de tiro al pichón saliendo a juntar firmas para entre otras medidas incorporar a 2.000 militares a las fuerzas policiales. Se imaginan abatir delincuentes como quien juega al tiro al blanco contra los patitos en el parque de diversiones; imaginan contener las actitudes de delinquir aunque el costo sea la pérdida de libertades individuales. Porque en esas condiciones de patrullaje masivo y discriminativo, sólo ellos podrán desplazarse sin ser molestados.
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