Leo por estos días una curiosa noticia que se vincula al mundo ruso y a nosotros, los latinoamericanos; no se trata de ninguna intervención política o económica, como podría suponerse, y mucho menos militar o diplomática. Han aparecido ciertas cartas –un verdadero epistolario– de León Tolstoi y sus lectores hispanohablantes residentes en España e Hispanoamérica. Con este último nombre se denominaba a América Latina, por lo menos hasta los años 60, y aunque el término ha caído en un relativo desuso, continúa siendo reivindicado a porfía por España. El epistolario ha dado lugar a una muestra, titulada León Tolstoi y el mundo hispanohablante, organizada por el Museo Estatal de Tolstoi en Moscú. El conjunto de estas cartas había permanecido en las sombras hasta ahora, no porque se lo desconociera, sino por un motivo bastante elemental: se trataba solamente de cartas de admiradores; y ya se sabe que el escritor ruso recibió miles y miles de misivas de esta naturaleza, incluso hasta mucho después de muerto. Ahora, a propósito de rendirse un homenaje a la lengua española en la capital de Rusia, ha revivido esta documentación en particular, que consiste en 245 cartas dirigidas al escritor ruso entre los años 1890 y 1910, desde sitios tan variados como Argentina, Chile o Fuenterrabía, en la propia península ibérica. Como es obvio, todas trasuntan distintos grados de reconocimiento y devoción a Tolstoi, ya por su literatura, ya por su ejemplo de vida, ya por su mensaje espiritual, o sea por su rara condición de profeta del alma y del pensamiento, como creador de una ética cuasi religiosa, llena de ascetismo, de renunciamientos y de culpas ambiguas, enmarcada en una suerte de anarquía cristiana, imbuida de anhelos de paz y de redención, de vida natural y de purificación, y todo ello en tiempos de revueltas sociales ardorosas y extremas que hacían tambalear al mundo entero. Juan Eduardo Eguiguren, embajador de Chile en Moscú, expresó la importancia del llamado de Tolstoi “a una vida austera, ajena a los placeres mundanos”, y destacó que se habían formado en su país de origen, Chile, dos comunidades tolstoianas integradas por jóvenes escritores y artistas, allá por el año 1904, en momentos en que la prédica ideológica del escritor enardecía los ánimos de sus crecientes seguidores. Pienso, mientras esto escribo, que así como muchos filósofos han sido también grandes matemáticos, o viceversa, también muchos escritores han sido o han pretendido ser iluminados, voceros de un mundo nuevo, portadores de un mensaje de fe, que no necesariamente pasa o debe pasar por las religiones institucionalizadas; y Tolstoi es un claro ejemplo de ello. En el caso de la filosofía y la matemática, me parece bastante evidente que el origen del vínculo está en esa entidad o facultad llamada logos; se trata del más puro ejercicio de la razón y de la lógica, aplicada al mundo y a sus entes en un estado de desnudez elemental; la misma que tiende a apartar al hombre del mito, y recurre para ello al enfrentamiento de la deducción humana con las fuerzas originarias del cosmos. Entre los escritores la correspondencia entre el ejercicio de la literatura y el paisaje de visiones, llamados o constelaciones ideológicas no es tan claro como en el reino de la filosofía y las ciencias, pero no me cabe duda que el caso de Tolstoi se enmarca limpiamente en este último ejemplo. Esto nunca me asombró demasiado. El carácter ruso me parece tan hondo y complejo, como inapresable. Casualmente, estoy leyendo, desde hace varios meses –porque lo cumplo de a pequeñas dosis– los cuentos completos de Vladimir Nabokov, y cada uno de sus relatos me confirma esa hondura de abismo, cuyos bordes lejanos se pierden en las brumas de una cultura demasiado lejana, mucho más unida a lo oriental que a lo occidental. A un siglo de su muerte, Tolstoi sigue deslumbrando al mundo con su literatura y con los dramas de sus personajes. De origen aristocrático, padeció desde su niñez la ambivalencia de su pertenencia a un mundo señorial, por un lado, y su interés vital por la suerte de los más desposeídos, por el otro. Las enormes masas de siervos, considerados meros objetos de cambio y de uso por parte de aquellos aristócratas, eran en sí mismas un peligro potencial, una bomba presta a explotar de un momento a otro; la bomba había explotado ya muchas veces, y no –como suele creerse– únicamente en los dos hitos históricos de 1905 y 1917. Es que los contrastes desbordantes, casi absurdos, son muy propios de Rusia: autocracia y populismo, devoción religiosa y esclavitud del pueblo, no parecen combinar demasiado bien. Tampoco parecía concebible que la dictadura del proletariado estallara nada menos que en Rusia, contra todos los pronósticos de Marx. Pero así, mediante tales virajes, sorpresas y desafueros, se va escribiendo la historia. Entretanto, vivía en Rusia un hombre llamado León Tolstoi, que anhelaba ser aceptado como uno más por sus propios trabajadores, que predicaba la paz y la no violencia, al punto de haber influido radicalmente en el mismísimo Mahatma Gandhi; un hombre típicamente ruso, de larga barba y de modales finos, que antes de convertirse en un ídolo de multitudes creía ciegamente en la voluntad divina, bebía vodka y padecía desaforadas pasiones carnales, y en una ocasión llegó a jugarse a las cartas su hacienda de Yasnaya Polyana, la que recuperó en la noche siguiente, durante otra larga partida de naipes. Durante su etapa de transformación y redención, Tolstoi abrazó el denominado naturalismo libertario, siguió creyendo devotamente en el poder divino, se hizo vegetariano y renunció a casi todo lo que pueda ser concebido como placer carnal; incluso se arrepintió de su propia y descomunal obra literaria. Intentó mezclarse con los campesinos de su hacienda, despreció sus atuendos cortesanos y hasta se puso a labrar la tierra con ellos, vestido a la más típica usanza rusa, pero pronto advirtió, no sin dolor y sorpresa, que no solamente se avergonzaban y se confundían ante su presencia, sino que se reían de él con desprecio a sus espaldas. Y en el fondo, los campesinos tenían algo de razón. Un abismo separaba su mundo del de Tolstoi, y tal distancia no estaba hecha solamente de títulos y de blasones nobiliarios, sino también de gestos y palabras, visiones e historias de vida que se perdían en la noche del pasado y de las sucesivas generaciones de gente acostumbrada a no ser otra cosa que una bestia de sudor y trabajo. Para Tolstoi la carne, como alimento, era un signo de barbarie y de crueldad; para ellos, llevar un pollo asado a la mesa, un costillar de cordero o una pierna de cerdo constituía una fiesta de las de guardar, que se recordaría y se veneraría durante el resto del año, con una unción casi sagrada, porque en este tiempo sólo seguirían poniendo en el plato las consabidas papas hervidas, el repollo y las zanahorias que malamente pudieran arrancarle a la tierra. Sea como fuere, estos contrastes viscerales también forman parte, y de qué punto, del carácter ruso. En cuanto al legado de Tolstoi, puede decirse que tanto su literatura como su vasta concepción espiritual constituyen un universo en el que sobresale, como suprema contribución, el respeto a la dignidad de la condición humana, sin caídas ni concesiones banales. Todas las características de esa condición pasan por sus páginas y por su ideología: el amor y la muerte, la traición y la fidelidad, el desborde de las apetencias terrenales, el miedo y la fragilidad del animal humano, pero también la nobleza de sentimientos, la abnegación y el desprendimiento. De esto se nutre, en definitiva, la vida; y de la vida y sus corrientes más sombrías y luminosas se alimentan, al final, toda realidad y toda narrativa, porque de la palabra, de su fuerza fundante para nombrar al mundo y para sacar a la luz sus miserias, brotan al fin de cuentas los más poderosos y eternos significados.
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